Una de las grandes derrotas de una parte de la izquierda contemporánea, especialmente la izquierda alternativa o radical, es su incapacidad de decir algo más que no. Uno sabe a lo que se opone (el neoliberalismo, el imperialismo, el capitalismo, la Troika) pero no lo que ofrece como alternativa; se intuye, pero no se llega a saber. A veces, parece que no se atreve a decir claramente lo que propone. ¿Quizá porque es difícilmente justificable? Cuando el coordinador federal de Izquierda Unida, Alberto Garzón, critica el eurocomunismo y acusa de traidor a Carrillo en la Transición, ¿desde dónde realiza esa crítica? ¿No es Garzón eurocomunista al aceptar el gradualismo de la democracia parlamentaria? ¿O acaso ofrece un modelo ortodoxo marxista-leninista? ¿Qué modelo realmente ofrece esta izquierda, más allá de una impugnación sentimental y melancólica al capitalismo? Garzón habla del comunismo, pero salvo algunas pinceladas, nadie sabe a qué se refiere exactamente.
En ocasiones es comprensible decir solo no: uno se mantiene en el relato disidente, en el bando de la dignidad, un adjetivo que usa mucho la izquierda. Cuando uno dice simplemente “no” no tiene la necesidad de decir nada más. Es la idea del intelectual comprometido de Javier Cercas, el hombre que dice no. Decir que no todo el rato puede tener sentido en una dictadura, ante la injusticia, pero en una democracia uno ha de ofrecer más. Decir solo no, además, transmite una imagen bronca, cabreada. La ironía resuelve ese problema.
La ironía parece que esconde una verdad, es el humor que ilumina una realidad oculta. Manuel Arias Maldonado la reivindica en política: “Una ironía entendida aquí como distancia: como la pacífica aceptación de la inevitable incompatibilidad de los distintos valores en juego.” Esa distancia crítica que nos proporciona la ironía nos permitiría superar la insatisfacción constante que produce la democracia representativa, con sus plazos, sus negociaciones, su aburrimiento. Pero la ironía puede tener un doble filo. Puede servir de atajo cognitivo y de reafirmación de los prejuicios. Uno puede también quedarse atrapado en ella. El mundo de la cultura está repleto de personajes comprometidos que no saben defender sus ideas más que con la ironía. Al preguntar por lo que hay detrás de la ironía suele haber un silencio. Como escribía David Foster Wallace, “la ironía es singularmente inútil cuando se trata de construir cualquier cosa que reemplace a esa hipocresía que ella misma pone en evidencia.”
Muchos en la izquierda (también en la derecha, pero es la izquierda la que la usa más), especialmente en redes sociales, usan la ironía para blindarse de las críticas, para no tener que razonar más allá. Entra mejor una broma comparando el autoritarismo de Maduro con el de Rajoy, o la cobertura mediática de Venezuela o Siria, que una reflexión crítica que ofrezca una relato alternativo a partir de pruebas. A veces no es solo que vende mejor, sino que no hay nada más que ofrecer.
La ironía y el cinismo son a veces la única manera de justificar lo injustificable: ¿cómo defender, aunque sea indirectamente, a Rusia, a Assad, a Maduro cuando hay tantas pruebas en su contra? Es mejor el ironismo cínico. Es como la propaganda rusa: sí, venga, vale, somos malos, pero también lo sois vosotros, hipócritas. De ahí las bromas que comparan a España con Venezuela cuando la Audiencia Nacional condena absurdamente a una tuitera por unas bromas sobre Carrero Blanco. La comparación entre los dos países no hace más que confirmar la tesis de que Venezuela es autoritaria: ¡es como España!, parecen decir. Y, entre dos autoritarismos, pues mejor el que representa mis ideales.
Gabriel Rufián es el gran ironista burlón de la izquierda. No refuta la cobertura de Venezuela en los medios, no aporta un relato o una evidencia alternativa, sino que se burla. Es su estrategia con todos los debates en los que se implica, siempre de manera superficial. Es posible que haga esto porque no puede ofrecer nada más. Rufián es un político muy limitado intelectualmente, como demuestra la entrevista que le hizo Pablo Iglesias en La Tuerka. Solo emite consignas prefabricadas. Hay un hilo de tuits fantástico sobre cómo tuitea Rufián. Parece tener una plantilla que va rellenando con los personajes del día. La estructura es siempre la misma, y la broma no tiene mayor recorrido: siempre señala una supuesta injusticia que acaba volviendo a él mismo. Él es el protagonista, pero luego se queja de que los medios le hagan caso a él y no a lo que denuncia.
El ataque reciente de Trump a Assad ha despertado a algunos ironistas de la izquierda que llevan años extendiendo desinformación sobre la guerra civil en Siria. Se unen a los izquierdistas naíf, con indignación selectiva, que solo se enteran de un conflicto cuando interviene Estados Unidos. En Siria hay guerra desde hace seis años. Han muerto más de 400.000 personas desde que comenzó en 2011.
Una de las grandes batallas en Siria es la del relato. Hay una izquierda, en Izquierda Unida y Podemos, que con diferentes grados es pro-Assad. Javier Couso, europarlamentario de Izquierda Unida, defiende sin matices a Assad y Putin. Debería avergonzar a la izquierda antiimperialista. Hay un salto lógico impresionante desde decir que Estado Islámico es horrible (obvio) y que Assad lucha contra Estado Islámico (comprobado) a defender a un sanguinario dictador como Assad o justificar el intervencionismo de Rusia. Que los rebeldes moderados no sean más que cuatro, fagocitados por facciones terroristas islamistas y el Estado Islámico, no requiere elegir el bando contrario.
Ante la inconsistencia de sus posturas, estos clérigos prefieren la ironía a las pruebas. La posverdad es un tuit irónico: ¡qué mal habla inglés la niña tuitera de Aleppo!, lo que demuestra, de algún modo que se me escapa, no solo que miente en sus tuits, sino que en Siria los malos solo son unos y Occidente nos está engañando e imponiendo su relato. ¡Los White Helmets, o Cascos Blancos (una organización humanitaria siria fundada por el exmiembro del ejército británico James Le Mesurier) deberían ganar un Óscar!, porque aparentemente son terroristas que usan actores en sus vídeos rescatando a víctimas. Cuando un documental sobre la organización ganó realmente un Óscar, incluso Rusia hizo la broma.
La web de fact-checking Snopes confirma que no hay pruebas de la vinculación de los White Helmets con los terroristas. Y un amplio reportaje de fact-checking en la cadena británica Channel 4 analiza y cuestiona las teorías de que utilizan a niñas actrices, en concreto la misma, llamada Aya, para diferentes escenas: “La explicación más simple es la más probable: hay niños en Siria que realmente se están quedando huérfanos, o que han sido heridos y están traumatizados, y esos niños están siendo acusados injustamente ahora de estar involucrados en una compleja conspiración.”
También es una estrategia manipuladora, que toma lo concreto por lo general. Si realmente se demostrara que los Cascos Blancos usan actores en sus vídeos, ¿en qué medida esto demuestra que el gobierno de Assad es inocente? ¿En qué medida sirve para cuestionar todas las pruebas que hay contra el presidente sirio? Muchos escépticos con el relato occidental de la guerra de Siria critican que los medios venden a los rebeldes como moderados y pro-Occidente, cuando en realidad la mayoría son terroristas. Quedan pocos rebeldes moderados, pero de ninguna manera esto sirve como prueba de la inocencia, o valentía, o bondad de Assad.
Assad, según estos ironistas, no pudo usar armas químicas, hay algo sospechoso. Pero solo exponen la sospecha, nunca las pruebas. Denuncian el relato de Occidente sobre la guerra a partir de fuentes oscuras y poco fiables, sin apenas pruebas, que, más que vender un relato alternativo, extienden desinformación y dudas. Es el totum revolotum de la propaganda moderna. Algunos miserables se atreven incluso a acusar al periodista Antonio Pampliega, secuestrado en Siria durante meses por Al-Nusra, la filial de Al-Qaeda en Siria, de ser un colaboracionista con los terroristas, y de mentir sobre el conflicto.
Assad ha conseguido varias victorias considerables en los últimos meses. Es posible que sea el más adecuado para derrotar a los terroristas y el Estado Islámico de Siria. Eso no significa que haya que convertirse en un apologista de sus crímenes, y que haya que justificarlo. Assad ha bombardeado a gente inocente. Rusia intervino en la guerra para acabar con Estado Islámico, pero ha bombardeado posiciones rebeldes que no tienen nada que ver con la organización terrorista. Las atrocidades de un lado no anulan las del otro.
Uno tiene la tentación de elegir bando, como si la guerra fuera entre valores contrapuestos. Hay una izquierda que ve con melancolía en Assad un panarabismo laico socialista que lucha contra las fuerzas oscuras del islamismo radical. Esto le hace olvidar, o ignorar, que se trata de una dictadura hereditaria que ha bombardeado y torturado a civiles, que está apoyada por una teocracia como Irán y por un imperio decadente, reaccionario y ultranacionalista como Rusia.En lugar de oponerse irónica y cínicamente, la izquierda pro-Assad, o chavista, o antiamericana, debería responder a la evidencia con pruebas, no especulaciones. No debería responder en general, enfrentando valores, en buena medida manipulados, sino a casos concretos.
Es una falacia común juzgar las cosas según quién las defiende, y no por su contenido o verdad. A veces puede ser útil: si alguien detestable, o que suele estar equivocado, defiende algo, es muy posible que oponerse sea acertado. Pero es una falsa disyuntiva. No siempre es así, y a veces es una actitud perezosa. Coincidir con la opinión de Rusia o Irán no te convierte directamente en prorruso o proiraní. Pero uno debería al menos revisar sus ideas y posturas si siempre coinciden con regímenes así. Podría ser un tonto útil. Ante la falta de información y evidencia, la izquierda irónica (aunque no solo ella) rellena los huecos con ideología. La ideología suele ser un buen atajo. Es una simplificación de la realidad para que no nos volvamos locos frente a su complejidad. Es un relato comprensible. Es, también, en muchas ocasiones, enemiga de la verdad.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).