En los últimos años, uno de los argumentos más poderosos de la derecha en Estados Unidos (y otros países) era la libertad de expresión. Una parte de la izquierda había renunciado a los principios liberales y defendía formas de supresión del discurso: la cancelación no existía y a la vez era una medida legítima.
En las versiones más sofisticadas se criticaba la visión de Mill, se abandonaba la posición histórica de la Unión Estadounidense para las Libertades Civiles y se reivindicaba a Marcuse y Foucault, y en las más estultas se replicaba que cómo se va a silenciar a nadie si precisamente alguien está hablando de eso: todavía lo dicen algunos, con cara de “jaque mate”. Quizá esa parte de la izquierda no fuera tan mayoritaria, pero había conseguido amedrentar al resto.
Mientras, políticos y activistas de derechas proclamaban la necesidad de que la gente pudiera decir lo que pensaba; practicaban la sátira y el gamberrismo. Como casi siempre, defender la libertad de expresión implicaba defender a personajes desagradables. A veces creaban categorías con anécdotas, pero eso no significaba que no existiera el problema.
En su segundo discurso inaugural, Donald Trump prometió devolver “la libertad de expresión a Estados Unidos”. Su vicepresidente, J. D. Vance, sermoneó a los europeos por restringir la libertad de palabra.
Todo ese discurso se ha desmoronado. Había muchos indicios; pero se ha visto claramente con las reacciones al asesinato de Charles Kirk. La muerte de un hombre que creía en el debate con la gente que tenía opiniones distintas a las suyas se ha convertido en la oportunidad para suprimir la circulación de opiniones diferentes. A ver si ahora resulta que las palabras son violencia, cuando son las de mi adversario.
Hay algo de simetría: los antiwoke alientan el uso de turbas para presionar a empresas a fin de que despidan a trabajadores por decir cosas que no les gustan. La idea de fondo es el derecho a no ser ofendido, un concepto que criticaban; incluso esgrimen la categoría del “discurso del odio”, que no es un término legal en Estados Unidos.
Pero en este caso hay algo más grave: el uso del poder del Estado para presionar a medios privados, como ha ocurrido con el presentador Jimmy Kimmel. Va acompañado de amenazas a otros medios.
Es enternecedor ver cómo sufren por el despido de Kimmel quienes jamás vieron las campañas del presidente del Gobierno contra los pseudomedios, los insultos de Óscar Puente a periódicos y reporteros o campañas de ministerios que señalaban a presentadores, pero eso no le resta importancia.
Esta forma de censura de la administración estadounidense no se envuelve en negaciones, disimulo o apelaciones gimoteantes a un bien común, como se hacía en el pasado, sino que se ejerce con chulería: los representantes públicos presumen de utilizar el poder del Estado siguiendo los métodos y la ética de la mafia.Este artículo se publicó originalmente en El Periódico de Aragón.