En un artículo esta semana en El Mundo, Josu de Miguel se quejaba así de la moción de censura de Vox y Ramón Tamames contra el gobierno: “Una moción de censura es un instrumento extraordinario de control parlamentario para destituir a un Gobierno, no una plataforma discursiva para que un intelectual y economista nos dé su actual visión de España y sus problemas.” La utilidad de este instrumento quedó bastante clara en 2018, cuando Pedro Sánchez llegó al poder tras una moción de censura contra Mariano Rajoy. Pero cinco años y dos intentos de mociones de censura de Vox después, ha quedado completamente desvirtuada.
En ambas mociones, Vox sabía que fracasaría. Y en ambas, el gobierno que se tenía que defender de la moción salió reforzado, como recuerda Iván Gil en El Confidencial: “La primera moción de censura de Vox contra Pedro Sánchez ensambló al bloque de la moción de investidura antes de los primeros presupuestos de la legislatura y la segunda ha cohesionado al Gobierno de coalición en su momento más crítico.” El gobierno estaba dividido tras el fiasco de la ley del solo sí es sí y la ley trans. El enemigo común Vox ha unido a Unidas Podemos y el PSOE.
Ambas mociones eran simplemente intentos de llamar la atención. Es difícil hacerse notar. Hay que hacer ruido. La polarización es la consecuencia de un espacio mediático y político saturado: para hacerse notar hay que gritar, ser extravagante. El Congreso está perdiendo su función deliberativa; es cada vez más simplemente un espacio propagandístico y performativo. Los diputados acuden para compartir su ingenio retórico; sus discursos no tienen consecuencias normativas o prácticas. El gobierno, además, abusa de los decretos leyes para saltarse el Congreso e impide el debate de cuestiones trascendentales. El Congreso es otro espacio más de campaña. Pero todavía tiene reglas que limitan las intervenciones; no todos los partidos tienen la misma oportunidad de usar ese escenario. Por eso Vox usa la herramienta de la moción de censura.
Todos han usado esta oportunidad para la propaganda y la vanidad. Ramón Tamames paralizó el Congreso en un acto inútil solo para mostrar al mundo que todavía sigue ahí, que nada ha cambiado, que la gente le sigue haciendo caso a pesar de que sus nietos no le llaman por teléfono. Pedro Sánchez, por su parte, dio un mitin. Yolanda Díaz usó su turno para presentar su proyecto político. Intervino como si estuviera en su debate de investidura. Y el resto de diputados usó la oportunidad para ser ingeniosos, hacer algún zasca y mostrar su rechazo a una moción en la que participan con fervor. Los medios también caímos: nada gusta más a un cronista parlamentario que el melodrama frívolo del congreso. Es un género de entretenimiento. Al hacer caso a estas extravagancias, somos también cómplices de la degradación de las instituciones.