Decía John Lanchester que el referéndum del Brexit era “el ejemplo más puro de la ventana de Overton que la política británica había visto jamás”. Una idea considerada impensable una vez que se expone puede ser radical. Se enmarca, se discute y comienza a ser aceptable. A medida que se debate, empieza a verse como algo sensato, y cuando alcanza el mainstream puede materializarse en una política concreta. La ventana se movió desde 1994 (fundación del partido por el referéndum) hasta el 23 de junio de 2016. Ese día los ciudadanos del Reino Unido respondieron a una pregunta aparentemente muy sencilla: “Should the UK remain a member of the European Union or leave the European Union?” El resultado fue que el 48,1% marcó la casilla “Remain” y el 51,9% eligió “Leave”.
El 9 de mayo de 1950 el gobierno francés propuso a la Alemania de Adenauer “situar la producción de acero y carbón de ambos países bajo una autoridad común” a través de una organización abierta “para todos aquellos países que quieran participar”. Fue el germen de la Unión Europea: un acuerdo comercial. En la resolución rezaba: “La unión de las fuerzas productivas que surgirá tras estos acontecimientos deja claro que una guerra entre Francia y Alemania no solo es impensable, sino también materialmente imposible.” Utilizaron un acuerdo comercial para hacer realidad una aspiración. Se sirvieron de una herramienta para obligarse a un objetivo.
El referéndum del Brexit siguió el proceso inverso: votaron un deseo, pero obviaron la herramienta para conseguirlo. Parece que olvidaron que la mera expresión de un deseo no perfecciona el contrato. La realidad era que se pedía a los ciudadanos británicos que se manifestaran, en esencia, sobre una compleja decisión societaria. El desarrollo de este divorcio entre el Reino Unido y la Unión Europea, a lo largo de sus distintas fases, no ha hecho sino subrayarlo. Los administradores, las élites políticas preguntaron a los accionistas, los ciudadanos, y deberían haberles facilitado la información relevante y suficiente para tomar su decisión. Esto no se hizo. No solo no les facilitaron información fundamental que debían conocer (prácticamente no incluyeron asuntos tan delicados como la frontera norirlandesa y su colisión con el Acuerdo del Viernes Santo) sino que les hablaron, mucho, de inmigración y del servicio nacional de salud británico (NHS). En ambas cuestiones les dieron información incorrecta. El famoso “error” de Nigel Farage no fue tal sino que, según explica el propio Dominic Cummings, director de la campaña del “Leave”, fue, junto con la inmigración, el “bate de béisbol” que les permitió ganar esos 650.000 votos que prácticamente decantaron el resultado:
Si Boris, Gove y Gisela no nos hubieran apoyado y cogido el bate de béisbol que decía Turquía/NHS/350 millones de libras a falta de cinco semanas, podríamos haber perdido 650.000 votos. […] ¿Habríamos ganado sin la inmigración? No. ¿Habríamos ganado sin los 350 millones/NHS? Todas nuestras investigaciones y el resultado ajustado sugieren que no. ¿Habríamos ganado dedicando el tiempo a hablar del comercio y el mercado único? De ninguna manera.
Tan importante les pareció que el NHS tuvo que requerirles, bajo amenaza de demanda, que dejaran de utilizar el logo del NHS en sus folletos, por ejemplo aquí y aquí . No, no fue un error, sino una estrategia cuidadosamente diseñada. Tampoco les explicaron a través de qué mecanismos pensaban lograr los objetivos prometidos: recuperar el control migratorio, poner fin a la libre circulación de personas, hacer leyes soberanas y firmar acuerdos comerciales con quienes quisieran. Parecía una simple cuestión de voluntad política. Mucho más tarde también conoceríamos, a través de la Comisión Electoral, que el asunto de la financiación de la campaña “Leave” se trasladaba a la NCA (National Crime Agency) ante las sospechas fundadas de la comisión de numerosos delitos.
Revertir el resultado de un referéndum era algo impensable a estas alturas. Era sagrada voluntad del pueblo expresada en las urnas, pero se parecía demasiado a la firma de un sofisticado contrato financiero de alto riesgo en el que los verdaderos términos no habían sido explicados ni se habían aplicado garantías adicionales (exigencia de mayorías reforzadas). Es inevitable pensar en nuestras famosas “preferentes”, que tenían un nombre claramente equívoco y unas consecuencias mal comprendidas. A diferencia de lo que ocurrió con ellas, nadie en el mundo se atrevió a declarar viciado, y por lo tanto nulo, ese otro contrato que fue el referéndum.
En la siguiente fase, May recibió el mandato de negociar un acuerdo. Si al votar, los británicos habían manifestado un deseo, ahora había que diseñar la herramienta que lo haría realidad. En ese momento ya no fue posible ocultar por más tiempo la verdadera naturaleza de la elección realizada. No había voluntad política suficiente en el mundo para culminar semejante empeño porque, como explicó Enrique Feás, en realidad era una cuestión absolutamente técnica con un abanico de posibilidades acotado.
Aunque las dificultades parecían casi insalvables, la idea de volver a preguntar a los ciudadanos parecía todavía una solución demasiado radical. Lo razonable era insistir en la negociación hasta conseguir el acuerdo que operara la magia de transformar un conjunto de deseos incompatibles entre sí en una realidad. Salvaron el escollo irlandés aceptando una unión aduanera mientras la técnica no posibilitara otra opción, salvaron el inesperado escollo español (Gibraltar) fingiendo que era una cuestión de soberanía que estaba fuera de debate. Al otro lado de la mesa la Unión Europea se mostró unida y, cuando llegó el día, apenada por la partida.
Así llegamos a la fase actual. Tras conseguir un acuerdo inicial, este ha de ser ratificado por el Parlamento británico en pocos días. El resultado del referéndum solo se perfeccionará cuando esto se produzca. Si no se valida la herramienta, el contrato debería extinguirse. Las dos partes de la negociación han dejado absolutamente claro que no hay otro acuerdo posible, aunque este no le guste demasiado a nadie. La primera ministra trata de lograr adhesiones contrarreloj y de convencer a la opinión pública británica de que lo conseguido satisface todas las promesas hechas durante la campaña del referéndum, y minimiza los inconvenientes. Para ello, llega a hacer suya la técnica del dinero que destinará al NHS, una nueva claudicación de la verdad. Triste: tanto como vender el fin a la libertad de movimiento como un logro.
Los leavers convencidos no quieren el acuerdo por la enorme cantidad de concesiones que supondrá, especialmente durante el periodo de transición. Los laboristas de Corbyn no lo quieren porque Corbyn se cree capaz de negociar un acuerdo mejor en algún otro universo. Los tories rebeldes no lo quieren porque dicen que les convierte en un Estado “vasallo” con obligaciones y sin voz.
En este preciso momento, como en 2016, la política británica vuelve a asistir al espectáculo de la ventana de Overton en movimiento. El abogado del TJUE ha dado hoy a conocer sus consideraciones sobre la prejudicial planteada por el Tribunal Superior Escocés referente a la posibilidad de revocación del Brexit de manera unilateral. La Comisión Europea ya ha respondido que no bastaría con la decisión del Reino Unido sino que requeriría la aceptación de todos los miembros de la Unión. El abogado general de la UE, el español Manuel Campos, propone que “se admita la revocación unilateral de la notificación de la intención de retirada”. Su opinión no es vinculante y requeriría buena fe por parte del estado solicitante y ajustarse a las normas constitucionales. En la práctica esto podría conllevar lograr que el parlamento británico lo aprobase. La dificultad, de nuevo, es la misma que aprobar el acuerdo logrado por May. No parece haber mayorías predispuestas a ello, pero es una opción más si finalmente se aceptan las consideraciones del abogado general.
Lo que fue impensable y luego radical es ahora reclamado por numerosas voces como algo sensato. La posibilidad de que el Parlamento rechace el acuerdo de salida ha obrado el cambio: cada vez son más los que ven absolutamente necesario y natural devolver la palabra a los ciudadanos.
Los escoceses lo piden, una parte importante de los laboristas lo pide, los remainers convencidos lo piden. La Unión Europea da pistas de que el plazo no será un obstáculo. Queda por saber qué harán aquellos tories que ahora descartan pensar en cualquier opción que no sea sacar adelante el acuerdo de May. Si esa posibilidad desaparece, lograr otro referéndum puede por fin convertirse en política.
Si el acuerdo es finalmente rechazado por el Parlamento británico, los ciudadanos deben volver a hablar. Sin eufemismos, ni “errores”, deberán elegir entre deshacer el camino andado o lanzarse al abismo de una salida sin acuerdo que, ahora saben, les dañaría profundamente durante décadas. El contrato inicial, que quizás pudo ser declarado nulo, no ha podido perfeccionarse al no haber sido validada la herramienta. Por eso, si se volviera a votar, no sería nunca una repetición del referéndum de 2016, sino otro distinto, donde las opciones estarán determinadas y la herramienta que lo llevará a efecto detallada.
Si sucediese que de forma deliberada e informada decidieran permanecer en UE, Europa deberá celebrarlo. Porque el Reino Unido, parafraseando la parábola bíblica, estaba perdido y habrá sido hallado. Y si así fuera, en 2018 como en 1950, un acuerdo comercial habrá servido de mástil al que atarse para impedirnos sucumbir a los cantos de sirena nacionalistas que en tantas ocasiones nos dividieron.
Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.