Los malaventurados: Los peligros de la moralidad

En este ensayo de ensayos Pablo Malo recoge las investigaciones de otros autores de distintas disciplinas. La claridad de su análisis logra que el conjunto resulte de mayor valor que la suma de las partes y lo convierte en una valiosa guía para entender la política actual.
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Hay muchas formas de leer Los peligros de la moralidad (Deusto, 2021) de Pablo Malo. Yo recomiendo que se lea a solas. Si hay vida inteligente cerca mientras se hace, será inevitable que lo que solo iba a ser un “te leo este párrafo” acabe convertido en una conversación de varias horas y el plan de lectura se vaya al traste. El lector experimenta en primera persona una de las premisas de las que parte el ensayo: la dificultad de permanecer elegantemente desapasionado mientras debate cuestiones que excitan la mente moral.

La mayor parte de este largo ensayo de ensayos recoge las investigaciones de otros autores de distintas disciplinas como Jonathan Haidt, Jonathan Rauch, Justin Tosi, Brandon Warmke, John McWhorter, Kurt Gray o Tom Holland, por nombrar a algunos de entre una larguísima lista. Hay pocas aportaciones originales del autor, pero la forma de relacionar los extractos elegidos y la claridad de su análisis logran que el conjunto resulte de mayor valor que la suma de las partes. Algunas de las obras que analiza las había leído con anterioridad. Otras las compré mientras leía a Pablo Malo sobre ellas, tal es la curiosidad que despertaron en mí. 

Solo voy a referirme a un par de ideas que, por su incidencia en asuntos que me atraen profundamente desde hace años, me tienen absorta. Ángulos que desconocía y que abren nuevas vías de comprensión. También me gustaría hacer una recomendación al lector interesado en los temas que el autor trata: deje sus prejuicios en la puerta. No ceda a la tentación de pensar que porque los últimos, y magníficos, capítulos del libro versan sobre la ideología de la Justicia Social Crítica, el autor está tomando partido por una estructura normativa moral concreta. No desprecie la exigencia de honestidad intelectual a la que Malo nos invita.

La primera razón por la que celebro haber leído este libro son las estupendas citas con las que inicia cada capítulo. Esta es de Alexander Solzhenitsyn: “Para hacer el mal, el ser humano debe, en primer lugar, creer que lo que está haciendo es bueno”. Esta otra es de Asimov: “Nunca dejes que tu sentido de la moral interfiera con hacer lo que es correcto”. También encontramos a Adam Smith: “La virtud es más de temer que el vicio, porque sus excesos no están sujetos a la regulación de la conciencia”. Y por último una que me afectó especialmente: “Estamos viviendo en medio de un Despertar americano, sin Dios y sin perdón”. Es de Joshua Mitchell.

El segundo motivo es por la llamada “Teoría diádica”, que Malo atribuye de forma simplificada a Kurt Gray. Según esta teoría, la mente humana tiene un modelo cognitivo, una especie de plantilla de fábrica, para juzgar las transgresiones morales. En esa plantilla siempre encontramos dos agentes: el perpetrador y la víctima. Además hay dos elementos a evaluar: la intención y el daño causado. La mente humana tiende a completar esa pareja o díada. Así, cuando percibimos un ser que sufre, deducimos la presencia de un agente causante. Cuando vemos un agente moral que hace algo malo, deducimos la presencia de una víctima que sufre las consecuencias. Esta tendencia es tan fuerte que cuando no encontramos agentes humanos a los que considerar perpetradores llegamos a atribuir la agencia a seres sobrenaturales o entes abstractos. Otra característica de esa estructura “por defecto” de la mente moral humana es la dificultad para intercambiar los papeles de los dos elementos de la pareja, es lo que el autor denomina “encasillamiento moral”. Una vez catalogado moralmente alguien como perpetrador, le atribuimos responsabilidad y agencia. Si lo hemos hecho como víctima, le otorgamos derechos y capacidad de sufrimiento. Y esas cualidades caracterizan personas, no actos. Por ello, nos resulta extremadamente difícil aceptar que la víctima pueda ser también un villano o que el villano haya realizado buenas acciones. “El mismo acto se juzga de manera diferente si lo comete una persona perteneciente a un grupo catalogado como oprimido o como opresor”.

El tercer asunto que por sí solo habría merecido la lectura de todo el libro es la exposición de las teorías posmodernas sobre las que se yerguen las guerras culturales que, especialmente en el mundo anglosajón, están trastornando el panorama social y político. Dice Malo en la introducción que, aunque es un poco densa, esa parte debe ser leída para poder comprender lo que viene a continuación. Es una explicación amena y accesible. Léala y, a continuación, observe la amplitud de la ideología de la Justicia Social Crítica. No voy a entrar en detalle, me limitaré a señalar que coincido con el autor cuando argumenta que esta ideología se ha transformado en una suerte de religión con puntos de contacto en el cristianismo protestante estadounidense, y las conclusiones a las que he llegado. La primera es una sensación de profunda tristeza. Esta ideología se convierte en un armazón moral extremadamente seductor por la enorme capacidad punitiva que otorga a aquellos que la adoptan. La segunda es que creo que es una ideología que transita en el sentido opuesto al que lo hace la vida, al rechazar la posibilidad de sanar los miembros dañados. Y es que, aunque diagnostica algunos conflictos no resueltos con acierto, esta nueva doctrina niega la posibilidad de redención, señala la transgresión pero ciega todas las vías de la reparación para el perpetrador y para la víctima. Hay un par de cuestiones que siempre he considerado ventajas prosociales del cristianismo: nada es tan definitivo que no pueda ser perdonado si el pecador de verdad quiere “volver al rebaño”. Esa herramienta da la posibilidad de reconducir y reinsertar a los transgresores. La parábola del hijo pródigo, un relato irritante para cualquiera con un sentido agudo de la justicia, tenía efectos moderadores sobre los instintos ejemplarizantes. La otra razón es el absurdo de nacer habiendo pecado. El pecado original, en la postura defendida por San Agustín, es una lección de humildad que nos hace considerarnos a todos iguales en la debilidad. Se convierte en un recordatorio que invita a pensarlo dos veces antes de tirar la primera piedra sobre el vecino. Sobre esta cuestión, Malo cita los temores de Tom Holland: “que al perder este anclaje en la doctrina cristiana, las espirales de virtud en las que estamos cayendo puedan llevar a los creyentes en la Justicia Social Crítica a caer en la arrogancia, en la crítica moral implacable y en la tendencia al castigo sin remisión”

Esta ideología niega también la relevancia de la intención. Una persona es un agente opresor sin siquiera tener conciencia de ello y sin poder cambiar su estatus. Su carácter opresor, como el pecado original, nace con él, pero no hay bautismo ni obras que lo borren.

Como tantas otras ideologías antes, se produce un deslizamiento desde el diagnóstico de los conflictos sociales y el ámbito de la acción política hacia el territorio moral –buenos y malos– que crece hasta empaparlo todo. Cuando esto ocurre, señala Malo, la democracia sobra. La dificultad y el riesgo de integrar los sistemas funcionales en el sistema social a través de la moralidad quedan claramente expresados en este extracto del discurso de Niklas Luhmann, en su aceptación del premio Hegel, que encontramos en el libro: “por ejemplo la distinción entre lo verdadero y lo falso en el sistema científico o la distinción entre gobierno y oposición en el sistema político democrático. En ningún caso los dos valores de estos códigos pueden hacerse congruentes con los dos valores del código de la moralidad. No queremos que el gobierno sea declarado bueno y la oposición estructuralmente mala o, peor, el mal. Esto sería la sentencia de muerte para la democracia”.

Sabemos por Karen Stenner que cuando los individuos sienten sus valores sagrados amenazados –amenaza normativa– responden de forma intolerante y peligrosa. Sabemos por Lilliana Mason que la identificación entre ideología política e identidad conduce al tribalismo y a la exclusión de los “ellos” que dejan de sentirse representados por la facción dominante. Sabemos también, y con la pandemia de la covid-19 lo hemos experimentado vívidamente, que cuando los individuos tienen que elegir entre moral y ciencia, eligen moral y aportar más datos no modifica esas opiniones. “Tenemos que tomar las riendas de nuestra moralidad, controlar el ambiente en el que nuestra mente moral se expresa […] hemos evolucionado para pensar y actuar de forma moral pero eso no quiere decir que no podamos buscar vías que disminuyan la expresión de esa adaptación […] No se trata de abolir la moralidad sino de domarla”.

Suficiente para reflexionar.

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Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.


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