Bettina Rodríguez Aguilera es una empresaria, dirigente comunitaria y concejal de la zona de Doral, en Miami. También es miembro del partido Republicano y hace unas semanas anunció su intención de competir por la curul que dejó vacante la legendaria Ileana Ros-Lehtinen. Sus credenciales para el cargo son tan sólidas que el Miami Herald la respaldó abiertamente.
“Sabemos que Rodríguez Aguilera es una candidata inusual”, se lee en el editorial del diario. Es cierto. Entre las cosas que la hacen “inusual” destaca el hecho de que, según dice, desde los siete años de edad ha mantenido contacto con extraterrestres. Estos seres, rubios y con un cierto parecido al Cristo del Corcovado, la han hecho partícipe de varios secretos, como que “el centro de la energía del mundo está en África” y que en una cueva de Malta está la prueba definitiva de la existencia de la Atlántida.
En otro momento, esta historia sería solo una muestra más de la colorida política cubano-americana de Miami, la comidilla de los medios hispanohablantes y las sobremesas del Versalles en la Calle Ocho. Pero en los tiempos que corren, y con el apoyo del Herald, la señora Rodríguez Aguilera estuvo a un paso de despachar en el poderoso Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes.
El discurso político estadounidense parece irremediablemente infectado del pensamiento fantástico de los cazadores de ovnis: la creencia en la “realidad” de un fenómeno que la comunidad científica no se toma en serio y la certeza de que los gobiernos esconden la “verdad”.
Estados Unidos tiene una larga historia de fascinación con “ufólogos”, “parasicólogos” y sus “investigaciones”. La cultura popular se llenó de alienígenas y poltergeist desde los años cincuenta, con clásicos memorables como la película Encuentros cercanos del tercer tipo. Sin embargo, el interés por los productos pop de la ovnimanía era tan grande como la sorna y el desdén a los que se tomaban a pie juntillas la existencia de los alienígenas y las conspiraciones para ocultarlos. Este tránsito de la credulidad frente a lo paranormal en la infancia hacia el escepticismo o apreciación del fenómeno por su valor como entretenimiento en la madurez solía ser la norma en la sociedad estadounidense.
Ahora, de la mano de Alex Jones, “conspirólogo” profesional, los viejos cazadores de ovnis y todo tipo de creyentes en las teorías más disímbolas han salido de la marginalidad para instalarse literalmente al lado del presidente de los Estados Unidos.
Además de acusar a Obama de envenenar el aire y manipular el clima mediante las “chemtrails”, y poco antes de llamar a los estadunidenses a empuñar las armas para resistir un golpe de estado contra Trump, Alex Jones se propuso desarrollar la teoría unificada de todas las conspiraciones: una que combina seres multidimensionales, el control mundial de las élites y una batalla final del bien contra el mal, todo aderezado con física para reprobados de matemáticas.
Una de las primeras acciones de Trump como candidato a la presidencia fue rendir homenaje al energúmeno Jones y felicitarlo por su “gran reputación”. Desde entonces, el presidente de los Estados Unidos, comandante en jefe de unas fuerzas armadas que incluyen miles de cabezas nucleares, se ha hecho eco, si bien no de las teorías más extremas de su aliado, sí de su afición a las teorías conspirativas como método de conocimiento. No importa lo que Trump crea en su fuero interno; el encumbramiento de sitios y personajes dedicados a difundir fantasías de todo tipo al mismo nivel –y aun por encima– de la prensa establecida, como CNN o el New York Times, refuerza en la base trumpista la certeza en la validez de sus creencias.
Este arropamiento institucional y cobertura mediática han convertido a Alex Jones –y a otros de su calaña– en figuras de influencia internacional: su incursión en Europa, por ejemplo, está encaminada a envolver la creciente islamofobia en el manto de la paranoia conspirativa. Sus seguidores e imitadores han salido de los sótanos y los rincones oscuros del internet para darle colorido a las movilizaciones republicanas. Los seguidores de QAnon, una conspiración que tiene a Trump como el superhéroe de una lucha contra una cábala pedófila liberal, se toman fotos en la Oficina Oval.
El discurso público estadounidense ha perdido la capacidad de autorregularse en torno a criterios mínimos de veracidad, honestidad intelectual y razonabilidad. Se concede el mismo peso a la evidencia de la supresión del voto de comunidades afroamericanas, que a la denuncia infundada de que “tres millones de inmigrantes indocumentados votaron a favor de Hillary Clinton”.
Hay varias líneas de investigación sobre este estado de cosas. Una indaga si existe una relación entre la menor exposición a la ciencia en edad escolar y la falta de capacidad de una parte del público para separar los frutos de la investigación científica de la información seudocientífica fraudulenta que informa las teorías conspirativas.
Es posible que el problema se haya exacerbado al difundirse horizontalmente el escepticismo hacia la ciencia. La derecha religiosa siempre tuvo razones teológicas para desconfiar de algunos resultados de la investigación científica, sobre todo en temas como la evolución. Eventualmente, parte de la izquierda confundió la sana desconfianza hacia algunos excesos del cientificismo, sobre todo cuando ciertos modelos económicos se presentaron como ciencia irrebatible y su crítica como burda “ideología”, con un relativismo radical que, en el peor de los casos, renuncia a todo criterio de validación de los enunciados.
El panorama en Estados Unidos no es muy halagador. Como presidente, Donald Trump tiene el poder de convertir teorías conspirativas, por más risibles o ridículas que sean, en pretextos para limitar ciertas libertades, como el acceso a la información, si tiene éxito en su intento de influir en la configuración de los buscadores de internet, como Google, y en la difusión de información en las redes sociales, luego de denunciarlas sin sustento por “censurar” a voces conservadoras.
En México siempre vamos un poco a la zaga y aún existe espacio para mantener criterios de veracidad en nuestro debate público. Por ello es importante que una futura secretaria de estado que cree en los aluxes y una futura directora del Conacyt que afirma que “nuestros pueblos originarios… hacen tequio para todo y así resuelven los problemas” no estén fuera del alcance de la crítica.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.