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Las mujeres en los medios

Los medios han ignorado a las mujeres y cuando logran verlas las vuelven personajes de ficción.
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En los medios, la sangre y las tetas venden. Lo saben todos en una redacción, lo dicen los números de visitas y los ratings.

Sangre y tetas disparan la gráfica de visitas de un portal de noticias o las ventas de un periódico. Para tener las dos cosas juntas, la víctima tiene que ser una mujer. Históricamente, cuando los medios no han ignorado a las mujeres las han usado para subir su audiencia.

No, no hay una conspiración de los medios detrás de esto. No hay un cónclave de hombres de traje en la sala de juntas diciendo “ignóralas, minimízalas, úsalas, que no son personas”, aunque sí hay un cónclave sin mujeres (con pocas excepciones). Alrededor de esa mesa se toman las decisiones de portada, de coberturas, de ángulos periodísticos. Es fácil imaginarse que si ahí no hay mujeres tampoco las habrá en las páginas del periódico o los noticieros de televisión: pocas mujeres citadas, pocas mujeres en las fotos de portada, pocas expertas consultadas, pocas en las mesas de análisis político. He visto noticieros completos donde no aparece una sola mujer, ni entrevistada ni como parte de una noticia –hasta que llega el momento de dar el clima.

Las mujeres aparecemos en los medios para vender.

Poner la foto de Ingrid Escamilla –desollada, desfigurada después de que un hombre la apuñaló– en la portada de dos diarios fue una decisión consciente, pero no contra lngrid. Quizás alguien consideró que esa foto abonaba en algo a desenmarañar el escabroso feminicidio –no es así–, pero, sobre todo, alguien sabía que la sangre de Ingrid vendería.

El asunto es que los lectores, los televidentes o los radioescuchas no son solo consumidores, son ciudadanos. El periodismo y los periodistas no estamos para darles lo que quieren consumir, sino para informarlos de la manera más completa, pero también de las más digna, posible. El periodismo es una forma de servicio, no de entretenimiento, ni mucho menos de espectáculo.

La historia de Ingrid daba para el “entretenimiento”: el cuerpo de una mujer de 25 años es encontrado desollado y descuartizado. Su pareja, ingeniero de 46 que jugaba fútbol y era conocido en su comunidad, es detenido y aparece ensangrentado en el video de su declaración, mientras describe cómo la mató, tiró algunos de sus órganos por el drenaje y aventó cerca de su casa un bulto con la piel que le quitó. Es una historia taquillera. 

Ingrid fue una víctima que se volvió un espectáculo. Ella, dijeron los medios, había denunciado el año pasado violencia doméstica, pero se desistió de las investigaciones; había dejado su casa y su trabajo en Puebla porque su madre la había abandonado. Él tenía celos; ella había amenazado primero con matarlo y él respondió descuartizándola. En la narrativa, él era un monstruo con posibles problemas psicológicos, e Ingrid fue su víctima.

Pero ni ella ni las más de mil mujeres víctimas de feminicidio en el último año fueron asesinadas por un monstruo. Las mató un hombre. Solo que el cuento se cuenta mejor cuando él es un monstruo y ella una santa. Y esa idea de las mujeres que se muestra en los periódicos y los noticieros se parece muy poco a las mujeres reales y mucho a un personaje de caricatura, de novela policiaca o de telenovela mexicana.

En los medios, las mujeres siguen siendo “la modelo colombiana” asesinada en la colonia Narvarte de la Ciudad de México, porque “sudamericana” y “modelo” suena a prostituta, como si eso disminuyera la gravedad de haber sido asesinada o, peor aún, como si eso le quitara la calidad de víctima.

Mejor, son “la rusa”, acusada de descuartizar a su madre y a su hermana. Esa rusa, Anastasia Lechtchenko, nació en San Luis Potosí, hija de inmigrantes rusos, pero las extranjeras –y más si son rubias– llaman a lo exótico, venden más. No recuerdo nunca haber leído que llamaran a algún secretario de Estado de ascendencia extranjera el libanés, el catalán o el judío.

Fue también una mujer quien, según los medios, manipulaba a su marido, el alcalde de Iguala, acusados ambos de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Y si se puede –lo publicó un diario citando a un narcotraficante– esa misma mujer manipuladora es la amante del gobernador. Porque hay que ser malvada, narca y además puta.

O es la mujer del titular “Mexicana baja 55 kilos” y el sumario “Cinco años después de ser una de las mujeres más obesas del mundo, la paciente de 26 años ahora se puede dar el lujo de usar ropa ajustada y bikini”. Porque las mujeres debemos ser esbeltas y las gordas no usan bikini.

Y claro, son siempre la esposa de alguien, aunque esa esposa sea candidata a la presidencia de la República o la cantante con más canciones de un solo disco en el Billboard, la Reina del Pop latino. Porque la mujer se define en función de su hombre. 

Y últimamente las mujeres somos vándalas. Al día siguiente de la marcha de mujeres para protestar por la publicación de las fotografías del cuerpo desollado de Ingrid, algunas portadas de los medios nacionales titulaban: “Protestan y vandalizan” o “Indignación, pintas, gases”.

¿Por qué les sorprende que las mujeres nos quejemos, que gritemos, que exijamos, que rayemos monumentos? Porque la mujer, en el imaginario colectivo y el de los cónclaves sin mujeres, debe ser sobria, estar en su casa y no inmiscuirse –al menos no de manera violenta– en la vida pública.

Me gusta una definición de periodismo que lo llama la literatura de la vida cívica, según la cual la función del periodista es contar el mundo mientras la historia sucede y ayudar a los lectores a comprenderlo.

Pero el periodismo de hoy sigue siendo escrito por un tipo de hombres que considera a las mujeres esposas de alguien, que las encuera para subir sus visitas y las muestra desolladas, usadas primero por un hombre que se creyó con derecho a acabar con su vida y luego por los medios que se creen con derecho a mostrar su cuerpo ultrajado. Que cuando las ven las vuelven personajes, no personas. 

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