Fiscalía General del Estado (Spain)

Lawfare y la condena al Fiscal General

Se ha ido asentando un relato, dirigido desde un victimismo gubernamental, donde habría unos jueces conservadores que se están metiendo en política.
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Si tuviéramos que elegir la palabra del año o, mejor, de la legislatura creo que sería el término “lawfare”, que, como ya es por todos sabido, apela a la existencia de persecuciones o abusos judiciales para deslegitimar al adversario político. Su normalización en nuestro léxico evidencia la grave contaminación populista que estamos sufriendo. Porque en una democracia liberal, por principio, no puede haber lawfare. Podrán existir desviaciones puntuales en alguna actuación judicial, las cuales el sistema en principio debe estar en condiciones de reparar; pero las persecuciones judiciales por motivos políticos son radicalmente incompatibles con la existencia de un marco de Estado de Derecho en democracia.

Sin embargo, en nuestro país existe una clara estrategia para hacernos creer que se está judicializando de forma espuria la política. Así, el pacto para la investidura entre el PSOE y Junts recogió el término lawfare, con escándalo entonces de buena parte de la comunidad jurídica. Pero poco a poco nos hemos ido acostumbrando. Se ha ido asentando un relato dirigido especialmente desde un victimismo gubernamental donde habría unos jueces conservadores que se están metiendo en política y que, por ejemplo, habrían intentado desactivar la amnistía, estarían dirigiendo investigaciones penales prospectivas contra la familia y el entorno del Presidente del Gobierno y que habrían llegado a su cénit con la condena al Fiscal General del Estado. Tanto que en relación con esta última se movilizó a manifestantes con el eslogan “golpe judicial”.

De ahí que una vez que hemos conocido la motivación de esta última sentencia contra el Fiscal General convenga acercarse a la misma sine ira et studio, al menos para tratar de desgranar si de verdad se ha producido un golpe togado o si, por el contrario, podemos asumir con una cierta normalidad esta decisión judicial dentro de la anormalidad que supone que se haya sentado en el banquillo un Fiscal General del Estado. 

Pues bien, como es sabido, para una mayoría de los magistrados que han integrado la sala del Supremo que ha enjuiciado al Fiscal General se habría logrado probar salvando cualquier duda razonable que fue este quien, personalmente o a través de alguien de su entorno, filtró un correo electrónico confidencial de la pareja de Ayuso y ordenó elaborar y publicar una nota de prensa que recogía datos reservados del mismo. Ambas conductas serían constitutivas de un delito de divulgación, cometido por autoridad, de datos reservados de los que tiene conocimiento por razón de su cargo (art. 417.1 CP). Sin embargo, dos de las magistradas que integraban la sala han considerado que habría otras hipótesis plausibles y, por ende, entendían que debía haberse absuelto al Fiscal General.

Al lector lego esta diferencia de pareceres podría resultarle extraña. Pero no es así. El Derecho no es una ciencia exacta y, por ello, es común que surjan diferentes formas de interpretar una norma o de valorar su aplicación. Aunque es verdad que cuando en un caso sensible políticamente se dan alineamientos que se corresponden con etiquetas ideológicas al final se resiente la apariencia de imparcialidad. Algo que debería hacernos reflexionar sobre lo nocivo que resulta el juego de asociaciones judiciales en simbiosis con los partidos y su capacidad de penetración, vía Consejo General del Poder Judicial, en los nombramientos de la cúpula judicial. 

A partir de ahí, la lectura de la sentencia y de sus votos me deja algunas certezas y también dudas. La primera certeza –y diría que es la más importante– es que estamos ante una sentencia sólida y bien motivada en Derecho. No entraré a hacer un análisis crítico en detalle, para empezar porque es algo que deben hacer los penalistas, pero, en una aproximación como mero jurista, creo que la fundamentación de la sentencia es más que adecuada para sostener la condena. Convendría que aquellos comentaristas de sentencias que sin haber pasado por una Facultad de Derecho inundan las tertulias estos días, antes de criticar los hechos probados que recoge esta sentencia a través de una fundamentada prueba indiciaria, lean otras sentencias, especialmente en ámbitos como los delitos de agresión sexual (donde se imponen duras penas de cárcel). Se darán cuenta entonces de la normalidad con la que en nuestro día a día judicial se tiene que recurrir a la prueba indiciaria para acreditar hechos que sostienen condenas y que el principio de que para poder condenar debe superarse cualquier duda razonable no está exento en muchos casos de polémicas y diferencias en la apreciación, lo que da lugar a apelaciones, votos particulares, etc. 

Además, como constitucionalista, no veo que la sentencia que ha condenado al Fiscal General haya incurrido en ningún vicio constitucional que justifique que pueda ser revocada en amparo por el Tribunal Constitucional ni por el Tribunal Europeo porque se hubiera violado algún derecho o garantía constitucional. 

A partir de ahí, tengo dudas legítimas y, sinceramente, no sé qué habría votado si me hubiera tocado enjuiciar este caso: por ejemplo, la lectura de los hechos probados no me deja claro cuántas personas pudieron acceder al correo electrónico filtrado y, aunque comprendo el sentido de la fundamentación jurídica en lo que se refiere a que el Fiscal General tenía una especie de posición de garante que le impone un particular deber de reserva y confidencialidad, tengo que madurar si el mismo es suficiente como para justificar que pudiera condenarse de forma autónoma por la nota de prensa, aunque los datos en ella recogidos ya fueran de dominio público. 

Pero, como decía, cualquiera de estas dudas son parte de la normalidad de la Justicia en un sistema democrático y no tienen nada que ver con esa idea desviada y malintencionada del lawfare

Lo que no es normal en una democracia es que los miembros del Gobierno y su presidente se dediquen a estar criticando sentencias o dictando absoluciones. Ese tipo de comentarios se los puede permitir un tertuliano, pero nunca un Gobierno en democracia. Como tampoco es normal en democracia que un Fiscal General se atornille a su posición y no dimita cuando se le abre un juicio oral por un grave delito. Del mismo modo, más allá del reproche penal que ha recaído, cualquier demócrata debería coincidir en que no corresponde al Fiscal General andar corriendo para que no le vayan a “ganar el relato”, como si fuera el director de comunicación de un partido o gobierno. Porque, además, la excusa de que lo que se pretendía era defender el prestigio de la Fiscalía frente a las falsedades publicadas no justifica revelar datos confidenciales de un ciudadano, como ha sentenciado el Supremo. Bastaría con haber publicado una nota de prensa de dos líneas diciendo: desde la Fiscalía no se ha ofrecido ningún pacto a este señor. Sin embargo, tal y como relata el Tribunal Supremo, se le quiso poner el sambenito de “delincuente confeso”.  

Por último, en mi opinión el hecho más grave en todo ese asunto no ha podido ser enjuiciado porque no se encontró al culpable, aunque se abrió una investigación judicial: ¿quién filtró al Diario.es en un primer momento el expediente tributario? Una noticia que fue usada inmediatamente por la ministra de Hacienda para abrir fuego político. Como ocurriera con la policía “patriótica” en tiempos del gobierno Rajoy, que desde las instituciones puedan facilitarse informaciones y datos sensibles de ciudadanos para las guerras políticas resulta demoledor para una democracia. Y en el caso del Fiscal General, con el mayor reconocimiento a los cientos de fiscales que cumplen fielmente con su labor día a día, lo que queda también claro es que la Fiscalía en nuestro país no goza de un nivel de autonomía como para asumir la instrucción de los procesos penales tal y como pretende la reforma del ministro Bolaños. En definitiva, y a modo de conclusión, huyendo de las voces que invocan un lawfare y aunque apelemos siempre a la prudencia de nuestros jueces, podemos felicitarnos de que en nuestra democracia podamos decir aquello de que “hay jueces en Berlín” (o en Madrid). 


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