Cada vez que Javier Milei aparece con una celebridad internacional, el presidente argentino parece un chico fascinado, incapaz de creerse que se roza con lo más granado del mundo. Cuando Elon Musk recibió su motosierra en un encuentro ultraconservador, Milei se quedó en el escenario alelado, como esperando un beso, un abrazo o una medalla –que jamás llegaron. Da igual: le sigue profesando devoción a Musk. Lo mismo con Trump: en las fotos de ambos se sabe quién domina la escena –El Agente Naranja– y quién –el pequeño Milei– está embelesado y agradecido de que, madredediós, le toque tanta suerte. Y es curioso: horas después, ese mismo tipo desembarca en Buenos Aires y libera al león. Se pelea con medio mundo, putea a quien lo contradiga, promete dolor, reparte maltratos. Argentina, un país desaconsejado para gente con el corazón débil, le dio el control a un tipo ciclotímico que exagera su carga de testosterona mientras, Musk o Trump mediante, retrocede como perro chico cuando aparecen los más grandes.
¿Tendría que sorprendernos? En estos tiempos, ya no. Es extraño, cuando no vergonzoso, pero es, diríase, parte de la nueva normalidad. The new black es estar en manos de bullies elegidos por millones. Los brutos tienen el mando.
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El triunfo en las elecciones legislativas dio a Milei un respaldo inesperado incluso para el gobierno, que unas semanas antes había sido derrotado por el peronismo en la poderosa provincia de Buenos Aires. La segunda mejor noticia llegó cuando la administración de Donald Trump resolvió prestarle 20.000 millones de dólares a Argentina, otro movimiento inesperado, dentro y fuera de Estados Unidos. Girarle dinero a la Argentina de Milei es como enviarle un camión de cerveza a un borracho metido en un plan draconiano para dejar la adicción.
El gobierno de Milei encaró la renovación parlamentaria arrastrando escándalos. El presidente estuvo directamente comprometido en la promoción de una criptomoneda fraudulenta. Su hermana fue acusada por un miembro del gabinete de cobrar comisiones en las compras estatales de medicinas. El primer candidato a diputado de Milei debió renunciar por sus vínculos con un empresario investigado por narcotráfico en Estados Unidos. Y luego está el estilo del presidente, quien insulta democráticamente –llama al kirchnerismo “kukas (por cucarachas) inmundas” y “econochantas” a los analistas críticos de su gobierno–.
Milei asumió a fines de 2023 con un gobierno débil, muy pocos gobernadores y una famélica representación legislativa. Las elecciones parlamentarias mejoraron su margen de maniobra pero Milei carece de mayorías propias y está obligado a negociar la aprobación de sus proyectos. Una oposición fuerte podría haber acabado con el sueño de más autonomía legislativa del presidente, pero la sociedad está más escaldada con la oposición que con los modos autoritarios de Milei. El peronismo carece de un líder unificador y el PRO, la irrupción más moderna de la derecha, entró en la clásica crisis de identidad de los movimientos que se acercan al poder sin decidir si deben mantener su capacidad crítica o plegarse al seguidismo.
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Vivimos en un mundo complicado. Milei llegó a Argentina con un discurso divisivo y revanchista después de casi veinte años de discurso divisivo y revanchista por parte del peronismo. El interregno de Mauricio Macri, un centroderechista moderado, pareciera indicar a medio mundo que, junto con las borracheras económicas frecuentes, Argentina posee una muy itálica pasión por la política hiperbólica y sacude el péndulo de un extremo a otro como si la mesura y la prudencia fuesen un espacio inhabitable.
Es, obviamente, una exageración, aunque, en verdad, estos no son tiempos de tolerancia. El mundo atraviesa uno de esos oscuros periodos de fascinación con el autoritarismo. Diversas encuestas en decenas de países exhiben la creciente insatisfacción con la democracia representativa. Millones de jóvenes –quienes protagonizarán las próximas décadas de la vida social, política y económica– han encontrado en figuras antisistema como Milei una manera de recordarnos que las promesas no se comen ni pagan salarios y que el presente debe ser capaz de echar alguna luz sobre el futuro.
En muchos sentidos, es comprensible esa desproporcionada fascinación social con los líderes autoritarios. Sociedades golpeadas y defraudadas por la dirigencia política trasladan su enojo a las instituciones. Mucha de esa desconfianza está basada en la experiencia, por supuesto, pero también numerosas creencias son exageradas o irreales, como el bulo xenófobo que ve en la migración un fenómeno destructivo. En todo caso, tanto los hechos como la fantasía son capaces de generar cambios políticos reales, pero, el sistema escora en particular cuando grandes segmentos de la sociedad pierden contacto con los hechos y la verdad, un problema que demanda un contacto cercano entre dirigentes y ciudadanos. En esas circunstancias, la mancha de la generalización qualunquista se extiende y los malos dirigentes no se diferencian de los buenos: son políticos, dirán, apestan; que se vayan. La búsqueda de consensos, propia de la democracia, acaba pronto demonizada y las soluciones del sistema, subóptimas, lentas y –supuestamente– para beneficio de las grandes mayorías, son desdeñadas por burocráticas y desacopladas con las demandas. Mejor un líder determinante. Mejor salidas rápidas, así sean por imposición. Y este es el punto: la gente no renuncia a elegir, pero sus elecciones dejan de ser moderadas por algún tiempo. ¿Quién puede señalar con el dedo a quien quiere acabar con todo porque está agotado de esperar?
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Milei encaja como guante en esa nueva era de liderazgos explosivos, personalistas y prepotentes. Hay diferencias entre ellos, sin dudas, pero todos consumen de un menú similar. Fracturan la sociedad polarizando entre un ellos (las élites, la “casta” de Milei) y nosotros (el pueblo, “la gente de bien” de Milei). Vilifican y combaten la disidencia. Apelan a un reinvención del nacionalismo y prometen acabar con corrupciones y malgastos y privilegios mientras hallan enemigos y traidores hasta en la sopa. Se asumen como voces elegidas y, bajo la noción de que poseen un mandato, desguazan instituciones y procuran modificar las leyes para que encajen con una concepción del poder donde el Estado son ellos, los amados líderes. Donald Trump, Nayib Bukele y Milei se inscriben, a grandes rasgos, en esa línea que Recep Tayyip Erdoğan y Viktor Orbán ya llevaron al extremo –la permanencia en el poder de regímenes iliberales–. La troika cubana, Nicolás Maduro y Daniel Ortega son otros ejemplos de líderes autoritarios, pero sus parietales izquierdos no pueden hacer otro cálculo más que el rentismo y sus regímenes son dictaduras que combaten toda forma de liberalismo político y económico. Como en otros proyectos autoritarios, sin embargo, la corrupción campea y los beneficios para los aliados del poder son cuantiosos. Pero, dado que confrontan con el capitalismo, no tienen la misma capacidad de apego ni adaptación a las nuevas lógicas económico-financieras que sí exhiben los autoritarismos de derecha.
Y todo eso sucede con gran, enorme apoyo popular. Y una vez más, es comprensible. En el fondo, nuestras sociedades están batallando con alguna forma de la inseguridad –personal, económica, cultural–. El mundo cambia velozmente, las certezas se desvanecen. Somos bombardeados con la idea de la autorrepresentación en las redes sociales, desdeñamos las intermediaciones y nos volvemos revoltosos, capaces de organizarnos en minutos por WhatsApp para acabar con algo, un maestro que cae en desgracia con la asociación de padres de la escuela o, bueno, un gobierno. Sin duda, el cambio tecnológico es uno de los factores más determinantes en el cambio social. Cada transformación en la capacidad de las sociedades para hacer las cosas ha introducido transformaciones profundas en el contrato social. Internet, las redes sociales y los sistemas de mensajería son sísmicas para aparatos esclerosados como los partidos políticos, los Congresos y las administraciones públicas, todas herramientas y canales de los siglos XVIII y XIX sobrepasados por la dinámica líquida e inorgánica de las interacciones digitales del XXI.
En un proceso de transformación constante es difícil aferrarse a un salvavidas, pues casi todos han sido diseñados para otro estado de cosas. El futuro es turbio cuando el presente no es claro. Los más jóvenes tienen y tendrán dificultades para tener una vida igual o mejor que sus padres. Los más maduros temen a la incerteza de la pérdida de empleo y el regreso a un mundo laboral –deslocalizado, tecnologizado– para el que quizás no estén preparados. Muchos ven el mundo conocido desvanecerse ante sus ojos sintiendo que nadie les presta demasiada atención. El miedo a lo distinto se acrecienta. Los líderes autoritarios aprovechan la incerteza para crear y profundizar los temores. Por la razón y el tema que sea, millones dejan de sentirse seguros.
Antes de Milei Argentina lidiaba con algunas crisis de seguridad, pero, sobre todo, con su revolvente inestabilidad económica. Tras su elección, Milei redujo la inflación, desarmó el Estado y recortando gastos, inversión y subsidios públicos proyectó una sensación de estabilidad reclamada por años. Pero la moneda es inestable, los mercados son volátiles y la sostenibilidad de largo plazo de Argentina sigue dependiendo en buena medida de la asistencia financiera internacional. La elección legislativa de 2025 dio a Milei un respaldo por la negativa: nadie tiene muy claro adónde los llevará un hombre con severos problemas de estabilidad psicológica y una obsesión casi fanática –tanto como leve su lectura– con Menger, Hayek o Rand, pero prefieren arriesgarse a esa ruleta rusa que seguir atados al pasado representado por el populismo peronista y las mismas caras de siempre de la “casta”.
Cuando se ha probado casi todo y nada parece dar resultado en un país lastrado por las crisis, perdidos por perdidos, los votantes bien pueden patear la democracia al quinto agujero del mundo. El canje de seguridad por derechos parece una compensación aceptable hoy. Todo individuo necesita estabilidad para desarrollar su potencial y, es cierto, los derechos que no pueden realizarse acaban en letra muerta, pero las apuestas a todo o nada tienen costos, en ocasiones invisibles a corto plazo.
La estabilidad macroeconómica de Milei, por ejemplo, no es gratuita. Por supuesto, es mejor que el galope cardíaco de las hiperinflaciones, pero es un equilibrio caro. Quienes tienen acceso a dólares en buen volumen –exportadores e importadores, las clases medias y altas, por ejemplo– atraviesan mejor esta, digamos, nueva pausa entre dos crisis. Pero quien depende de pesos para vivir –empleados del mercado doméstico, millones de personas en la economía informal, los jubilados y pensionados– carga una piedra en la espalda. Vivir en Argentina es costoso, porque el valor de los productos y servicios es de nivel internacional mientras que los ingresos son tercermundistas. Una compra de supermercado cuesta casi lo mismo en Buenos Aires, Rosario o Córdoba que en Madrid, pero una familia argentina gana menos de un tercio que una española. En 2024, por ejemplo, mientras la economía rebotaba por encima del 5%, los ingresos reales de las familias cayeron un 6%.
El truco funciona, por ahora. Hay un cierto orgullo entre los argentinos por su resiliencia, probada en decenas de desastres económicos recurrentes. Pero la resiliencia da energía para la supervivencia, para acomodarse a otra degradación económica y a un posterior rebote de crecimiento a corto plazo que se desmorona o es marginal a largo. Por seguir con la analogía, la supervivencia no desarrolla músculo para una vida sana, buena, digna. El gran dilema argentino sigue siendo saber si es capaz de mantener la calma por largo tiempo, esta vez bajo la dirección de un tipo desaforado, inflamable y dado al estallido.