Foto: Lizzy Shaanan via PikiWiki - Israel free image collection project.

Snuff mercadotécnico

Las imágenes que capturó y difundió Hamás durante y después de los ataques del 7 de octubre a Israel tenían un fin claro: sembrar el terror en tiempo real y extenderlo a la posteridad.
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Es poco probable que cuando Dorothea Lange fotografió a Florence Owens Thompson con sus hijas en 1936 se hubiera imaginado que una de esas imágenes se convertiría en el símbolo inequívoco de la Gran Depresión. “Migrant mother” es sin duda el ícono representativo de una época y lugar. La fotógrafa no se hizo millonaria con la imagen, ya que trabajaba para la Resettlement Administration, más tarde sustituida por la Farm Security Administration. La mujer fotografiada y sus tres hijas tampoco obtuvieron beneficio alguno de la extensa difusión de la imagen al paso de los años.

La fotografía en blanco y negro nos muestra a una mujer preocupada, cansada, con una bebé en su regazo y dos niñas encaramadas a ambos lados, pegadas a sus hombros. Las niñas le dan la espalda a la fotógrafa, dejando ver tan solo su cabello y el cuello sucio de cada una. Madre e hijas visten ropas raídas. La madre mira más allá de la cámara y su gesto pensativo hace el retrato aún más lúgubre. Esta foto es la última de una serie de tomas que Lange hizo hasta lograr la composición buscada. Su intención era mostrar el pesar y las dificultades de esta familia y se esmeró en trabajar con sus sujetos para lograr la composición que mejor lo transmitiera.

Casi un siglo después, una imagen similar se nos ha grabado en la retina durante los últimos meses. La foto reciente es en color y el hecho de que los dos niños en la imagen sean pelirrojos la hace más memorable. La foto de Shiri Bibas y sus dos hijos –Ariel, de cuatro años, y Kfir, de menos de uno– se ha convertido en paradigma del horror ocasionado por la crueldad del terrorismo. En este caso, no hubo cooperación de los sujetos para la toma. Observamos a una mujer con un semblante despavorido, cargando a sus dos hijos en brazos, de quienes vemos poco más que su cabello encendido. La imagen del siglo pasado refleja angustia y desesperanza; la de hoy muestra también angustia, pero potencializada por el pánico. Cada una, desgraciadamente, es representativa de su época y es muy probable que la imagen de la familia Bibas continúe siendo, también en el futuro, lo que ya es hoy: el símbolo del sufrimiento de los rehenes capturados el 7 de octubre en Israel y sus familiares.

Dorothea Lange tuvo tiempo de hablar con sus personajes y tomar varias imágenes hasta lograr una composición que la dejara satisfecha. Hoy se sabe que Florence Owens Thompson y sus hijas Norma, Katherine y Ruby tuvieron existencias más o menos largas, es decir que, de una u otra manera su vida aconteció. En el caso de Shiri, Ariel y Kfir desconocemos el desenlace; ni siquiera sabemos si están vivos. Su fotografía es un instante detenido, un cuadro en un video disparado en sincronía con el acto de crueldad del que fueron víctimas o, mejor dicho, como parte de este.

En su libro Sobre la fotografía, publicado en 1973, Susan Sontag habla de la participación que implica el acto de observar detrás de una cámara y disparar: “Aunque sea incompatible con la intervención física, el empleo de la cámara sigue siendo un modo de participación. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva.”

(( “Susan Sontag, Sobre la fotografía, Traducción de Carlos Gardini revisada por Aurelio Major, Alfaguara, 2006, p. 27. ))

En la década de los setenta del siglo pasado, cuando Sontag escribió lo anterior, los crímenes de los nazis eran vistos como una excepción de la historia y, en general, permeaba lo que hoy consideraríamos ingenuidad ante la capacidad de crueldad del ser humano. Sin embargo, al reflexionar sobre el acto de fotografiar, ella entendía bien el poder de lo visual para cautivar a un público y la paradoja de responsabilidad que ello implicaba. Continúa: “Hacer una fotografía es tener interés en las cosas tal como están, en un statu quo inmutable”.

{{ Ibid., p. 28. }}

En otras palabras, para presumir el trofeo a la mejor fotografía que muestre el sufrimiento, es necesario que la adversidad ocurra y permanezca lo suficiente para capturarla de la mejor manera.

Georges Bataille definía la perversión sexual como aquello que escapa de la norma y cuyos participantes requieren de testigos para desenvolverse plenamente en ella. Durante el ataque a la población civil del sur de Israel el 7 de octubre, los terroristas de Hamás estaban equipados con cámaras corporales como un elemento clave para desenvolverse plenamente en sus actos de crueldad extrema. Su perversión fue tanto sexual como homicida y sus cámaras les confirieron aún más poder, funcionaron como una especie de droga de la trascendencia.

La intención de quienes planearon los ataques fue clara: la agresión no se limitaría a lo presente y a lo físico, sino que pasaría a la posteridad y al ámbito psicológico. Es decir, una perversión cuyo objetivo es enaltecer y sublimar la maldad. Los terroristas dispararon por igual y simultáneamente con sus armas, sus cámaras y sus órganos sexuales, anulando la distancia entre fotógrafo y fotografiada. Borraron por completo los límites de la metáfora para hacer del disparo una realidad comprobable o, para decirlo de nuevo con las palabras de Sontag, para mostrar ya no “una interpretación de lo real; también […] un vestigio, un rastro directo de lo real, como una huella o una máscara mortuoria”.

(( Ibid., p. 216. ))

Emmanuel Levinas consideraba al arte visual figurativo como una entidad que arroja una sombra sobre el objeto representado, sustituyéndolo. En su introducción al libro de Levinas Sobre Maurice Blanchot, José M. Cuesta lo explica: “Para Levinas la realidad no sería sólo lo que es, lo que se desvela de ella en la verdad, sino también su doble, su sombra, su imagen. Y las imágenes, lejos de reducirse a un sucedáneo o a una semejanza lábil y evanescente respecto de la realidad, pertenecen a la consistencia y sustancialidad de lo real. Una realidad cuyo semblante muestra su propia alegoría, y una alegoría cuyas imágenes representan lo que en el objeto mismo es ya desdoblamiento.”

(( Emmanuel Levinas, Sobre Maurice Blanchot, edición de José M. Cuesta Abad, Trotta, Madrid, 2000, p. 13. ))

En esta era de Photoshop, Instagram e inteligencia artificial, lo anterior es más cierto que nunca. No solo la verdad está oculta y vampirizada por las imágenes manipuladas; la inteligencia humana parecería estar en proceso de desaparición para dejarse colonizar de forma voluntaria por la tecnología.

En las semanas posteriores al ataque terrorista de Hamás, los retratos de los rehenes cuando eran libres, en especial aquellos que no han regresado, se han convertido en la única “realidad” asequible, en el único método para recordarlos y alimentar la esperanza de que aún estén vivos. Las fotografías los han sustituido a falta de su presencia física y rápidamente nos hemos acostumbrado a ello. Sus caras se han vuelto famosas y reconocibles. En parte porque es la única manera de llenar el espacio de su ausencia sin perder la esperanza de su regreso, pero también porque la otra alternativa es sustituirlos con las otras imágenes disponibles: las de la perversión grabada por los victimarios.

El ataque a las Torres Gemelas por Al Qaeda en 2001 fue planeado de manera que el mundo entero viera el choque del segundo avión en vivo. Los terroristas de Hamás superaron con creces lo aprendido de sus pares sobre mercadotecnia visual y llevaron su acto a un nivel nunca antes visto, cautivando a su público con una nueva estética: una serie ubicua de películas snuff que muestran el sufrimiento de las personas desde la proximidad de quien lo inflige, difundidas en tiempo real en las redes sociales de sus víctimas. Sus representaciones –que ya no lo son porque pasaron a sustituir a los sujetos mismos, muertos o desaparecidos– no son edificios en llamas o derrumbados, sino personas vistas de cerca mientras se les tortura, secuestra y asesina. Así propagaron la violencia como bomba nuclear no solo a nivel físico, sino también psicológico. Sus imágenes, además de testimonio del crimen, manipulación, propaganda y terror, sustituyen al ser y violan la memoria. Los familiares que llegaron a ver las fotos y videos de sus familiares martirizados nunca podrán borrar esas imágenes de sus mentes.

Más de cien días después del ataque es imposible saber quiénes entre los rehenes aún viven y quiénes ha muerto, pero las imágenes de sus vidas anteriores, que por ahora los simbolizan, son lo único a lo que sus familiares pueden asirse. De cualquier forma, el gesto de horror en la cara de Shiri Bibas, con sus dos hijos en brazos, seguirá siendo la definición icónica de estos aciagos tiempos. ~

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es autora de la novela Triple crónica de un nombre (Lectorum, FCEC, 2003), que obtuvo mención honorífica en el Premio Juan Rulfo para Primera Novela 2002, y del ensayo Sobre Paul Auster: Autoría, distopía y textualidad (Lectorum, 2012), así como de obras de ensayo, narrativa breve y teoría literaria publicadas en coautoría.


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