Manuel Valls y la traición de las élites

El fervor inicial que produjo la candidatura del ex primer ministro francés ha dado paso a una indiferencia. La burguesía barcelonesa se lamentará tras las municipales de haber dejado la ciudad en manos del independentismo, declarado o no.
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La resaca de las elecciones generales del 28 de abril, los movimientos del socialista Pedro Sánchez para ligar con Podemos y nacionalistas una mayoría suficiente que le garantice la gobernabilidad durante al menos dos años, y la pugna entre Pablo Casado (PP) y Albert Rivera (Cs) por el liderazgo del centro derecha en un 26-M que ven como una suerte de segunda vuelta (entre un apagón mediático sobre Vox que ha pasado en pocos días de representar en la mayoría de medios españoles el advenimiento del apocalipsis fascista a mera anécdota primaveral), están oscureciendo una cita electoral decisiva para el futuro inmediato de España: la batalla por la alcaldía de Barcelona. De nuevo Cataluña.

Estas no son solo unas elecciones municipales ordinarias donde se dirime la continuidad o el relevo de la actual alcaldesa de la izquierda populista, Ada Colau, cuya pésima gestión puede acabar no pasándole factura, añadiendo nuevas dosis de surrealismo suicida a la política catalana. Son sobre todo el primer escenario de un nuevo embate del independentismo para hacerse con el control de Barcelona y relanzar su jaque al Estado cuando se aclare la lucha entre Oriol Junqueras y Carles Puigdemont por el control del secesionista político y el ganador resultante encuentre el momento adecuado –¿después de la sentencia del proceso? ¿cuando la situación económica empeore?…– para no fallar el disparo como en otoño de 2017.

Solo hay que escuchar los discursos del presidente vicario de la Generalitat, Quim Torra, o de los procesados y testigos en el Tribunal Supremo para comprobar que en el nacionalismo catalán no hay ni una pizca de contrición, ni un gramo de sentimiento de culpa, ni un atisbo de reflexión sobre la realidad de una sociedad catalana dividida en dos partes irreconciliables. Ni un gesto de rectificación, ni una palabra para el reencuentro.

El movimiento estratégico de los separatistas en la nueva cita con las urnas parece evidente, también la ceguera (casi eterna en esta cuestión) de las clases dirigentes españolas (englobo aquí a las barcelonesas) que siguen sin reaccionar pese a la acumulación de signos preocupantes en los últimos días: el 28-A por primera vez se impuso en Cataluña en unas elecciones generales un partido independentista, en este caso ERC, y Cataluña tendrá en el Congreso más diputados que abogan por la ruptura con el Estado –22– de los que defienden el orden constitucional –18–. El veto de ERC y JxCat a la elección del líder del PSC, Miquel Iceta, a presidir el Senado es también un síntoma elocuente.

El independentismo toma la Cámara de Comercio

Seguramente, empero, es aún más preocupante el asalto independentista que se ha producido a la Cámara de Comercio de Barcelona, con una victoria del independentismo articulado en torno a la Asamblea Nacional Catalana, que supo organizarse y aprovechar la habitual baja participación en estas elecciones, en esta ocasión solo un 4%. Su victoria ha acaparado portadas de la prensa catalana –algunas alarmadas, otras complacientes– y ha dejado descolocado a un empresariado catalán que ha sido incapaz de frenar una clara operación de entrismo en una de las entidades que controlaba a su antojo y que descubre, demasiado tarde, siempre demasiado tarde en ellos, que el proceso independentista es una operación que busca también apartarle de las salas de mando.

Como en tantas ocasiones en los últimos años (les pasó con la victoria de Ada Colau, una joven activista de la izquierda asamblearia y, cuando concurrió por primera vez, conocida por su participación en tertulias televisivas), las élites barcelonesas se han desentendido primero, ya fuera por desidia, por comodidad, o cierto pudor estético preñado de soberbia, para después, y vistos los resultados, echarse las manos a la cabeza y construir su habitual muro de las lamentaciones. Una actitud fin de estirpe que se parece mucho a la que mantiene el Madrid político y económico respecto a lo que sucede en Cataluña, desmintiendo eso del hecho diferencial, al menos entre el barrio de Salamanca y el de Pedralbes.

La victoria independentista en la Cámara de Comercio puede ser solo la antesala de lo que está por llegar en el gobierno de la ciudad con las elecciones del 26-M. Barcelona ha sido siempre capital en los planes secesionistas, su “cap i casal”. El proceso separatista, planeado durante décadas con esmero en laboratorios nacionalistas, obsesión inquebrantable y millones de dinero público, no se explica sin el asalto del nacionalismo conservador al ayuntamiento de Barcelona en julio de 2011. El derrumbamiento del PSC, tantas décadas al frente del consistorio, supuso mucho más que un cambio de régimen. Fue una victoria cultural sobre esa ciudad que había sido contrapunto cosmopolita, mestiza, algo pija y canalla a un nacionalismo catalán que, dopado con el dinero de todos por la Generalitat, se hacía fuerte en la Cataluña interior (“la Cataluña catalana”), los centros educativos y universitarios, amén de los medios de comunicación. Barcelona y sus clases medias y dirigentes se sentían casi un distrito federal, un sentimiento que tuvo su clímax con los Juegos Olímpicos de 1992 y que con el paso de los años el pujolismo, y la torpeza del PSC al llegar al gobierno de la Generalitat y aliarse con ERC, fue limando hasta hoy, cuando apenas ese “orgullo de Barcelona” tiene categoría de leyenda urbana.

Barcelona, la ciudad a conquistar

Caídos en 2011 los muros que protegían la vieja Barcino, Convergencia i Unió, el artilugio ya desaparecido por la corrupción y los sueños mesiánicos de Mas, que Jordi Pujol construyó, no tardó, de la mano Xavier Trias, en poner la ciudad al servicio de la causa independentista, transformado sus calles y avenidas en escenario de lujo para las grandes manifestaciones independentistas, que contaron con la ayuda del ayuntamiento y la Generalitat en su organización, desarrollo, coreografía y promoción, consiguiendo un gran impacto mediático y psicológico, y esa sensación de superioridad independentista que animó a Mas y a Carles Puigdemot a lanzarse por la senda unilateral sin calibrar sus fuerzas ni prever las consecuencias del golpe.

Después de cuatro años de un errático mandato de Colau, que asumió la alcaldía prometiendo apartarla de la agenda nacionalista pero, ya sea por convicción o intereses estratégicos, en los momentos clave, como el referéndum ilegal del 1-O, siempre se posicionó junto a las tesis separatistas, ahora en las elecciones del 26 de mayo emerge como favorito el dirigente de Esquerra Republicana Ernest Maragall, uno de esos tantos veteranos del PSC de su hermano Pasqual –que abrió la caja de Pandora territorial impulsando un nuevo Estatut que nadie pedía en ese momento– que al perder el abrigo institucional y el sueldo a cargo del erario público abrazaron la causa independentista con entusiasmos adolescente.

Maragall encarna las posiciones más radicales en el espacio independentista –ha afirmado que la autodeterminación del pueblo catalán es un “derecho preexistente– y quiere someter a la ciudad a sus tesis y necesidades tácticas. Con Barcelona de nuevo en sus manos el proceso secesionista tomará impulso, desmintiendo el relato buenista de “distensión y diálogo” que están escribiendo desde la Moncloa. Una estrategia que no es tan diferente al “laissez-faire, laissez-passer” de Mariano Rajoy con el independentismo y que tan caro le (nos) acabó costando.

Más dramático resulta el auge de Maragall cuando se ve que enfrente, según todos los sondeos, solo tiene a Colau, que pelearía por la victoria pese al malestar que su gestión suscita en amplios sectores económicos y comerciales de la ciudad; detrás está el socialista Joaquim Collboni, que se ha visto relanzado por el efecto contagio de la victoria de Pedro Sánchez el 28-A, y ya muy descolgado el político francocatalán Manuel Valls.

Valls, de favorito a intruso

El ex primer ministro francés ha pasado de ser el favorito, cuando presentó su candidatura con un fuerte eco mediático, a ser un outsider, casi la comidilla de una ciudad que suele descargar sus complejos con el caído. Valls fue recibido por una parte importante de la élite barcelonesa, muy preocupada por las consecuencias económicas del proceso independentista y la gestión de Colau en la ciudad, con aplausos y vítores, invitándole a intentar crear una candidatura transversal constitucionalista con PSC y PP con el objetivo de recuperar los años de vino y rosas de la Barcelona de Pasqual Maragall. Un sueño recurrente. Durante el verano y el otoño de 2018 era habitual en la capital catalana escuchar a empresarios, abogados, comerciantes, periodistas, arquitectos alardear con media sonrisa de complicidad de que habían tenido la oportunidad de comer o cenar con el candidato, de explicarle su visión de lo que ocurría en la ciudad, recomendarle recetas y soluciones…

Ese fervor inicial con la irrupción del político francocatalán –sus rivales le tacharon rápidamente el candidato de las élites, él reivindicó ese papel porque, dijo, sin élites no se construye una ciudad– se quedó en dulces palabras y golpecitos en la espalda después de cenas en alguna mansión de la zona alta de la ciudad, y poco más. Muy pocos fueron los que movieron un dedo para propiciar esa gran candidatura constitucionalista.

A medida que se fueron acercando las elecciones, y la presencia de Valls en Barcelona dejó de ser una novedad (no gustó entre las clases dirigentes la “altivez” del ex primer ministro francés, que no fuera “más amable” y atento a sus consejos y reclamaciones), la soledad del francocatalán se hizo más evidente, y tuvo que aceptar el generoso amparo de Ciudadanos –la formación renunció por él a presentarse con sus siglas– que al principio desdeñó con cierta soberbia. Pese a la experiencia que atesora tras su dilatada carrera política en Francia, Valls pecó de ingenuo, se creyó demasiadas promesas, y, como me señaló en su día un viejo cronista de izquierdas, hoy en el punto de mira independentista, no supo ver “en el avispero donde se metía”. Ahora, aunque demasiado tarde, ya no tiene ninguna duda.

El descalabro en las urnas del ex primer ministro francés el 26 de mayo parece probable, también la lamentación casi inmediata de buena parte de la burguesía barcelonesa que sigue acumulando derrotas e impotencia.

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Iñaki Ellakuría es periodista en La Vanguardia y coautor de Alternativa naranja: Ciudadanos a la conquista de España (Debate, 2015).


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