Gustavo Petro, presidente de Colombia, se ha propuesto reactivar la integración regional de los países latinoamericanos con la Comunidad Andina de Naciones, deseo acorde con una de sus promesas como candidato: hacer valer el artículo 9 de la Constitución vigente de 1991. Este establece que “la política exterior de Colombia se orientará hacia la integración latinoamericana y del Caribe”. La pregunta es si efectivamente este objetivo es alcanzable en el contexto actual de la región, en especial la situación económica, la existencia de regímenes no democráticos y la grave situación de la vecina Venezuela. ¿Está preparada Colombia para estos desafíos?
Para Petro es clave la alineación de Colombia con México, Argentina, Chile y Brasil, los gobiernos de la llamada izquierda democrática. La meta es constituir un eje calificado de progresista y latinoamericanista, afianzado en planes de desarrollo social. Sin embargo, la pandemia de covid reveló una América fragmentada y sin un proyecto convergente regional. La integración económica luce improbable, por no decir imposible, en el actual estado de desigualdad y asimetría entre países, en especial entre Colombia y Venezuela, que alguna vez fueron economías complementarias. No hay un frente común de los gobiernos de la región ni una política exterior concertada en relación con otros países del norte de América, con la Unión Europea y con China; si bien la relación comercial entre Colombia y el país asiático es importante, se avanza en acuerdos bilaterales, no regionales.
Llama la atención el cambio de la tradicional estrategia de Estado adoptada por los sucesivos gobiernos colombianos con los países no democráticos. Parece más una retórica populista de fraternidad e inclusión que una política de Estado coherente y consecuente con el mandato constitucional de 1991. Aunque el gobierno de Petro ha insistido en su apoyo a la democracia liberal sus acciones lucen inconsistentes. Así se puso en evidencia con el Foro de las Américas organizado en octubre de 2022 por el gobierno de los Estados Unidos. Colombia abogó porque Cuba, Nicaragua y Venezuela estuvieran presentes, como si no pasara nada en esos países y sus gobiernos fueran democráticos y respetuosos del Estado de derecho. Además, la cancillería insiste en el reingreso de Venezuela y de Nicaragua a la Organización de Estados Americanos (OEA) y a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos. ¿Qué se desprende de estas acciones? ¿Se considera democráticos a estos gobiernos? ¿La política de la OEA debería ser la misma de Naciones Unidas y no exigir credenciales democráticas a sus miembros?
Pero en ningún otro terreno de la política exterior es más evidente la contradicción entre las intenciones y la práctica que en la normalización de las relaciones con Venezuela, una promesa de campaña obligada por el éxodo hacia Colombia de naturales de ese país. Una acción especialmente llamativa es haber aceptado que las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se produjeran, al menos en una primera fase, en suelo venezolano. El grupo guerrillero controla parte del territorio, con la complacencia del gobierno de facto de Nicolás Maduro. ¿Qué pretende entonces Colombia? Como apuntara Raquel López-Portillo: “Retomar el diálogo puede iniciar un largo camino hacia una solución conjunta que permita poner un alto a la violencia, apostar por una migración ordenada y renovar lazos comerciales”. Tiene razón López-Portillo: se trata de un muy largo camino, dada la magnitud de los problemas entre ambas naciones.
Como es de dominio público, la frontera ha sido tomada por grupos armados irregulares y criminales. El Ejército de Liberación Nacional (ELN), las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y la llamada Nueva Marquetalia están vinculadas con carteles del crimen organizado transnacional y del narcotráfico, en concreto con los mexicanos de Sinaloa y del Golfo. Hay que sumar las bandas de delincuentes venezolanos del hampa común que controlan el paso y cobran “peajes” a la gente que atraviesa a pie las trochas de un lado a otro, dado que la mayoría de los puentes que unen ambos países en la frontera se han mantenido cerrados. Es una situación peligrosa para Colombia, que requiere de políticas de seguridad que pueden comprometer los esfuerzos orientados a la pacificación del país en los últimos años.
Colombia y Venezuela han intercambiado embajadores, pero lo más complicado es restablecer los consulados de Colombia en territorio venezolano, otro esfuerzo grande por hacer y a un costo muy alto. Más de dos millones de colombianos han quedado desprotegidos y de los quince consulados que hubo no queda sino el de Caracas, situación similar a la de los migrantes venezolanos que no cuentan con representación diplomática en Colombia.
Por otra parte, la crisis humanitaria compleja, que ha propiciado un flujo migratorio de venezolanos hacia Colombia, fuerza al gobierno de Petro a preservar algunas de las medidas tomadas por el gobierno de Juan Manuel Santos, profundizadas durante el gobierno de Iván Duque. Un ejemplo es el Permiso Especial de Permanencia, otorgado a los inmigrantes para asegurarles atención médica de urgencia, apoyo para que las mujeres embarazadas de bajos recursos tengan a sus niños de manera sanitariamente segura, educación a todos los menores venezolanos y un status de empleo con salario no menor al mínimo para los trabajadores.
Aunque el costo político y económico de estas medidas, que responden a la definición constitucional de Colombia como un Estado Social de Derecho, podría ser una posible amenaza para la popularidad del presidente, su consigna de una “Colombia humana” entraría en contradicción si no resuelve constructivamente esta urgencia migratoria. Organismos multilaterales y gobiernos de los países más afectados habían establecido soluciones compartidas y apoyo financiero internacional para la crisis por la migración masiva; lamentablemente, el gobierno de Petro no ha activado tal estrategia.
En el área de comercio e inversiones, es utópico pensar en el rescate del vigor de la economía venezolana a corto plazo porque el aparato productivo está desbaratado, muchas empresas quebradas, expropiadas o intervenidas y el suministro interno depende en gran medida de las importaciones. En 1998 Venezuela tenía 12,200 industrias activas y Colombia algo menos de 10,000. Al finalizar 2022 en Venezuela quedan apenas un poco más de 2,800 industrias, con una capacidad ociosa mayor al 60%, según Conindustria; en Colombia hay más de 30,000. Los empresarios colombianos enfrentan un problema real respecto a Venezuela y es el pago que se les adeuda de sus exportaciones al país vecino, que está todavía por definir; a este inconveniente hay que sumar que sin compromisos serios de los gobiernos para restablecer la seguridad en la frontera será bien difícil impulsar el comercio formal.
Sobran razones para el escepticismo respecto a una exitosa integración regional porque en la política exterior de Colombia no hay suficiente claridad sobre la hoja de ruta ni los pasos concretos a seguir. Los cambios habidos hasta ahora siguen la senda del mayor defecto de la política exterior latinoamericana de este siglo, caracterizada por actuaciones espasmódicas producto de los vaivenes políticos regionales. En particular, otra de las promesas de Petro como candidato ha sido incumplida: la despolitización del servicio diplomático. Solo tres de los doce embajadores nombrados en países latinoamericanos son de carrera. Un excesivo número de nombramientos responde al pago de favores políticos, ayudas a personas cercanas al presidente y cuotas de poder previamente pactadas.
Desde luego, Petro tiene todavía tiempo para rectificar y para tomar decisiones que le permitan profesionalizar la diplomacia colombiana y convertirla en instrumento del Estado y no de una parcialidad política. Siempre y cuando priven los intereses superiores de Colombia en el contexto de un mundo global y no las exigencias ideológicas, las iniciativas regionales bajo su liderazgo podrían traer importantes beneficios comerciales, económicos y sociales para el país y fortalecerían un equilibrio regional a favor de las democracias. ~
Marta De La Vega. Investigadora de Filosofía y profesora titular de las universidades Simón Bolívar y Católica Andrés Bello, en Caracas. Reside en Bogotá. Entre sus libros destaca Modernización y democracia en América Latina desde la perspectiva de la "razón comunicativa" de Habermas (2014).