La separación de padres, madres, hijas e hijos en la frontera México-Estados Unidos a partir de la política de tolerancia cero de la administración Trump, anunciada a principios de mayo, ha generado un rechazo generalizado dentro de Estados Unidos, en México, Centroamérica y en el resto del mundo. Esta nueva “crisis” se suma a un contexto de endurecimiento de las políticas migratorias en los países del norte en la última década, frente al aumento del número de refugiados y solicitantes de asilo. Estos momentos movilizan a la sociedad y exigen respuestas inmediatas –sobre todo cuando hay menores de edad involucrados— pero también corren el peligro de quedarse ahí, de que el agotamiento de la movilización sobrepase a la indignación, o de que los pequeños logros—como el hecho de que Trump suspendiera estas medidas— se consideren suficientes.
En este caso, suspender la política de tolerancia cero significa volver al statu quo en el que millones de familias ya permanecen meses en condiciones deplorables dentro de centros de detención, sujetos a deportación, sin representación legal adecuada y en muchos casos, separados de sus hijos. Quedan además los cerca de 2,000 niños que ya fueron separados de sus padres y que las agencias gubernamentales no han podido localizar y los otros miles que desde hace años viven separados de padres y madres deportados. Estas semanas hemos visto a niños durmiendo en una especie de jaulas, preguntando por sus padres entre sollozos. Y hoy sabemos que el sufrimiento de los padres ante el limbo insoportable de no saber en dónde están sus hijos ni cuándo los van a volver a ver ha llegado a provocar suicidios. Se trata de los casos extremos de prácticas cotidianas de detención y separación familiar que han existido durante años y continuarán bajo este sistema, pero que cuando no son tan visibles se vuelven aceptables.
Frente a la crisis de migrantes en Europa, el grupo de académicos New Keywords Collective hizo un llamado a interrogar el término “crisis” y sus implicaciones políticas: ¿a qué estamos llamando crisis? ¿de quién es la crisis? ¿y quien gana y quien pierde al llamarla una crisis? Sin dejar de lado lo delicado del momento que estamos viviendo frente al endurecimiento de las políticas de Estados Unidos y sus consecuencias sociales, políticas y psicológicas para quienes están directamente afectados y para la sociedad en su conjunto, el argumento es que el contexto de una crisis como esta, enfocada solo en la emergencia y la solución inmediata, fácilmente puede perder de vista la necesidad de un trabajo constante y profundo para enfrentar sus causas y sus consecuencias. En el caso estadounidense en particular, el tema de fondo es que la separación familiar lleva décadas ocurriendo y no solo sufren los niños que hoy están bajo la custodia de un desconocido o viviendo en centros de detención. Sufren también los padres que desde el inicio de las políticas de deportación de George W. Bush y Barack Obama hace más de una década tuvieron que tomar la imposible decisión de dejar a sus hijos en Estados Unidos para que pudieran continuar su educación y tener una mejor vida, y las madres que tuvieron que dejar a sus hijos en sus países de origen con la idea de que sus remesas les dieran una mejor vida; pero una vida separados. Esta práctica impacta a los niños, también impacta psicológicamente a las madres y padres y trae consigo las conocidas consecuencias en la ruptura de las estructuras familiares y comunitarias, sea en el país de origen o de destino.
La comunidad internacional ha reprobado estas acciones. El Alto Comisionado para las Naciones Unidas calificó las políticas como inadmisibles, y el gobierno mexicano se sumó a estas declaraciones, describiendo las acciones de Estados Unidos como inhumanas y crueles. Los candidatos a la presidencia igualmente manifestaron su rechazo y otra vez se comprometieron a defender los derechos de los migrantes mexicanos, ser firmes ante el gobierno de Trump, y referirse a mecanismos multilaterales para combatir estas acciones (al tiempo que la administración Trump anunciaba su salida del Consejo de Derechos Humanos de la ONU). Lo que la “crisis” no ha logrado generar es un debate público sobre la responsabilidad de México frente a los refugiados y solicitantes de asilo que cruzan nuestro país para llegar a Estados Unidos. La crisis profunda que vemos reflejada en la situación de las familias separadas hoy es la de un sistema migratorio que limita el derecho a la movilidad y violenta los derechos de las personas. Las declaraciones de Videgaray insisten en que el número de mexicanos afectados por actual situación de separaciones familiar es mínimo, como si el hecho de que la mayoría son centroamericanos nos deslindara de responsabilidad. Este sería un momento clave para reconocer las limitaciones de nuestra propia política de asilo. En su crónica “Los que iban a morir se acumulan en México”, Oscar Martínez demuestra la urgencia de ampliar y mejorar los procesos para los solicitantes de asilo en México: “Este año [2017], por primera vez en el siglo, se calcula que México alcanzará una cifra de cinco dígitos en peticiones de refugio: 20,000 personas, casi todas del norte de Centroamérica, pedirán este año acogida para no morir.” Pero los procesos son lentos y complicados (cerca del 60% de las solicitudes no han sido atendidas por la COMAR) y muchos solicitantes de asilo que viven en condiciones precarias en albergues mientras esperan resolución del caso se dan por vencidos. Y eso casi siempre implica ver hacia el norte y volver a asumir los riesgos de ese viaje—las extorsiones y secuestros en México, la muerte en el desierto, o un proceso de deportación que divide a la familia.
Hace un año ya, Democracia Deliberada proponía que una política alternativa y un símbolo poderoso frente al discurso y las medidas anti-inmigrantes de Trump sería que México articulara una política de refugio coherente con nuestra historia y nuestros principios. ¿Por qué no recibir a los refugiados que son rechazados en Estados Unidos, ofrecer asilo a los que están en tránsito y fortalecer nuestra estructura institucional para dar el apoyo necesario, como lo han propuesto ya el IMUMI, Sin Fronteras y el Grupo de Trabajo sobre Política Migratoria? ¿Por qué no, en lugar de quedarnos en un discurso que reprueba las acciones de Estados Unidos, evaluar los efectos de las políticas de deportación mexicanas en la frontera sur, la falta de apoyo a quienes cruzan por nuestro territorio—sin considerar su edad, género o la circunstancia de la que huyen? ¿Por qué no enfocarse en la necesidad de atender las causas del éxodo, tanto en Centroamérica como en México, así como la importancia de apoyar a las personas que regresan a sus países de origen de manera forzada o voluntaria, tomando en cuenta que en la mayoría de los casos esto implica la separación familiar, sea temporal o permanente?
La solidaridad que hoy expresan miles de ciudadanas requiere de un compromiso sostenido, persistente, continuo, más allá del momento de crisis que nos lleva a protestar, a reconocer el trabajo de las organizaciones que llevan años acompañando a estas personas y luchando por cambiar leyes y políticas, a donar, o a compartir información en redes sociales. Es necesario movilizar esa empatía que genera la situación de los niños para solidarizarnos también con sus madres y padres, con todos los migrantes y no solo los refugiados, y no perder de vista las soluciones de largo plazo. Porque cuando los niños salgan de esas jaulas, de las bodegas de Wal-mart, cuando se apaguen los monitores y cuando dejemos de ver todos los mensajes en nuestras redes sociales, estas políticas migratorias y sus consecuencias continúan. Si nombramos este momento como una crisis, que sea con el propósito de repensar y transformar el sistema migratorio actual, empezando por nuestro país.
es profesora de estudios globales en The New School en Nueva York. Su trabajo se enfoca en las políticas migratorias de México y Estados Unidos.