Nadie sabía el paradero de Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa, pasadas las diez de la mañana del 19 de agosto. Por las alertas de noticias se colaron algunos detalles. La policía bajo órdenes de Daniel Ortega había asaltado la curia episcopal de Matagalpa, donde el obispo, cinco sacerdotes, dos seminaristas y un camarógrafo se encontraban encerrados por la fuerza desde hacía 15 días, sitiados por la Dirección de Operaciones Especiales de la Policía Nacional de Nicaragua, encargada de arrestar a delincuentes peligrosos, entre ellos connotados narcotraficantes o terroristas.
A 31 kilómetros de la misma diócesis en el mismo norte de Nicaragua, la comunidad de Ciudad Darío supo del secuestro del obispo cuando las campanas tañeron a las tres de la mañana. La gente se lanzó a las calles afuera de la parroquia de Santa Lucía para resguardar a su sacerdote, Vicente Martínez, asediado por las autoridades policiales desde el 16 de agosto, cuando llegaron a buscarlo también en la madrugada.
Crítico del régimen como Rolando Álvarez, durante años Martínez ha sufrido el hostigamiento de las autoridades que se proclaman en sus discursos como “cristianos, socialistas y solidarios”, pero que en la práctica guardan rencor a los religiosos por sus denuncias de los abusos de derechos humanos y el descarrilamiento institucional que ha permitido a Daniel Ortega mantenerse en el poder durante los últimos 15 años.
El vicario de la iglesia de Santa Lucía, el padre Sebastián López, mantuvo el templo cerrado aquel 16 de agosto para evitar problemas. Ofició una misa desde el atrio de la iglesia con la policía en una esquina cercana, mientras los fieles se arremolinaban detrás del muro perimetral y hacían un enorme esfuerzo para comulgar en un país con miedo. La foto recorrió el mundo, tanto como lo hizo otra el 4 de agosto: la del obispo Rolando Álvarez intentando repeler con un crucifijo a la policía, al inicio de su calvario.
En Confidencial Radio, un equipo integrado por periodistas desde el exilio, preparábamos en Costa Rica la edición del viernes 19 con muchas preguntas y pocas respuestas. Casi al final del programa de una hora, la colega Cindy Regidor leyó un comunicado de la policía recién publicado, que explicaba que a Álvarez lo mantenían bajo “resguardo domiciliar” en Managua, una manera pomposa de decir que seguiría arrestado ilegalmente. El resto de sus acompañantes fueron enviados a hacer “diligencias” a la cárcel de El Chipote, denunciada como un sitio de torturas para los presos políticos, que se cuentan en 190 al mes de agosto.
Según la nota de prensa, respaldada ese mediodía por la vicepresidenta Rosario Murillo, los oficiales habían esperado “pacientemente” una comunicación con la diócesis de Matagalpa, que nunca se dio. Pasadas las dos semanas del encierro forzoso de Rolando Álvarez, decidieron que para devolver la “tranquilidad” de los matagalpinos la mejor idea era trasladarlo a Managua.
La versión oficial señala a Álvarez, una de las voces más respetadas de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, reconocido por su carisma entre los campesinos del norte del país, de “organizar grupos violentos”, pero también de “fomentar el odio”. Es una acusación digna del régimen que ha descalificado a los sacerdotes, acusándolos de “golpistas”, “diablos con sotana” y otros improperios, intentando debilitar su imagen ante la ciudadanía.
Lo que vemos ahora no tiene otra explicación: es el intento para avanzar hacia el silencio total meses antes de las votaciones municipales, en una sociedad a la que autoridades conculcaron sus derechos de manifestarse desde 2018. Han cerrado y confiscado universidades y medios de comunicación, ha perseguido a intelectuales y líderes opositores. Ahora está decidido a acallar a los curas, para que la única verdad que permanezca sea la mentira del poder. La receta es el silencio para los púlpitos.
Si uno está en Managua y cruza por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, en sus alrededores encuentra la iglesia Divina Misericordia. Es un símbolo de los valores cristianos promovidos por la iglesia, pero también de la intolerancia religiosa de quienes la persiguen. Un espejo en que se reflejan las actuaciones violentas de Ortega. Desde lejos, sus paredes son el mejor testigo: están agujereadas por las balas disparadas en 2018 contra estudiantes perseguidos que se encontraban refugiados en su interior.
En esa crisis de hace cuatro años, en el departamento de Masaya, al oriente de la capital, el padre Edwing Román denunciaba también la represión. Sorteaba las balas mientras, junto con organismos de derechos humanos, ayudaba a la gente en las calles a intentar sobrevivir. Meses después de aquella agresión, entrevisté al padre César Augusto Gutiérrez, quien lloró al recordar los asesinatos de civiles y el impacto doloroso que significaba consolar a las familias de las víctimas del Estado.
En aquel año, el país se desangró con más de 355 asesinados, 2,000 heridos y 100,000 personas huyendo al exilio, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, formado por la Organización de Estados Americanos, señaló la comisión de delitos de lesa humanidad. Sin embargo, a nadie investigaron desde el poder. La impunidad es un pilar del régimen de Ortega. Las víctimas siguen clamando justicia ante la indiferencia de los tribunales supeditados a la voluntad del partido gobernante.
Román y Gutiérrez, sacerdotes valientes, se encuentran hoy exiliados En tanto, la sinrazón de los fusiles de los policías carceleros parece imponerse como política de Estado. En Nicaragua, y esto es parte de la impunidad, no hay instituciones que puedan poner freno a los abusos del poder. Tampoco ha podido hacerlo hasta ahora la comunidad internacional que, además de sanciones a funcionarios involucrados en la represión o actos de corrupción, ha producido condena tras condena en foros mundiales que siguen sin frenar al tirano.
Dolorosamente, también está en el exterior desde 2019 monseñor Silvio Báez, obispo auxiliar de Managua, quien debió coger sus maletas a pedido del papa Francisco, y marcharse antes que fuera objeto del ataque de fanáticos del orteguismo. El religioso carmelita conoció de cerca las violaciones a derechos humanos, denunció al sistema político y entonces se activó una campaña de desprestigio y amenazas.
El día del secuestro de Rolando Álvarez, el jerarca católico tuiteó desde Miami: “Con el corazón indignado y dolido condeno el secuestro nocturno de Mons. Álvarez. ¡Quienes lo sepan, digan dónde está mi hermano obispo! ¡Que sus secuestradores respeten su dignidad y lo liberen! De nuevo, la dictadura vuelve a superar su propia maldad y su espíritu diabólico”.
Desde mayo pasado, la agresividad contra la libertad religiosa va en aumento. La iglesia católica se encuentra bajo ataque. Tres sacerdotes fueron encarcelados: uno por una supuesta agresión a una mujer, otro por violación a una menor y el tercero por razones que siguen sin revelarse. Todos son procesos judiciales carentes de garantías, según expertos independientes, con una campaña mediática incluida para desacreditar. También se dio el cierre de siete emisoras en la diócesis de Matagalpa, del canal católico a nivel nacional, la expulsión inexplicable de 18 misioneras de la orden de la Madre Teresa de Calcuta y la prohibición extrema el 13 de agosto de una procesión en honor a la Virgen de Fátima.
La detención de Rolando Álvarez, la aparición del cardenal Leopoldo Brenes –arzobispo de Managua–visitándolo y un diálogo solicitado por el papa Francisco el domingo 21 de agosto, luego de declararse en seguimiento de lo que ocurre en Nicaragua con “preocupación y dolor”, abre la posibilidad a un escenario político en que la pareja dictatorial puede intentar imponerse a la iglesia, con la que ha tenido una relación de odio en el pasado más lejano, y de conveniencia en el más reciente.
En la década de 2000, luego de enfrentarse en los ochenta contra el fallecido cardenal Miguel Obando, antecesor del actual arzobispo, se reconcilió con él a cambio de la protección del partido de gobierno al fallecido magistrado electoral Roberto Rivas Reyes, hijo de la asistente del religioso desde los años setenta del siglo pasado. Este funcionario fue hasta sus últimos días uno de los símbolos de la corrupción nicaragüense.
La Conferencia Episcopal de Nicaragua, con Brenes ya como arzobispo, ha cuestionado a Ortega y denunció la represión en 2018, lo que provocó fricciones que se han ahondado con las voces más críticas, a medida que el Estado de derecho va desapareciendo y con ellos las garantías para la ciudadanía. Aun así, hay obispos cuestionados por su cercanía con el régimen, como el de León, monseñor René Sándigo.
La posibilidad de diálogo, solicitada por el Papa, provoca dudas por los resultados concretos que se pueden esperar. Ortega ha incumplido los acuerdos suscritos en los dos intentos que se han dado desde 2018, y ha apresado a sus interlocutores o los ha enviado al exilio.
El estilo político de Ortega –dado a buscar arreglos debajo de la mesa– indica que buscará acallar a sus críticos a cambio de algo. El sociólogo nicaragüense Humberto Belli piensa en la liberación de los presos políticos como un primer gesto del ejecutivo, pero nadie tiene certeza. El futuro inmediato nicaragüense es difícil de avizorar.
Antes de su incursión, el papa jesuita fue duramente criticado por su silencio en torno a la crisis nicaragüense. También por unas desafortunadas declaraciones, en que dijo que tenía una “relación humana” con Raúl Castro, aliado histórico de Ortega. Belli dijo al programa Esta Semana que quizá la declaración del pontífice no era lo esperado para muchos, aceptando que las críticas pueden seguir, pero era una forma prudente de abordar la situación del país centroamericano.
Si Ortega acepta “conversar”, podría optar por hacerlo con partidos colaboradores. La ganancia inmediata y quizá pírrica para él es enfriar el estado de enojo nacional por lo de Álvarez. En años en el poder ha alimentado el rencor de la ciudadanía, como solo los buenos tiranos logran hacer.
En Nicaragua, ocho parroquias de la diócesis de monseñor Rolando Álvarez están bajo hostigamiento del oficialismo. Una feligresa de la comunidad de Ciudad Darío, que participó en la misa en la calle celebrada por el vicario Sebastián López el 16 de agosto, contó que pintaron una cruz, colocaron dos veladoras en dos de sus extremos y escribieron “Viva Cristo Rey”. Era su forma de protesta en un país callado a la fuerza, sin derecho a manifestarse, donde hasta salir a la calle con una bandera de Nicaragua puede considerarse subversivo, igual que la Biblia misma.
(Managua, 1980) editor y reportero, se define como "enamorado de las investigaciones periodísticas y fiel devoto de la crónica en América Latina". Su trabajo ha sido reconocido con el Premio Ortega y Gasset y el Premio Rey de España.