Fotos: Noticias Al Dia, CC BY 3.0 / © European Union, 2025, CC BY 4.0, via Wikimedia Commons

Presas políticas en el olvido

Encarceladas por oponerse a autoritarismos de diverso signo, Jeanine Áñez y Aung San Suu Kyi han sido olvidadas por gobiernos y activistas de países democráticos.
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La lucha por la democracia en Bolivia

La historia de cómo Jeanine Áñez asumió la presidencia de Bolivia y su posterior arresto es bien conocida. Durante su gestión, enfrentó las complejidades de la política boliviana, organizó un proceso electoral transparente y neutralizó las maniobras golpistas de Evo Morales y sus aliados nacionales e internacionales. Todo ello mientras atendía las demandas cotidianas del gobierno.

Si Áñez hubiera cometido irregularidades en sus funciones, podría haber sido juzgada respetando la normativa vigente y no con un juicio sumario, prisión preventiva prolongada y un veredicto decidido en oficinas del partido de Evo Morales. Además, en condiciones de detención que violan los derechos humanos; incluso se le impidió con excusas asistir al velorio de su madre.

Lo cierto es que Áñez está encarcelada porque se opuso a la deriva totalitaria de otro de los representantes de la izquierda del siglo XXI. Aun más. Tuvo la valentía de enfrentarse a la inteligencia cubana. Así identificó y arrestó a quienes organizaban y financiaban protestas destinadas a provocar un incendio social como el que entonces amenazaba a Bolivia.

La prisión de Áñez contiene un mensaje para los sectores democráticos: si se oponen a liderazgos de la galaxia rosa, al principio serán aplaudidos y respaldados por la comunidad internacional, pero cuando el tiempo pase, serán abandonados a su suerte.

Es fácil de ver. Los países europeos no se movilizan con la misma vehemencia con la que abordan otras cuestiones de género (siempre que se trate de mujeres vinculadas a la izquierda, claro). Estados Unidos ha encontrado formas creativas de negociar la liberación de presos políticos con Rusia en contextos mucho más complejos; incluso ambas Coreas han logrado hacerlo.

Aunque ha habido reclamos muy valiosos, cinco años después, su libertad no está en la agenda del activismo democrático o de los gobiernos que así se identifican. Jeanine Áñez todavía está en la cárcel, mientras Evo Morales sigue intentando derrocar a cualquier gobierno que no lidere él mismo.

Aung San Suu Kyi, otra víctima de la corrección política

Aung San Suu Kyi (ASSK) es una líder política de Myanmar, país del sudeste asiático. Suu Kyi está cerca de cumplir 80 años y fue una prisionera política reconocida por su lucha por la democracia con el Premio Nobel de la Paz de 1991.

El ejército de Myanmar maneja los destinos del país desde 1962. Suu Kyi lideró el movimiento democrático desde fines de los años 80 y por eso pasó 13 años en diversas formas de encierro. A eso se deben sumar los que lleva desde febrero de 2021, en aislamiento y sin recibir atención adecuada para sus problemas de salud.

Como parte del aislamiento, en el año 1999 no pudo acompañar a su marido en sus últimos momentos de vida, ya que estaba convaleciente en Inglaterra. Si Suu Kyi hubiera salido de Myanmar –como querían los militares– no habría podido regresar. En el camino, muchos militantes y dirigentes cercanos a ella fueron asesinados.

Por diversas razones, a partir de 2003 los militares abrieron un proceso de transición, aunque muy lento y limitado, que Suu Kyi decidió transitar de forma paciente, influida por la tradición budista. Recién en 2015 se realizaron elecciones presidenciales libres y en ellas triunfó el partido de Suu Kyi.

Sin embargo, el ejército legó un marco institucional estricto. Para empezar, la constitución estipula que no puede ser presidente quien tenga pareja o hijos extranjeros, una disposición creada para excluir a Suu Kyi. Para sortearla, se creó un cargo informal desde el cual, en la práctica, ella dirigió el país. La presidencia formal fue ocupada por un miembro de su partido.

Además, la constitución reservaba el 25% de los escaños del parlamento para miembros designados por el ejército. Los militares también se quedaban con ministerios claves (Interior, Fronteras y Defensa), gozaban de absoluta autonomía funcional, inmunidad judicial, y controlaban las empresas públicas, que incluían desde el jade, los chips de teléfono, hasta turismo y cerveza.

Suu Kyi lideraba un partido sin experiencia de gobierno, desde un Estado fallido, fragmentado y controlado por diversos grupos armados de base étnica. Además, el país carecía de inversión pública significativa: no había carreteras, colegios, hospitales o pensiones desarrolladas. Durante su mandato enfrentó la pandemia y el cambio de gobierno de Obama a Trump, siendo también condicionada interna y externamente por la presión de sus vecinos, India y China.

Aun así, Suu Kyi optó por recorrer el estrecho desfiladero para que la democracia tuviera una oportunidad. El ejército no esperó pasivamente. Para condicionarla aún más, profundizó los ataques contra la minoría rohinyá (musulmanes), lo que se tradujo en un juicio contra el país por genocidio en la Corte Internacional de Justicia (CIJ).

Para Suu Kyi no había opciones buenas. ¿Qué debía hacer? ¿Volver a su casa? ¿Escapar a Inglaterra? ¿Forzar una guerra civil? ¿Abandonar la débil esperanza de una salida democrática en la que había estado embarcada con un costo personal altísimo desde 1988?

Dentro de las opciones, todas malas, eligió liderar la defensa de Myanmar ante la CIJ, buscando arrebatar al ejército la única bandera que compartía con la población. Sin entender lo que allí sucedía, organizaciones como Amnistía Internacional,Human Rights Watch y medios como The New York Times, The Washington Post y la prensa progresista europea iniciaron un feroz cabildeo para retirarle todo apoyo internacional. El margen de maniobra de Suu Kyi se redujo aún más.

En las elecciones presidenciales de 2021 el partido de Suu Kyi triunfó en todo el país. Esto prometía aumentar las restricciones al poder militar. El ejército, consciente de la debilidad internacional de Suu Kyi, dio el golpe de Estado que puso fin a la transición y la mantiene encarcelada hasta hoy.

La comunidad internacional hubiera preferido un final heroico, con Suu Kyi inmolándose o presentando libros de memorias y documentales en plataformas de streaming. Pero el resultado es otro. Sin ella, sin esa pequeña e imperfecta esperanza democrática, todo empeoró para los birmanos.

Hoy, los militares matan opositores de todas las etnias, niños y ancianos; bombardean ciudades, operan centros de tortura y mantienen miles de presos políticos. Myanmar se ha convertido en un Estado narcoterrorista sostenido por Rusia y China, inmerso en una guerra civil sin un final previsible.

Los reclamos por Aung San Suu Kyi son aislados. Quienes colaboraron para convertirla en una paria internacional –el activismo transnacional y la prensa progresista– parecen haber perdido el interés por Myanmar. El costo lo pagan los birmanos.

¿Cómo luchar por la democracia?

La parte heroica o romántica de las luchas democráticas, cuando se expulsan tiranos mediante la movilización popular, es solo una etapa del proceso. Una vez que las cámaras de televisión se apagan, la democracia requiere gestión y administración burocrática. Por supuesto que también resolución de conflictos políticos y el cumplimiento de las expectativas sociales generadas, muchas veces intensas y contradictorias.

En este marco, las decisiones gubernamentales rara vez se reducen a opciones claras entre lo bueno y lo malo. En la práctica, suelen implicar la elección entre alternativas igualmente malas o medio malas. La narrativa épica deja poco espacio para la realidad y para la ética de la responsabilidad.

La democracia debe ser sostenida y apoyada, incluso cuando deba transitar caminos antipáticos. ~


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