El rey en democracia y la investidura de presidente del gobierno

Felipe VI no tiene ningún as en la manga para bloquear un hipotético pacto "Frankenstein" tras una investidura fallida de Feijóo. Y conviene no poner sobre las espaldas regias responsabilidades que no le corresponden.
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El progresivo tránsito de las monarquías constitucionales decimonónicas a las parlamentarias, ya democráticas, se dio cuando el gobierno pasó a depender de la confianza del parlamento y no del rey. La existencia de un vínculo fiduciario parlamento-gobierno es así la seña de identidad de todo sistema parlamentario. El jefe del Estado, sea monarca o presidente de la República, normalmente queda como un órgano separado del gobierno, neutral pero no necesariamente neutralizado y, desde luego, para nada inútil. Así, los jefes de Estado parlamentarios asumen una relevante posición simbólica –algo que, ya de por sí, tiene un valor porque, como nos enseñara García Pelayo, los símbolos son una vía esencial para lograr la integración política–, y, con carácter general, cumplen con unas funciones de tipo representativo y arbitral o moderador del buen funcionamiento de las instituciones. 

De esta guisa, como un vestigio de la antigua dependencia del Gobierno de la confianza regia, en la mayoría de las democracias parlamentarias el jefe del Estado mantiene una intervención en el proceso de nombramiento del presidente o del Gobierno. Y la Constitución española de 1978 no es una excepción. El art. 99.1 CE contempla que corresponde al rey proponer candidato a presidente del Gobierno, “previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del presidente del Congreso”. Y luego debe formalizar el nombramiento del presidente, tras su elección en el Congreso, y de los Ministros, a propuesta del presidente del gobierno.

Ahora bien, mientras que los actos de nombramiento de presidente y ministros son intervenciones puramente formales del rey y constituyen un acto debido, más problemas plantea la propuesta de candidato. Aquí, la mayoría de la doctrina coincide en que es la única intervención regia prevista en la Constitución en la que el rey dispondría de una cierta discrecionalidad, es decir, de una capacidad de decisión propia, aunque nunca pueda descender al terreno de juego político-partidista y, en última instancia, tenga que contar con el refrendo del presidente del Congreso.

Sin embargo, la práctica regia durante los años que lleva en vigor la Constitución de 1978 ha llevado a neutralizar la intervención del rey, preservando así su posición. Durante el reinado de don Juan Carlos las diferentes investiduras no plantearon ningún problema. Dejando al margen la renuncia de Suárez y la elección posterior de Calvo Sotelo, con el 23-F de por medio, tras las elecciones generales, el rey Juan Carlos realizaba las consultas y, sin solución de continuidad, proponía como candidato al cabeza del partido que hubiera obtenido más escaños. Únicamente en 1996 podría haberse planteado una situación con similitudes con la actual: Aznar había ganado las elecciones, pero Felipe González había quedado segundo con unos resultados bastante ajustados que le habrían permitido mantenerse en el gobierno si hubiera pactado con Pujol. El rey Juan Carlos no demoró la propuesta de candidato y optó directamente por el líder de la lista más votada. Es cierto que, como ha relatado Belloch en sus memorias -entonces ministro de interior-, el propio Felipe descartó la misma noche electoral intentar su investidura. Eran otros tiempos…

Mas complicado lo ha tenido el rey Felipe VI. Desde que comenzó su reinado en 2014 ha vivido tres procesos electorales (2015, 2019 –abril–, 2023), con dos repeticiones electorales (2016 y 2019 –noviembre–), todos ellos caracterizados porque no ha habido una mayoría de investidura clara. Aun así, el rey se ha abstenido de intervenir para favorecer la formación de gobiernos. Podría, por ejemplo, haber retrasado la propuesta del candidato hasta que alguno le presentara los apoyos cerrados o, incluso, como ocurre en otros países de nuestro entorno, podría haber encargado a alguna autoridad (singularmente el presidente del Congreso) que ejerciera labores de mediación o celestinaje, si se quiere. Pero no lo ha hecho. Don Felipe ha optado por un prudente retraimiento y ha buscado el mayor automatismo en sus decisiones: como se dijo, celebrando consultas en cuanto se constituyen las cámaras y proponiendo de inmediato al candidato de la lista más votada. La excepción fue en 2015, tras el desplante de Rajoy al no aceptar en encargo regio. Un desplante que Zarzuela salvó, a mi juicio con acierto, celebrando nuevas consultas y proponiendo sucesivamente al representante del segundo partido más votado, Pedro Sánchez, quien se presentó a la investidura, aunque finalmente no logró los apoyos necesarios.

Así las cosas, podemos identificar unos usos constitucionales que de forma objetiva han venido guiando la práctica regia: propuesta inmediata de candidato (sin dar tiempo a mayores negociaciones) y preferencia por el que llegue a las consultas regias con más apoyos asegurados para la investidura, lo que ha venido coincidiendo hasta ahora con el líder de la lista más votada. 

El problema es que, habida cuenta de lo endiablado de los resultados electorales que nos ha dejado el 23-J, ni siquiera estos usos nos ofrecen un puerto seguro al que acudir para dar una respuesta determinante sobre quién debería ser propuesto candidato. Todo apunta a que PP y PSOE no llegarán con los deberes hechos y ninguno presentará, en el momento de las consultas regias, apoyos suficientes para lograr la investidura. Hasta aquí, como viene ocurriendo desde 2015. Pero, en este caso, hay dos circunstancias que hacen inédita la actual situación. La primera singularidad es que no está claro quién llegará a las consultas con más votos “asegurados” (de momento, hay baile de votos dentro de cada bloque). Y la segunda peculiaridad es que podría ocurrir que quien ha sido la lista más votada (Feijóo), aunque tuviera más apoyos “asegurados”, sin embargo, sea “seguro” (a resultas de lo que trasladen el resto de grupos) que no va a obtener una mayoría de investidura; mientras que Sánchez, sin ser la lista más votada e incluso sin tener a priori más apoyos que Feijóo, puede presentar una opción viable de investidura. Esta última es la gran diferencia con lo que ocurrió en 1996 y en 2015, cuando la preferencia por la lista más votada estaba justificada porque, en abstracto, ambas candidaturas tenían una viabilidad potencial. Pero ahora puede ocurrir que esté claro que la candidatura de la lista más votada sea seguro que no va a prosperar.

Ante esta situación, ¿qué criterio seguir? ¿El más objetivo de contar solo los apoyos “asegurados” en el momento de las consultas, aunque nos lleve a una primera investidura fallida si finalmente es Feijóo quien los tiene (opción 1); o preferir a Sánchez si presenta una candidatura viable, aunque su punto de partida en apoyos pueda ser ligeramente inferior a los de Feijóo (opción 2)?

En mi opinión, cualquiera de las dos opciones es aceptable desde el prisma constitucional, aunque, aun con dudas, quizá me inclinaría por la segunda. Si hay un candidato que es “seguro” que no va a salir (en el “seguro” está la clave), y otro que sí que puede tener una opción, cuando las cifras de apoyos están tan cercanas, el rey creo que puede proponer a este último para evitar prolongar la situación de interinidad con una votación de investidura destinada al fracaso de forma irremediable. Por decirlo a las claras: en una situación como esta, nos podríamos saltar el trance de la investidura fallida del primero y dar directamente la oportunidad al segundo cuando está en juego prolongar innecesariamente un Gobierno en funciones.

En cualquier caso, el rey deberá adoptar su decisión “con” el presidente del Congreso. En un contexto complejo como este el rey tiene voluntad propia, pero la decisión última exige la convergencia con la voluntad del presidente del Congreso que refrenda el acto. De hecho, aunque sea una hipótesis de laboratorio, en el caso de divergencia entre ambos, la propuesta no podría salir adelante, ya que ninguno de los dos tiene la última palabra. Podríamos decir que están constitucionalmente obligados a entenderse, y a hacerlo discretamente.

Más allá, es sabido que el rey tiene que proponer al menos un candidato que se presente a una investidura fallida para que eche a andar la cuenta atrás de dos meses para la repetición electoral prevista por la Constitución. Algo para lo que no hay atajos, como parece que pretendían explorar en Moncloa cuando Rajoy se negó a asumir el encargo regio en 2015. Presentado ese primer candidato, los constitucionalistas veníamos entendiendo que el rey ya no tiene obligación de realizar otras propuestas posteriores. Si bien, si un candidato durante esos dos meses presenta los apoyos necesarios para ser investido, entonces el rey sí que estaría obligado a proponerlo. Tanto es así que la práctica regia ha sido celebrar una última ronda de consultas antes de que expirara el plazo fatal para corroborar que no había ningún candidato con opciones. Porque, de haberlo, reitero que el rey debe proponerlo.

Por tanto, don Felipe no tiene ningún as en la manga para poder bloquear un hipotético pacto “Frankenstein” tras una investidura fallida de Feijóo. Y, a este respecto, conviene no poner sobre las espaldas regias responsabilidades que no le corresponden. El rey no es quien para valorar ni la idoneidad de los apoyos (cada escaño se corresponde con un diputado elegido por los ciudadanos), ni de las condiciones que se pongan para alcanzar la investidura. Todo ello se debe dilucidar en el circuito político, en el que el rey no puede entrar. Recordemos que mientras que un presidente de la República puede permitirse actuar como un monarca decimonónico (véase G. Napolitano, a quien apodaron como “il re” por sus maniobras antiparlamentarias en la formación de distintos gobiernos), un rey en democracia solo puede ser un rey republicano.

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Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.


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