En los inicios de la campaña electoral argentina rumbo a las elecciones del 27 de octubre, un programa de televisión dedicó una de sus emisiones a responder a la pregunta: ¿Argentina podría mirar a Bolivia en busca de inspiración económica? La interrogante, aunque algo exagerada, no deja de ser sugerente, especialmente al observar que Evo Morales forma parte del mismo club ideológico regional que Venezuela, un país con resultados económicos catastróficos. Pero lo cierto es que los buenos guarismos macroeconómicos de Bolivia han sido ampliamente reflejados por la prensa internacional.
Crecimiento sostenido, reducción de la pobreza, inflación y endeudamiento bajos contrastan, en efecto, con los malos resultados de Mauricio Macri, llamado a enmendar “la pesada herencia del populismo” argentino. En un spot reciente de Morales se advertía a la audiencia: “¿quieres eso para Bolivia?”, mientras se mostraban imágenes de la crisis en Argentina y se sugería que algo parecido podría ocurrir en el país andino si el expresidente Carlos Mesa, principal contendiente de Morales, llegara a la presidencia.
La oposición boliviana se encuentra dividida entre Mesa, de perfil moderado, y el exsenador conservador Óscar Ortiz, un referente de la región agroindustrial de Santa Cruz. A ellos se suman postulantes sin chances, como el pintoresco Chi Hyun Chung, candidato por el Partido Demócrata Cristiano (PDC), quien busca trasplantar a Bolivia un discurso bolsonarista lleno de extravagancia y excesos retóricos.
Aunque Mesa encabeza la intención de voto en el campo opositor, según la mayoría de las encuestas unos diez puntos abajo de Morales, el expresidente es recordado por haber renunciado en medio de los conflictos sociales en demanda de la nacionalización del gas de 2005 y presenta un equipo de colaboradores demasiado “blanco” y casi sin vínculos con el denso mundo popular boliviano, una dimensión en la que Morales muestra una fuerza aún muy efectiva. Además, Mesa fue vicepresidente de Gonzalo Sánchez de Lozada, quien debió huir del país en 2003 en medio de la “guerra del gas”, que marcó un antes y un después en la política boliviana.
Aunque la oposición considera inconstitucional la candidatura de Morales –avalada por un Tribunal Constitucional cercano al poder Ejecutivo– sus principales referentes decidieron postularse para evitar que un presidente sin contrincantes termine haciéndose con todo el poder, como ocurriera en Venezuela en las elecciones parlamentarias 2005, cuando la oposición decidió no participar de la contienda electoral y la Asamblea Nacional quedó casi totalmente en manos del chavismo.
Al mismo tiempo, la oposición no logró el apoyo del secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA) Luis Almagro, quien visitó La Paz en junio pasado y, además de mostrar buen entendimiento con Morales, lo que sorprendió por su enfrentamiento con Maduro, señaló que no hay ningún instrumento ni antecedente en la OEA que permita intervenir de manera institucional en la reelección en Bolivia, de la misma manera que no se intervino en Costa Rica o Honduras. En esos países también se habilitó la reelección indefinida apelando de manera polémica a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que consagra el derecho de todo ciudadano a “elegir y ser reelegido”, como forma de esquivar las limitaciones constitucionales.
Con todo, el próximo 20 de octubre Morales enfrentará las elecciones más inciertas desde que a fines de 2005 ganara con un 54% de los votos, asumiera con una doble entronización –en el Parlamento y en las ruinas de Tiwanaku– y venciera en todas las elecciones presidenciales posteriores con más del 60% de los votos. Con la investidura simbólica de ser el primer presidente indígena de Bolivia, Morales puso en marcha el proceso político más intenso desde la Revolución Nacional de 1952. Pero tras catorce años de holgados triunfos frente a la oposición política y regional (radicada en la región oriental de Santa Cruz) el aura de Morales parece erosionada, sobre todo en las grandes ciudades, por su decisión de avanzar en una nueva reelección contra lo escrito en la Constitución de 2009 y contra los resultados adversos, por escaso margen, del referéndum de 2016. Aun así, el presidente boliviano puede presumir de niveles macroeconómicos que le permiten presentarse como el candidato de la estabilidad y prometer un “futuro seguro”.
El modelo económico implementado por el ministro Luis Arce Catacora consiste, en sus palabras, en “socialismo con estabilidad macroeconómica”. Arce Catacora ingresó al gabinete en enero de 2006 y se mantiene hasta hoy, con excepción de algunos meses en los que se alejó de la gestión por problemas de salud. Es un izquierdista pragmático, atento a los equilibrios de las cuentas públicas. Pero hay un elemento más en estas precauciones macroeconómicas: la izquierda que gobernó antes de Evo Morales, en los años 80, terminó con hiperinflación y el presidente boliviano se propuso no repetir la experiencia. Lo ayudó, sin duda, el viento de cola del aumento de las materias primas, pero es cierto también que se dedicó a acumular reservas internacionales para cuando vinieran las vacas flacas, lo que efectivamente ocurrió con la baja de los precios internacionales de las materias primas.
El modelo boliviano, como explica el periodista y escritor Fernando Molina, consiste en la combinación de estatismo en las “áreas estratégicas” de la economía, como el gas y la electricidad; una alianza con el sector privado a cargo de las grandes (agro)industrias nacionales –muchas de ellas con sede en Santa Cruz–, el comercio de gran escala y los bancos, que ganaron mucho dinero en estos años; y, finalmente, un “pacto de coexistencia pacífica” con la economía informal, que en Bolivia tiene un peso económico y simbólico muy importante. Esta da sustento a la denominada, con escasa precisión sociológica, “burguesía chola”, que escenifica su poder económico en las grandes entradas folklóricas y los llamados cholets, y forma parte de amplias redes comerciales –una suerte de “globalización desde abajo”– que llegan hasta China.
El caso de la agroindustria es un poco más complejo porque se liga a la cuestión del regionalismo, de larga data en Bolivia. En 2006, la élite política y económica de Santa Cruz, embarcada en la lucha por la autonomía regional, buscó resistir, incluso con violencia, el modelo nacionalista-popular-indígena de Morales. Pero dos años más tarde, el movimiento sufrió duros golpes –económicos, policiales y electorales– mientras Morales se fortalecía en el poder. Por eso, gran parte de la élite –sobre todo la agroindustrial– decidió pactar con el gobierno, a cambio de subsidios y apoyo estatal, y aprovechar el boom económico. Eso debilitó al ala política del regionalismo que siguió controlando la gobernación. “El gobierno de Evo Morales quiere convertir a Santa Cruz en Paraguay, un bastión agroexportador, de mayores dimensiones que el actual, capaz de capturar dólares para la economía nacional”, explica el periodista cruceño Pablo Ortiz.
Esta estrategia “desarrollista” generó una década de paz política. Incluso en 2014, Evo Morales logró ganar en esta región tradicionalmente esquiva. Pero la sentencia del Tribunal Constitucional a fines de 2017, que habilitaba a Evo Morales para una nueva postulación, sirvió como acicate para un nuevo ciclo de movilizaciones, esta vez sin las autoridades políticas locales a la cabeza. Más recientemente, los incendios en la región de la Chiquitanía contribuyeron también al descontento, ya que dejan en evidencia las tensiones internas en el discurso oficial sobre la defensa de la Madre tierra y la tolerancia, e incluso la legitimación, de los “incendios controlados” para los chaqueos (desmonte de terreno para cultivos). Pero, al mismo tiempo, los incendios alimentan discursos racistas contra los inmigrantes “collas” en Santa Cruz: la consigna “fuego cero” puede virar fácilmente a “inmigrantes cero”, al responsabilizar exclusivamente a los pequeños campesinos colonizadores provenientes del occidente por los chaqueos.
Esta reactivación del regionalismo operó desde las calles e incluso contra parte de las élites locales. Las divisiones y reproches cruzados abundan en la política cruceña, y muchos acusan a empresarios de haberse “vendido al MAS” (por el Movimiento al Socialismo de Evo Morales) y de traicionar a la región. “Este es un cruceñismo de jóvenes, sobre todo de 17 a 35 años, pero con ideas viejas, las mismas que generaron la lucha autonómica en la primera década del 2000: menos control del Estado central sobre la región, mayor capacidad de autodeterminación y control sobre la tierra, principal elemento del ideario político cruceño”, explica Ortiz. El reciente Cabildo convocado por el Comité Cívico regional concentró a decenas de miles de personas el pasado 4 de octubre y convocó a luchar por el federalismo –una consigna que no estaba en la agenda pero fue coreada por la multitud– y a votar contra Evo Morales el 20 de octubre.
No es casual que el evento más masivo de la campaña boliviana fuera “un acto de campaña sin candidatos en los escenarios”, como fue el Cabildo cruceño. La oposición, de hecho, va dividida y eso alimenta las posibilidades de un triunfo de Evo Morales en primera vuelta. Por ello, este formato “ciudadano” ilusiona a algunos que buscan trascender las fronteras partidarias y las fuertes peleas al interior de la oposición. La Constitución boliviana establece que un candidato gana en primera vuelta si obtiene el 50% más uno de los votos o el 40% con diez puntos de diferencia sobre el segundo. Morales apuesta a esta fórmula mágica para permanecer en el gobierno durante un cuarto mandato.
Por eso, el Cabildo cruceño –una forma histórica de expresión de las demandas de la región casi inexistente en otras partes del país– quiere ser ahora imitado por la oposición en el resto de Bolivia, e incluso en La Paz. A falta de actos proselitistas numerosos, esta forma de movilización sin banderas partidarias podría ser una forma de generar ánimo y adhesión a un voto útil opositor, que de aplicarse debería ir hacia Carlos Mesa, quien tiene mayores posibilidades de triunfo entre los opositores, y nunca tuvo predicamento en Santa Cruz.
Pese a su desgaste, Morales tiene a su favor, además de la economía, el control del Estado, la movilización de los sectores sociales y empleados públicos, y niveles de popularidad que, aunque más bajos que antaño, no hay que subestimar. Por ahora, el presidente boliviano lidera todas las encuestas con porcentajes que lo ubican cerca del 40% y a diez puntos de diferencia del segundo –en medio de una verdadera guerra de cifras en los medios y redes sociales–. Pero todas ellas muestran un alto porcentaje de indecisos que, según algunos especialistas, puede encubrir una parte de voto oculto. Lo que no se sabe todavía es en favor de quién, y posiblemente en esa caja negra se juegue el resultado electoral. Si los indecisos de dividen de manera más o menos proporcional, Evo Morales podría ganar en primera vuelta. Por eso, toda su artillería se centra en evitar un balotaje en el que la concentración del voto opositor podría poner fin a su gobierno, el más largo de la historia boliviana
Periodista e historiador. Jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad.