Si los estadounidenses fueran un poco menos ignorantes de la historia latinoamericana, Steve Bannon se habría dado cuenta de que su destino estaba escrito en la historia de Augusto Vandor.
A mediados de los años 60, Vandor, dirigente de la Confederación General del Trabajo (CGT) de Argentina, pensó que el movimiento peronista estaba listo para institucionalizarse por la vía de un partido, un programa y una serie de procesos regulares para la elección de candidatos a cargos públicos. El proceso de regularización era ambicioso; pretendía alcanzar la plena reinserción del peronismo en la esfera política en un ambiente de normalidad democrática. Pero el mayor obstáculo para lograr la meta era el propio Perón.
Para Vandor y sus partidarios, el problema era claro: Perón era una figura demasiado polarizadora que generaba un rechazo visceral entre las clases medias y los altos mandos del Ejército. La viabilidad futura del movimiento pasaba por retirar al líder, que en ese entonces ya llevaba una década en el exilio, y canalizar el apoyo popular hacia un programa de gobierno y una estructura partidista: “peronismo sin Perón”, fue la consigna.
En las elecciones de 1965, la corriente de Vandor, ya para entonces desautorizada abiertamente por Perón, presentó su propio candidato a la gubernatura de Mendoza y con esa decisión dividió el apoyo peronista y encumbró al candidato conservador. Con ello el experimento vandorista colapsó y su impulsor, a pesar de sus intentos por reconciliarse con el líder, permaneció en el ostracismo hasta que un comando guerrillero lo asesinó en 1969.
Al igual que Vandor, Steve Bannon pensó que el liderazgo populista que apoyaba era un ropaje que envolvía un núcleo ideológico sustantivo. Bannon se vio a sí mismo como el curador, defensor y promotor de ese núcleo ideológico, al que definió como nacionalismo económico. Trump, pensó Bannon, había logrado posicionar los temas del nacionalismo económico: retirada de los tratados de libre comercio, crítica a la vocación “globalista” de las élites financieras, y defensa de los trabajadores nativos, no solo de la avaricia empresarial, sino sobre todo de la mano de obra inmigrante; aunque en su discurso el neoyorquino abrevara más bien de un etnonacionalismo blanco y de los más crudos estereotipos antiinmigrantes y aun antisemitas.
Una vez en la Casa Blanca, Bannon se dio a la tarea de convertir los exabruptos de Trump en un programa de gobierno, con una serie de metas de corto y mediano plazo, famosamente detalladas en un pizarrón blanco. Más importante aun, el otrora poderoso asesor se propuso integrar una coalición social de largo plazo que apoyara el proyecto de nacionalismo económico que, en su autoengaño, era el eje de la administración. Con este objetivo en mente, Bannon se acercó a las dirigencias de los sindicatos metalúrgico (United Steelworkers) y magisterial (AFT), a los que buscó convertir a su causa. Lo que Bannon tenía en mente era sustituir los tóxicos contingentes neonazis con las más aceptables bases sindicales de trabajadores nativos: la tan llevada y traída clase trabajadora blanca que tantas primeras planas generó durante la campaña.
El cálculo de Bannon tenía una base sólida. Como candidato republicano, Trump recibió el mayor porcentaje de apoyo entre miembros de los grandes sindicatos de industria (mineros, metalúrgicos, automotriz) de la historia reciente con sus promesas de renegociar agresivamente el TLCAN y la relación comercial con China, retirarse del Acuerdo de París y reactivar la producción minera e industrial. Pero al mismo tiempo, Bannon no podía dejar de advertir cómo el caos de la administración, la influencia de la familia y los amigos financieros del presidente, y la manifiesta incapacidad de Trump enterraban el mensaje nacionalista económico bajo toneladas de escándalos y heridas autoinfligidas.
Cuando su permanencia en la Casa Blanca se volvió insostenible, Bannon se retiró a su atalaya de Breitbart News para desde ahí convertirse en una especie de garante del nacionalismo económico a través de una campaña belicosa permanente contra la dirigencia del partido republicano y del cortejo constante de las bases de Trump. Y es ahí donde el antiguo asesor cometió su error fatal. Pensó que efectivamente el apoyo electoral a Trump respondía a un programa explícito de gobierno e imaginó que él podría encarnar la sustancia de ese programa y encabezar a las bases trumpianas para exigirle cuentas al presidente.
Desde fuera de la Casa Blanca, Bannon trató de mantener en línea a Trump por medio de declaraciones estratégicamente colocadas en la prensa y el apoyo a candidatos de la línea más dura que encarnaban los elementos más distintivos de su programa, en especial el nativismo. Nunca se le ocurrió a Bannon que el apoyo electoral a Trump estaba basado en una identificación personal con el líder. Como Vandor, Bannon erró al pensar que el movimiento era más que el dirigente. Cuando se dio cuenta de su error, ya tenía a las huestes trumpianas, las mismas a las que él había azuzado contra el liderazgo republicano, volcadas en un linchamiento público en su contra. Y de ahí, el silencio.
La moraleja aquí es clara. La ambigüedad de los liderazgos populistas “puros”, ya sea que se asuman de derecha o de izquierda, esa capacidad de escabullirse viscosamente sin asumir agendas de políticas públicas y programas de gobierno concretos, no es un “estilo” personal del dirigente, bajo la cual existe un programa coherente e independiente de aquél. Es en realidad la sustancia de ese liderazgo; es el truco discursivo que le permite apelar a diferentes grupos sin agotarse en ninguno. En otras palabras, no hay movimiento sin el líder.
Es importante no olvidar esa lección porque en todos lados, incluso ahora en México, se oyen voces intelectuales que piden tener paciencia ante la falta de definiciones claras y propuestas viables del candidato nominalmente de izquierda, sobre todo en lo relativo a la seguridad pública, el combate a la corrupción y el estado de derecho. Como ya hemos visto, la primera víctima de la popularidad del líder es aquella persona que se propone sintetizar un proyecto de gobierno que nunca existió.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.