Son las dos de la mañana y suena mi teléfono. Antes de dormir, mi esposa y yo acordamos estar con los niños en una misma habitación. El centro norte de Quito ha sido el punto focal de las protestas y nos preocupa que la situación escale durante la madrugada, a pesar de que el gobierno ha decretado toque de queda.
“Sobrino, ¿cómo estás? ¿Todo bien?”, se escucha del otro lado de la línea. Es mi tío José, que llama desde el Ágora de la Casa de la Cultura, a pocas cuadras de mi casa. “He estado muy pendiente de ustedes. Esta lucha ha sido difícil, pero verás que saldremos victoriosos”, me dice con una determinación que me quita el sueño. “Estamos bien, tío. Un poco asustados, pero bien”, es lo que logro responderle.
José no es muy alto, pero eso lo compensa con un rostro adusto que se forjó con más de 50 años de trabajo. Nació en Quito, pero se crió en Cuenca. Mi tío puede ser muy cariñoso con sus palabras: lo fue cuando emigré a este país desde Venezuela, pero también es vehemente a la hora de defender sus principios. Desde los 10 años está trabajando, y ahora, a sus 60 años, su lema es “sé muy bien lo que quiero”.
Desde que el presidente Lenín Moreno decretó que retiraría los subsidios a la gasolina, bajarías los salarios a los contratos ocasionales y disminuiría los días de vacaciones, Pepe, como le conocemos en familia, le dijo a sus hijos y a su esposa: “es hora de salir a la calle. ¡Esto es una injusticia!”.
Y así lo hizo. Durante once días de paro nacional, estuvo en las calles apoyando a sus compañeros de lucha, la mayoría miembros de las bases de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), y ayudando a los heridos por la represión policial.
“Colócate en la nariz hojas de eucalipto. Eso ayuda a disminuir los efectos de las bombas lacrimógenas. También, procura no exponer mucho a tus hijos en las ventanas”, me dijo antes de colgar el teléfono.
Luego, víctima del insomnio, reviso el Twitter y leo que el Ágora de la Casa de la Cultura ha sido atacado varias veces por la policía: mujeres, niños y personas de la tercera edad denuncian que las bombas lacrimógenas los ahogan y piden ayuda para que termine esa situación.
Por tres días no hablé más con mi tío. Temiendo que esté entre los heridos, o peor, entre las siete muertes que al final de las protestas contabilizó la Defensoría del Pueblo del Ecuador. Igual que la última vez, pero a las 11 de la noche, me llama y me dice, con una jovialidad que no reconozco, “sobrino, ¡lo logramos!, tuvieron que derogar el decreto”.
Limpieza
Una vez que ha terminado el toque de queda, logré bajar al supermercado y al cajero. Las calles muestran las cicatrices de los enfrentamientos entre los manifestantes y la policía. Hay un silencio eclesiástico. Las personas no se saludan y, si cruzan algunas miradas, sólo esbozan un pausado buenos días, no vaya a pasar que cualquier palabra mal ubicada desate, una vez más, la beligerancia.
Luisa tiene un suéter azul con letras en el pecho que anuncian que es estudiante de la Universidad Central del Ecuador. Forma parte de una cuadrilla de civiles que se juntaron esta mañana para limpiar los alrededores de la Asamblea Nacional y la Contraloría. Este último edificio fue invadido por decenas de personas que quemaron sus instalaciones.
“Me quedé apoyando a los voluntarios dentro de la Universidad Católica. Vivimos noches terribles porque a cada momento nos decían que se iban a meter para desalojarnos a la fuerza”, me comenta mientras llena una bolsa con ramas y palos chamuscados. Su novio, también estudiante de la Central, la acompaña.
“¿Quieres un cigarrillo?”, me pregunta él. “No fumo, gracias”, le respondo, al mismo tiempo que veo unas quemaduras en su antebrazo y mano izquierda. “Me las hice devolviendo las bombas lacrimógenas que nos lanzaban. Esto aquí fue una verdadera guerra”.
Entre la avenida 6 de diciembre y la calle Tarqui, al centro norte de la ciudad, se desarrolló una de las batallas más emblemáticas de estos días: los manifestantes querían tomar la Asamblea Nacional y, a pesar de que lo lograron una vez y fueron desalojados por el Ejército, no descansaron en su misión de plantar bandera definitiva dentro del parlamento.
“Los policías estaban en una posición elevada. Desde allá arriba –señala una loma con su mano derecha– se atrincheraron y no dejaron que subiéramos”, me cuenta Luisa. Se ha separado un poco del grupo principal que está limpiando porque se encontró con amigas, y entre todas cuentan sus experiencias.
Comentan que la dirigencia de la Conaie “ha sido valiente”, al “enfrentarse a un gobierno que se deja llevar por el Fondo Monetario Internacional”.
“Pero, ¡lo logramos!”, grita el novio de Luisa que se incorpora a las muchachas que ahora esperan que el acuerdo entre la Conaie y el gobierno, que logró la derogación del decreto 883, “no sea otra trampa para engañar al pueblo”.
Ataques
Santiago es fotógrafo. De padre uruguayo y madre ecuatoriana, cuando habla arrastra un poco las palabras con ese seseo que caracteriza a los criados en el sur. Cuando comenzaron las protestas, cumpliendo con su trabajo, fue rociado en la cara con gas pimienta por funcionarios de la policía nacional.
“Mi pana, ¿cómo estás?”, le pregunto por Instagram. “Sacado la puta”, me contesta. Santiago sólo es un primer ejemplo de cómo la prensa tuvo que realizar su trabajo durante la protesta. “Nos llaman ‘prensa corrupta’, y nos persiguen”, comenta Enrique Alcivar, otro periodista que a través de sus redes sociales publicó videos de cómo la policía le impidió hacer su trabajo.
El punto álgido llegó cuando Freddy Paredes, periodista de Teleamazonas, fue agredido al salir de una rueda de prensa de la Conaie en la Casa de la Cultura. En varios videos que se publicaron por redes sociales vemos como su agresor le lanza una piedra, tumbándolo al piso, dejándole una cortada de seis centímetros en el cuero cabelludo y una lesión en el hombro derecho..
Mientras Luisa y su novio siguen en la jornada de limpieza, que ha formado varias cadenas humanas para recoger los escombros, se forma un tumulto con un lema familiar: “¡fuera, prensa corrupta!”. Un equipo de reporteros es obligado a retirarse del lugar, las personas los acusan de “no informar la verdad” y ser “cómplices” del gobierno.
“¿Crees que ya estamos en paz’”, le pregunto a Luisa. Ella me responde “eso dependerá de lo que hagan ellos”. Cuando dice “ellos” lo pronuncia con tal fuerza que se nota una generalización. Se nota que con ese “ellos” señala a todos aquellos que no comparten su manera de ver la protesta.
Reconstruir
Milena tenía un pequeño restaurante frente a la Asamblea Nacional. Cuando comenzaron las protestas, le recomendaron que lo cerrara y no volviera a abrir hasta que bajaran los ánimos. “Cometí un error, debí haberme quedado acá protegiendo mis cosas. Esto no es justo”, dice entre lágrimas.
Su negocio fue saqueado. Aún no contabiliza los daños, pero cada vez que usa la escoba, recoge del piso vidrios rotos, envoltorios de la comida que tenía refrigerada y los anuncios de refrescos y chucherías que tenía pegados en las paredes. “¿Es esto luchar por los más pobres? Dañando a los más pobres”, alega al mismo tiempo que su yerno le dice que el presidente Lenín Moreno anunció unos créditos especiales para aquellos pequeños empresarios cuyos negocios fueron saqueados.
Por otro lado, a unos quince minutos del restaurante de Milena está María, quien desde hace 27 años maneja un pequeño mercado en el barrio de San Juan. “Los vecinos me decían que no cerrara, que siguiera trabajando. Que ellos me ayudarían”.
María tiene una hija que estudia en la universidad, y dice “no puedo darme el lujo de cerrar porque pierdo dinero. Al final, si no trabajamos, no salimos adelante. No podemos parar por tanto tiempo”.
Un sentir que dividió a la ciudad durante las protestas: en el centro y el sur los negocios no abrieron o abrieron parcialmente. Esta parte de la ciudad se caracteriza por ser el centro político del país. Ahí está el palacio de Gobierno, sedes principales de bancos y poderes legislativos. Además, es donde se concentra la mayor cantidad de la población de medianos y escasos recursos. Al norte están los centros comerciales, grandes urbanizaciones y centros financieros que seguían trabajando como si no pasara nada. Quito se convirtió por once días en una ciudad de contrastes.
La cuadrilla de limpieza está terminando su trabajo. Pareciera que no pasó nada. Que no hubo heridos, que no hubo detenidos, que no hubo enemistades que renacieron y calmas que se forjaron a punta de puños. Luisa y sus amigas fuman un cigarrillo, mientras revisan sus teléfonos. Están pendientes del nuevo texto que sacará el gobierno. Otra vez, nuestra paz depende de un decreto.
es periodista venezolano. En la actualidad reside en Ecuador.