Reformar para polarizar: sobre el aborto como derecho constitucional

La propuesta de reformar la Constitución para incluir en ella el derecho al aborto no es más que otro señuelo del gobierno de Pedro Sánchez para alimentar polémicas polarizadoras.
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A una semana del referéndum para la ratificación de la Constitución de 1978 el cardenal don Marcelo, arzobispo primado de Toledo, dirigía una instrucción pastoral en la que reflexionaba sobre algunas deficiencias de la Constitución que se sometía a votación del pueblo para preguntarse si estas carencias eran tolerables o si, por el contrario, se trataría de “gusanos que inficionan toda manzana, haciéndola dañina e inaceptable”. Y, entre otros aspectos, destacaba la regulación del aborto, donde consideraba que no se había conseguido “la claridad y la seguridad necesarias” para enfrentarse a ese “crimen abominable”, tal y como se calificaba en el Concilio Vaticano II. 

Acertaba don Marcelo al señalar que la Constitución había dejado cuestiones abiertas para que el legislador democrático fuera concretando a la luz de las mayorías políticas de cada momento. Hubo ámbitos en los que no fue posible lograr un gran acuerdo o ni siquiera se pudieron alcanzar equilibrios complejos como el logrado al regular el derecho a la educación, donde se contemplan desde el derecho a la educación y la libertad de enseñanza, su orientación hacia el “pleno desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos de convivencia”, pero también el derecho de los padres a que sus hijos reciban “formación religiosa y moral” de acuerdo con sus convicciones o la libertad de creación de centros docentes. Y, ante la imposibilidad de encontrar una postura común o equilibrada, el constituyente se escabulló con “consensos apócrifos” donde el acuerdo se suscitó recurriendo a fórmulas vagas que permitían una diversidad de políticas. El ejemplo más claro fue la regulación constitucional de la vida: “Todos tienen derecho a la vida”, sentenció la Constitución en su artículo 15 sin descender a aclarar quienes iban a entrar en ese “todos”. 

Este es el precio de contar con una Constitución de consenso, erigida como auténtica norma fundamental para preservar la vida en democracia en una sociedad plural. El constituyente de 1978 tuvo claro que había que reconciliar a esas dos Españas y, para ello, no podía caer en aprovechar la mayoría de un signo político u otro para imponer una Constitución sesgada ideológicamente. Había que huir de esas “Constituciones de partido” que habían marcado de manera tan negra la historia de nuestro constitucionalismo patrio. Lo que exigía hacer renuncias, algunas dolorosas, para dotarnos de ese marco común, fundamental y, por ende, de mínimos en muchos casos, que pudiera ser compartido por una amplia mayoría social y política, como así se confirmó con el apoyo tan mayoritario del pueblo en aquella votación refrendaria.

Las generaciones venideras hemos de ser conscientes de la importancia de preservar ese espíritu original de nuestra constitución: que siga siendo un espacio de integración. Es un deber que pesa especialmente sobre las instituciones políticas, desde el Tribunal Constitucional al parlamento, pasando por el gobierno. Pero, desgraciadamente, el tiempo político marcado por la polarización puede terminar dando al traste con esta vocación integradora de nuestra norma fundamental.

Y esta es la gran amenaza que se ciñe tras la propuesta gubernamental de reformar la Constitución para que se consagre en nuestro texto fundamental el derecho al aborto. Un nuevo señuelo del gobierno de Sánchez que podríamos sintetizar con el titular “reformar para polarizar”. 

Que estamos ante un puro señuelo que juega con nuestra norma fundamental sin pretender ofrecer una auténtica protección constitucional lo demuestra el hecho de que lo que el Gobierno se propone sea incluir este derecho al aborto no entre los derechos fundamentales, donde se contempla el derecho a la vida (art. 15), sino como un mero principio rector, a colación del derecho a la salud (art. 43). La opción no es baladí: los derechos fundamentales cuentan con eficacia directa, son aplicables por los jueces sin mediación del legislador y tienen un particular sistema de garantías. Entre otras, el amparo constitucional o un procedimiento de reforma especialmente gravoso (mayorías parlamentarias de 2/3, convocatoria de elecciones y referéndum). Sin embargo, para reformar los principios rectores se sigue un procedimiento más liviano donde basta con mayorías cualificadas en Congreso y Senado y el referéndum no es necesario.

Pues bien, incluir el derecho al aborto como un principio rector, tal y como se propone el gobierno, tendría un efecto contraproducente para sus propios intereses, ya que comportaría su degradación respecto del reconocimiento que ha hecho del mismo el Tribunal Constitucional. Y es que, el Tribunal Constitucional, en su sentencia 44/2023 no se contentó con declarar la constitucionalidad de la ley que legalizaba el aborto atendiendo a determinados plazos, sino que afirmó que la interrupción voluntaria del embarazo “forma parte del contenido constitucionalmente protegido del derecho a la integridad física y moral (art. 15)”. 

Algunos criticamos esta sentencia porque una cosa habría sido reconocer que el legislador tiene un amplio margen ya que, según lo dicho, la Constitución dejó la cuestión abierta, aunque con límites. En concreto, el propio tribunal en su sentencia de 1985 concluyó que el legislador no podía hacer prevalecer incondicionadamente alguno de los derechos y bienes en juego: de un lado, la protección de la vida humana en formación y, de otro, los derechos de la mujer. Una jurisprudencia que tuve ocasión de comentar en estas páginas

Pero ahora el Constitucional ha ido más allá al “inventarse” un ámbito de protección iusfundamental a la interrupción voluntaria del embarazo que los poderes públicos tienen que proteger, lo que, por ejemplo, vedaría al legislador derogar la actual ley de plazos para volver a un modelo de supuestos ampliando la penalización. Un ejemplo de ese “constructivismo” constitucional que mueve a la mayoría progresista de nuestro tribunal que viene avalando lecturas sesgadas políticamente de nuestra Constitución. Algo que no es nuevo, pero que ha alcanzado gran intensidad. De hecho, incluso en la sentencia de 1985, decidida por un tribunal integrado por insignes magistrados, algunos cuestionaron el exceso de haber declarado parcialmente inconstitucional aquella ley por no haber incorporado ciertas garantías. En particular, Rubio Llorente concluyó en su voto particular a esa sentencia que el Constitucional había caído en la tentación de actuar como si fuera una “tercera Cámara”, y Díez-Picazo señaló los riesgos de acudir a “deducciones constructivas” de la Constitución, que pueden esconder “larvados o manifiestos juicios de valor”, para justificar la inconstitucionalidad de una ley. Cuánto más podríamos decir hoy día… No obstante, ya sabemos que hard cases make bad law, y, sobre todo, el aborto nos sitúa ante uno de los conflictos más dramáticos donde la conciliación resulta muy difícil. 

En cualquier caso, este relato del estado de la jurisprudencia actual prueba que el afán gubernamental no es otro que el de alimentar polémicas polarizadoras aprovechando la oportunidad que le brindó el PP madrileño al situar el tema del aborto en el debate político. 

Además, debemos señalar que, de seguirse ese procedimiento de reforma para incluir el derecho al aborto en el art. 43, sería un fraude procesal que debemos denunciar. La discusión sobre los contornos del derecho a la vida debe darse en el art. 15, tal y como se hizo en el momento constituyente. Y precisamente el gravoso procedimiento para su reforma busca conjurar que temas fundamentales puedan decidirse por mayorías políticas coyunturales. Su blindaje es una garantía democrática. 

En definitiva, estamos ante la antítesis de lo que debe ser una propuesta de reforma constitucional que, insisto, ha de tener siempre como orientación la integración social y política, procurando amplios consensos. Si en Francia han podido llevar a la Constitución el derecho al aborto es porque se han limitado a constitucionalizar una regulación legal que llevaba décadas aprobada y sobre la que existía un consenso social bastante amplio, como se probó a la hora de la votación parlamentaria de la reforma, y, para colmo, que sigue dejando al legislador un importante margen de maniobra. 

El ejemplo contrario lo encontramos en EEUU, donde los vaivenes de la Corte Suprema al interpretar el derecho a la vida y los límites al aborto han abonado la fractura existente en aquella nación. Este último es el camino que ha seguido nuestro Tribunal Constitucional en sus últimas decisiones y es el que parece que guía al presidente Sánchez, un auténtico rey Midas de la polarización. Haría bien en atender las admoniciones de nuestro rey Felipe VI, quien hace unas semanas en La Toja, reconociendo la labor de nuestros padres constituyentes, destacó cómo “las soluciones más sólidas y duraderas son siempre las que nacen de la generosidad, el diálogo y la cooperación”, sabiendo que “la democracia es pacto, es voluntad de acordar, es construir con y desde la diversidad”. Este es el espíritu original de nuestra Constitución que no podemos olvidar. Porque este espíritu de consenso, lejos de ser un “gusano”, es, como decíamos, el precio de vivir en democracia disfrutando de una sociedad plural y libre.


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