Semprún y Claudín: una amistad

La expulsión de “El Partido”, en 1964, fue una experiencia dura, liberadora para mi padre y para Jorge Semprún, brutal para mi madre, y enriquecedora para mí.
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“Federico es un camarada”, me dijeron. Entendí, sin que me lo explicaran, que aquella era una categoría superior a la de amigo. Invierno de 1956: mi madre, mi hermana y yo acabábamos de llegar al aeropuerto de Le Bourget. Ese Federico fue el primer rostro que vi al aterrizar en París. Él nos vino a buscar a la llegada del avión porque las “consignas de seguridad” no permitían que lo hiciera mi padre, clandestino entonces, como los siguientes veinte años de nuestra estancia en Francia.

Nuestros primeros meses en París transcurrieron en casa de Claude, la siempre alegre hermana de Colette, la mujer de Jorge. Allí me inicié en el tercer idioma de nuestro exilio. Allí, Jorge, Colette y su hija Dominique, y mamie, la madre de Colette, con su risa sonora, se convirtieron, sin que yo lo supiera aún, en mi familia francesa. En su casa empecé a abrigar serias dudas sobre la existencia de Papá Noel. Y nuestras vidas quedaron unidas para siempre.

La expulsión de “El Partido”, en 1964, fue una experiencia dura, liberadora para mi padre y para Jorge, brutal para mi madre, y enriquecedora para mí. Aprendí que esos amigos que se hacían llamar camaradas dejaban de ser amigos si empezabas a pensar por tu cuenta, te denigraban y hacían el vacío a mayores y a niños… Jorge y Colette ayudaron de todas las maneras posibles. Sin su apoyo, y el de algunos otros amigos, este camino a la libertad hubiera resultado más devastador. Cuando mi padre me explicó que los habían expulsado a los dos del partido, recuerdo cómo me gratificó la idea de que Jorge y él siguieran juntos en esta aventura de la divergencia. Los expulsaron como camaradas. Se reforzaron como amigos.

La verdad es que Jorge siempre fue mi preferido. Su manera de ser, de hablar, su casa llena de libros, como la nuestra, tan distinta de las de los demás camaradas con su ineludible paloma de la paz de Picasso… Su risa era potente, como sus enfados y sus entusiasmos. Era temperamental, apasionado, se podía sulfurar con cierta facilidad cuando discutía sobre temas que le tocaban de cerca. Y Jorge siempre me preguntaba qué estaba leyendo. Yo sentía que él era diferente. Llegaron las novelas y los guiones, que se discutían con pasión en el piso de Jorge y Colette o en los veranos provenzales compartidos, a veces con amigos especiales como Juan Goytisolo y Monique Lange.

Que Jorge había dejado el partido porque se había cansado de la dureza de la lucha clandestina y quería dedicarse a la vida mundana y a frivolidades como la literatura y el cine, tras el éxito alcanzado por El largo viaje, era la crítica machacona que la dirección del PCE había convertido en dogma y que sacaba de sus casillas a Fernando, habitualmente de carácter mucho más contenido que Jorge. Hay muchas maneras de hacer política, me recordaba mi padre, y Jorge sigue luchando con medios igual o más poderosos que militar en el aparato del partido. Con todo, la expulsión supuso una liberación para ambos. Hasta entonces, poder decir lo que piensas y pensar lo que dices había sido un lujo que no habían podido permitirse durante muchos años.

Se completaban: Jorge aportaba su experiencia directa de los campos nazis; Fernando, la de la realidad soviética. La narración, incuestionable y cándida, de mi madre acerca de la vida cotidiana en el paraíso del proletariado también fue, tanto para Jorge como para mi padre, un elemento formativo que los ayudó a ver, a través de la fantasía idílica del dogma, la realidad, socialmente injusta y políticamente destructiva, del universo soviético.

Y siempre, como sustrato, el anhelo de una España democrática. Por ello, además de la extensa obra literaria de Jorge, La guerra ha terminado y La confesión fueron, sin duda, las dos películas más cercanas a su experiencia vital.

En la primera, un Jorge con voz crítica aún incipiente traslada al cine su distanciamiento de un partido encallado en una visión obsoleta de España frente a su conocimiento del país real, que le descubren sus peligrosos viajes bajo identidad falsa. Y, para ambos, en ese acercamiento a la España contemporánea, que también se expresa en Las dos memorias, tuvo un papel singular el incisivo y heterodoxo Javier Pradera.

La confesión es producto directo de la Primavera de Praga de 1968, que representó un momento fundamental en la evolución de los dos disidentes, consolidando de una vez para siempre su convicción de que la naturaleza del comunismo soviético era intrínsecamente incompatible con la condición democrática. La confesión y sus libros sobre los campos de exterminio se conjugan para denunciar los dos monstruos que amenazaron a la Europa que nació como “algo construido precisamente contra el fascismo y contra el estalinismo”, en palabras de Jorge.

La amiga más íntima de la familia fue, sin duda, Florence, la hija de André Malraux, como era de esperar en la lógica de esa “narrativa mítica y de identificación de Semprún con Malraux en una versión sutilmente distinta”, que describe la joven profesora Scheherezade Pinilla Cañadas, una de las grandes conocedoras de la obra de Jorge en España. El 18 de noviembre de 2012, Florence me escribió: “Tu sais, pour moi, les Pradera et vous, vous étiez la meilleure part de Jorge, la plus pure, la plus vraie” (“Sabes, para mí, los Pradera y vosotros érais la mejor parte de Jorge, la más pura, la más verdadera”). Jorge y Florence coincidieron hasta en el hecho de enfermar más o menos a la vez. Y compartieron hospital sin poder verse.

Finalmente, llegó la hora de llevar a casa a Jorge. Evelyn Mesquida, su ángel guardián durante el tiempo que permaneció ingresado, se adelantó para acomodar la habitación; yo lo acompañé en la ambulancia. Cuando sacaron la camilla, tuvimos que esperar unos minutos en la acera. Una última parada en la calle, “sous le ciel de Paris.

En las jornadas que siguieron, mientras le cortaba las uñas de las manos, él, quieto, se dejaba hacer, mirando siempre las nubes a través de la ventana frente a su cama. De repente, me desbordó una gran emoción y empecé a cubrir de ligeros besos su brazo, ya filiforme. Me disculpé riendo: “Perdona, Jorge, estoy abusando”. “Sigue, sigue…”, me contestó al instante, con voz aún fuerte. Así que yo seguí. ~


Este texto forma parte del volumen Destino y memoria. Cien años de Jorge Semprún (Tusquets), que ha editado Mayka Lahoz y llega este mes a las librerías.

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Carmen Claudín, hija de Fernando Claudín, es Investigadora Sénior Asociada en CIDOB, Barcelona Centre for International Affairs.


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