sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que solo queda la burocracia como elemento activo
Rosa Luxemburgo
Las universidades constituyen vehículos fundamentales para la cultura democrática. Devienen escuelas de ciudadanía, donde la gente aprende a convivir con ideas diferentes a las suyas y ejercita el pensamiento crítico. En sus aulas podemos, si se vive dentro de un orden democrático, constatar las mentiras del poder –sea este político, económico o pastoral– y forjar criterios alternativos. Por ello las universidades e institutos de investigación constituyen objetivos predilectos de quienes aspiran, con independencia de su ideología y legitimidad, a concentrar en pocas manos el poder de una nación.
Tres rutas principales se abren en la neutralización de pensadores y claustros insumisos al discurso oficial. Estas adquieren matices en distintos lugares, al sazón de la política doméstica. Pero se replican, una y otra vez, en todos los rincones del orbe. A veces operan de forma pura; en otras ocasiones actúan mezcladas.
La supresión irrumpe cuando procesos y grupos políticos radicales eliminan cualquier posibilidad de difundir pensamientos distintos al dominante. La toma estatal de universidades, unida a la abolición del derecho mismo a una educación autónoma del poder, son marcas supresivas del despotismo moderno. En el último siglo, los regímenes autocráticos –comunistas, fascistas, dictaduras militares periféricas, entre otros– eliminaron siempre cualquier forma de educación rebelde al pensamiento único oficial. Una aniquilación fáctica, sustentada la mayoría de las veces por una legislación punitiva y una ideología totalizante.
La erosión se revela, sinuosa pero dañina, en gobiernos populistas de disímil signo ideológico, coincidentes en sus tendencias incompletamente autoritarias. Es lo que han hecho Viktor Orban con el asedio obsesivo a la Universidad Europea en Budapest y Tayyip Erdogan con la destitución del rector de la Universidad Bogazici de Estambul. Agendas que se expanden con restricciones y destituciones adicionales a otros centros de investigación y enseñanza de Hungría y Turquía. Sin atreverse a eliminar de jure toda forma de enseñanza ajena a la estatal, la estrategia consiste aquí en arrinconar de facto a los críticos; orillándolos a la ruina financiera, el escarnio público y la pérdida de sus espacios de expresión. Con la venia de empresarios y directores afines –por ideología o negocios– al poder tutelar, la ola erosiva va arruinando la libertad académica, amparada en una mentalidad hegemónica, que no busca imponer un pensamiento único pero sí instalar una conformidad masiva.
La demolición es la forma menos reconocible pero acaso sea, por su naturaleza, la más perversa. No necesita el Estado ocupar el edificio de la facultad. Tampoco invadir con botas militares el campus universitario. Los demoledores, del mismo modo que operan sus pares de la ingeniería civil, destruyen desde dentro los cimientos mismos de la educación libre. En el seno de sociedades abiertas, los demoledores son esos intelectuales caníbales que, con la imposición de narrativas mesiánicas y activismos histéricos, asesinan las condiciones mismas del pensamiento crítico y corroen la posibilidad de un debate informado, ajeno a dogmas seculares. Ha sucedido en Latinoamérica, con intelectuales militantes aplaudiendo el arribo de gobiernos autoritarios que imponen una dominación sobre la educación superior de sus países. O en Estados Unidos, donde crece la dificultad para hacer un análisis crítico al enfoque de la (mal) llamada Justicia Social, sin ser acusado y aislado como vil reaccionario.
La libertad académica –amenazada hoy en todo el globo–
{{Ver V. Frangville, A. Merlin, J. Sfeir, P.-É. Vandamme, La liberté académique. Enjeux et menaces, Éditions de l’Université de Bruxelles, Bruxelles, 2021. También AAVV, Derecho a la libertad académica en Latinoamérica, Universidad del Zulia, Maracaibo, 2020.}}
se entiende como el derecho irrestricto de los académicos a la libertad de enseñanza, opinión y discusión, en la realización de sus investigaciones y en la difusión y publicación de los resultados de estas. Reúne varios requisitos y fenómenos concurrentes, tales como la libertad de investigación y enseñanza, la libertad de intercambio y difusión, la autonomía institucional, la integridad del campus, y la libertad de expresión académica y cultural, entre otros. Para defenderlas no hay que elegir, por ideología o grado de control, entre modos diferentes de censurar la libertad académica, sino sostener una denuncia común de sus efectos sobre los derechos humanos y la democracia.
Contra estas libertades se imponen las rutas de supresión, erosión y demolición que confluyen, en la cartografía social y global, con su amenaza a las libertades de enseñanza, expresión e investigación de las universidades contemporáneas. Libertades que, junto a los derechos a la organización, manifestación y participación cívicas constituyen las bases epistémicas, normativas y fácticas de nuestra convivencia democrática. En nuestro país, donde vivimos hoy el cruce perverso de agendas institucionales erosivas –como las que enfrenta la comunidad del Centro de Investigación y Docencia Económicas–, actitudes personales demoledoras –que justifican, desde el seno del gremio académico, las descalificaciones a las universidades públicas y sus investigadores– y horizontes políticos supresivos –con los rasgos crecientemente autoritarios del discurso oficial–, vale la pena comprenderlo.
es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.