Fue un matemático brillante. Fue un ermitaño. Fue el terrorista más buscado de los Estados Unidos. Fue un icono pop. Fue un preso modelo. Y fue inspiración para miles de personas que –por suerte– nunca siguieron sus pasos. El 10 de junio de 2023 se suicidó sin que haya trascendido el método. Tenía, desde 2021, un cáncer. Había sido condenado a tres cadenas perpetuas por haber matado a tres personas y herido a otras veintitrés. Se mantuvo en activo hasta 1995, cuando fue delatado por su propio hermano. Su nombre para el mundo era Unabomber, pero nació como Theodore Kaczynski. Esta es la historia del hombre que quiso derrocar el sistema desde una cabaña de tres por cuatro metros en un pueblo de Montana.
En 1994 se había estrenado Asesinos natos (guión de Quentin Tarantino, dirección de Oliver Stone). Película tan generacional como olvidada, contaba la historia de unos modernos Bonnie y Clyde convertidos en ídolos nacionales gracias al sensacionalismo televisivo. Al año siguiente el FBI detenía a Ted Kazcynski tras veinte años poniendo en jaque la seguridad de todo un país. Había fabricado y enviado diez bombas entre 1975 y 1994. Teniendo en cuenta que las construyó en una cabaña de madera en la que vivió desde 1971 hasta su detención, podemos afirmar que vivió completamente solo durante cincuenta y dos años de su vida, visitado primero por sus demonios (la civilización) y más tarde por admiradores con los que mantuvo correspondencia hasta su entrada en el hospital penitenciario en 2021. Como asesino en serie queda –haciendo recuento de víctimas– muy por debajo de Jeffrey Dahmer, Pedro López, John Wayne Gacy, Ted Bundy, o incluso de los españolísimos Arropiero y Francisco García Escalero. Sin embargo las consecuencias de sus acciones sí trascendieron en las vidas de mucha gente, convirtiendo la paranoia y el miedo en algo cotidiano en un sector clave en Estados Unidos como es la aviación: Kazcynski mandó cartas bomba a dirigentes de aerolíneas y llegó a colocar una en el equipaje de un avión.
La fascinación del público por los asesinos en serie es la versión moderna (desprovista de fantasía, envuelta en prosaísmo) que tiene la sociedad tecnificada. Un resquicio al miedo físico en un sistema que, en teoría, te sostiene desde el nacimiento hasta la muerte.
Parte de la fascinación que produce la figura de Unabomber se desató cuando se conoció su pasado: alumno brillante al que adelantan tres cursos de niño. Cociente intelectual de 167 (sin que conste, que yo sepa, en qué escala de las varias existentes se midió su C.I.). Entró becado a Harvard a los 16 años y a los 25 tenía un doctorado en matemáticas y fue profesor en la Universidad de Berkeley hasta los 26. Las fotos que conoció el público mostraban a un chico joven, atractivo, alto, inteligente y con un brillante futuro por delante y del otro lado, a un hombre de mediana edad descuidado, sucio, con ropa raída, extremadamente delgado, y culpable de una serie de atentados que pusieron en jaque la seguridad de todo un país.
El motivo de su ascenso al Olimpo de la cultura popular se debe a que mucha gente simpatizaba (y simpatiza) con los pensamientos que Kazcynski expresó en su conocido manifiesto titulado La sociedad industrial y su futuro. Treinta mil palabras escritas a máquina, copiadas cinco veces para ser enviadas a cinco diarios distintos, y más tarde difundidas por internet (forma de comunicación que es, a la postre, el triunfo absoluto de la sociedad tecnológica que Unabomber detestaba). El talón de Aquiles del texto era su misantropía. En ningún párrafo de entre los 232 puntos que contiene el manifiesto se llama a la unión entre iguales, entre afines, entre hermanos o entre víctimas. Kaczynski era ante todo un hombre solitario, y todo credo, para arraigar en la sociedad o en un grupo humano, necesita antes que nada un componente vírico. Necesita bien buscar el contagio (como es el caso de las religiones proselitistas), bien buscar el sentimiento de pertenencia (como es el caso tanto de las religiones no proselitistas como el judaísmo o el zoroastrismo, pero también de las causas nacionalistas o incluso del movimiento queer). Si no hay un componente expansivo no habrá masa, y el hombre, si no es masa, se ve obligado a actuar y pensar por sí mismo, que es lo que más inseguridad causa en el cerebro humano. Pocos corazones están capacitados para eso. Kazcynski, antes de pasar veinticinco años en una cabaña, estuvo inmerso en una sociedad herida por la Guerra Mundial y lacerada por la Guerra Fría. Al mismo tiempo, la escalada tecnológica se aceleraba de forma exponencial (proceso que continúa a día de hoy). Dicha escalada quedó reflejada en todo el Manifiesto, adelantando problemas que en 1994 parecían lejanos pero que en 2023 son totalmente actuales y pequeños comparados con la envergadura que pueden llegar a tener.
En el punto 172 (dentro del apartado “El futuro”) Kaczynski expone: “Supongamos que los informáticos consiguen desarrollar máquinas inteligentes que pueden hacer todas las actividades humanas mejor que los propios humanos. En tal caso es de suponer que todo el trabajo acabará hecho por vastos y altamente organizados sistemas sin que sea necesario el esfuerzo humano. Pueden darse entonces dos casos: que a las máquinas se les permita tomar sus propias decisiones sin supervisión humana, o que se mantenga el control humano sobre las máquinas.” Es imposible no pensar en la inteligencia artificial y en los primeros pasos que la vemos dar. Pero Kazcynski ya adelantó problemas sobre los que algunas voces empiezan a advertir. Él desarrolló estas dos posibilidades. En la primera (que las máquinas no tengan supervisión humana) expone que “mientras que los problemas de la sociedad se vuelven más y más complejos y las máquinas se vuelven más y más inteligentes, la gente dejará que las máquinas tomen decisiones por ellos simplemente porque las decisiones tomadas por las máquinas traerán mejores resultados que las hechas por el hombre […] y la gente no podrá apagar las máquinas, porque serán tan dependentes de ellas que apagarlas sería equivalente al suicidio”. Ese punto de dependencia ya ha llegado. Imaginemos el colapso social que supondría un solo día sin sistemas informáticos: puertas que no abren (porque no tienen opción manual), coches que no arrancan, hospitales que no funcionan, transferencias que no llegan, y por supuesto todas las oficinas del mundo paradas, como cualquier día en el que no haya internet en una empresa, que es el momento en el que se demuestra la dependencia absoluta de la tecnología (quien más y quien menos ha vivido esos parones en los que los empleados simplemente miran a su alrededor como animales desorientados). Sin embargo a día de hoy la tecnología está perfectamente manejada por humanos, que es el segundo escenario que Kazcynski planteó. Él advirtió que unas élites reducidas manejarían todas las decisiones de las máquinas, y que el trabajo humano terminaría por no ser necesario, “convirtiendo a las masas en superfluas, en un peso inútil para el sistema”, y seguía con la idea de que esas mismas élites podrían tomar dos caminos: el primero supondría la destrucción de esas masas, bien a través de la propaganda para no reproducirse o bien a través de técnicas de control biológico, dejando el planeta solo para uso y disfrute de una pequeña élite. Esa posibilidad la han dado por cierta algunos conspiranoicos, asumiendo que la covid fue una estrategia para deshacerse de una gran parte de la humanidad. Sin embargo, la segunda opción parece mucho más realista: “Si la élite se compone de liberales puede ser que asuman el papel de buenos pastores hacia el resto de la especie humana. Conseguirán que las necesidades físicas de todo el mundo estén satisfechas, que los niños sean educados con unas condiciones psicológicas higiénicas y que todo el mundo tenga un hobbie para mantenerse ocupado, así que nadie esté insatisfecho o busque una ‘cura’ para su ‘problema’”. Y concluye con una afirmación lapidaria que podría no estar tan lejos: “(Los humanos) serán reducidos a animales domésticos.” La Renta Básica Universal, defendida en España por la izquierda, es una propuesta que también tiene defensores neoliberales. La derecha y la izquierda tienen motivos muy distintos para proponerla. Mientras que desde la izquierda se presupone que eso creará una igualdad y la posibilidad real de que todo el mundo tenga asegurada casa y comida, evitando tener que acceder a trabajos indignos o pésimamente retribuidos, la derecha expone que pronto no habrá trabajo para todos, y que para mantener el bienestar social será necesario que toda la masa de población tenga unos ingresos que eviten revueltas sociales. En ambos casos las palabras de Unabomber resultarán certeras: “La gente tendrá que ser psicológica o biológicamente entrenada para no buscar un proceso de poder y sublimarlo a través de hobbies inocuos.”
En verano de 2023 la inteligencia artificial ha tenido pequeños logros: escribir trabajos más decentes que los que hacen la mayoría de los alumnos de secundaria, redactar ensayos científicos, crear ilustraciones de calidad, o incluso argumentos de novelas y películas. También sirve para adelantar trabajo que en una empresa llevaría días. La máquina, sin paños calientes, trabaja mejor que nosotros. Uno de los programas más populares, ChatGPT, aún está programado para no herir los sentimientos de nadie y no permite insultar ni perpetuar estereotipos de género, raza u orientación sexual. Un experimento mucho más primitivo fue llevado a cabo hace años en una universidad americana pero sin el freno lingüístico, y el programa se volvió homófobo, nazi, misógino, clasista y faltón en apenas unas semanas. Si el día de mañana (en noviembre por ejemplo) el dueño de ChatGPT decide que, por lo que sea, está bien que el programa sea un poco racista, los mensajes supremacistas tendrán una presencia no vista desde los años treinta. Las máquinas, como predijo Unabomber, solo nos necesitarán para consumir. Unos años después de la publicación del manifiesto, en concreto en 1999, se estrenaba una película que estetizaba la conversión de los humanos en fuentes de energía para la tecnología. Esa película era, obviamente, Matrix, y la única diferencia entre Matrix y lo que proponía Kazcynski, lo que proponen los neoliberales con la Renta Básica Universal y lo que temen los filósofos modernos es la estética: no habrá gafas de sol minúsculas, no habrá gabardinas de cuero, y no habrá raves con gente atractiva copulando salvajemente. Como durante la covid, el apocalipsis nos encontrará en zapatillas y ropa de estar en casa.
Kaczynski propone un tercer escenario que parece el más suave, pero también el más inmediato: la especialización constante (punto 175) llevará a que muchos humanos no tengan la capacidad para alcanzar un cometido que puedan cumplir, mientras que otros estarán sometidos a una actualización constante de conocimientos. “Los humanos estarán ocupados en trabajos sin importancia […] pasarán el tiempo abrillantando zapatos, ejerciendo de taxistas, haciendo manualidades para consumo de otros, atendiendo mesas en restaurantes… […] dudamos [Unabomber siempre escribía en plural, aludiendo a una grupo que no era tal] de que nadie encuentre tales trabajos satisfactorios. Podrían buscar otros entretenimientos peligrosos (drogas, crimen, sectas, grupos radicales) a no ser que fueran biológica o psicológicamente entrenados para adaptarse a ese estilo de vida.” Este punto (el 176) parece aludir directamente a la hostelería, a servicios como Uber y Cabify, y a la creación y consumo de piezas artesanas como forma de entretenimiento. Sobre la tendencia a actividades destructivas, es evidente el repunte de grupos violentos o la entrega personal a pequeños grupos con estructura religiosa pero sin contenido sobrenatural como pueden ser los grupos de criptomonedas, la venta piramidal de productos de herbolario o cualquier otra secta de “superación personal” que, para individuos sin dinero se traducen solamente en la adquisición de libros de “crecimiento” en los que se enseña a dar “tu mejor versión”, siendo esta una rueda de hámster de la que nadie va a escapar jamás. Unabomber concluye este apartado con una frase también lapidaria: “Sería mejor tirar a la basura todo el asqueroso sistema y asumir las consecuencias.”
Unabomber proponía una revolución, no una reforma, ya que toda reforma no es más que un pacto con el sistema. Un cambio radical repentino, dice, no es duradero. Esa afirmación la han hecho antes otros filósofos e historiadores. Una revolución tiene que ser, pues, un corte de raíz con todo un sistema. Él era muy claro en que no era una lucha política sino una lucha contra el sistema. Quién más y quien menos ha conocido en su vida a un par de docenas de antisistemas que tuitean desde su iPhone, encargan comida a Glovo, sacan dinero del cajero automático y visten camisetas con logos de grupos de música que viven de las multinacionales. Quien más y quien menos ha conocido en su vida a un par de docenas de farsantes, desde luego. Pero la forma de ser antisistema de Kazcynski era radical como la vida de los primeros cristianos. Hay paralelismos entre su vida y la de los santos. En la biografía que Chesterton escribió sobre San Francisco de Asís se retrata el perfil de un ladrón, de un mal hijo, de un loco, y finalmente de un santo. San Simeón el Loco (uno de los varios San Simeones que hubo), patrón de los locos y de los titiriteros, fue un provocador y un bromista extremo con un comportamiento asocial que entraba directamente en lo delictivo. Él, a través de la humillación, encontraba el camino a Dios. Los anacoretas, los cenobitas, los ermitaños vagaban solos por el mundo dando ejemplo, siguiendo al pie de la letra lo que Dios pedía de ellos a través de actos masoquistas que Unabomber relacionaba con la izquierda (las primeras páginas de su manifiesto están dedicadas a señalar esa ideología como propia de gente con una baja autoestima prisionera de métodos de protesta masoquistas). Pero Kazcynski llevó el rechazo a la sociedad hasta sus últimas consecuencias: vivió sin agua corriente ni electricidad, se alimentó de lo que cazó, leyó a la luz de las velas que él mismo hizo y fue libre de las imposiciones de un mundo que le rodeaba. Su revolución, en lo personal, fue la de un mendigo. La libertad en un mundo tecnológico no es más que la indigencia. Como él mismo señalaba, no hay tierras libres en las que construir una cabaña. No hay ríos en los que se pueda pescar. No hay un resquicio para lo salvaje. El planeta está colonizado y en la tecnología no existe la marcha atrás. La caja de Pandora una vez se abre no se puede volver a cerrar.
Las teorías de Unabomber se ahogaron en su propia misantropía. El desdén que sintió hacia las actividades creativas es evidente, así como hacia la propia ciencia, a la que consideraba “actividad subrogada”, porque las actividades elementales para él eran las estrictamente necesarias para sobrevivir. El hombre, para él, solo es libre cuando caza su comida y fabrica lo que necesita. Pero en ese modelo de vida cabe un solo tipo de hombre: el varón sano adulto. La liberad se convierte en patetismo cuando, por ejemplo, a ese hombre libre le falla la vista, o las piernas, o cuando una mujer sola se encuentra con un grupo de hombres que pueden no tener en cuenta que ella no desea sexo en grupo. Las pequeñas sociedades (que él veía como un mal menor) eran también nidos de opresión para el diferente (el sensible, el intelectual, el extravagante). Kazcynski, criado en Estados Unidos, tenía un respeto reverencial por las libertades individuales y también una nada disimulada admiración hacia la vida de los colonos (de hecho su vida recuerda a algunos clásicos de la literatura del Oeste, como Bajo cielos inmensos o Un hombre llamado Caballo). Él propuso un modelo de vida que necesitaba derrocar el del resto de humanos. Entre los muchos problemas que nos plantea el modelo que él siguió está que la mayoría de humanos no somos capaces, a día de hoy, de hacer crecer una simple albahaca. No sabemos pescar, no sabemos cazar. No sabemos abrigarnos. No sabemos seguir las huellas de un animal. No sabemos hacer nada por nosotros mismos. Incluso los parques infantiles han cambiado la arena por un material sintético para que los niños jamás tengan contacto con la tierra. Se construyen casas sin alféizar en el que colocar un simple tiesto. Se construyen barriadas sin comercios, sin espacios de encuentro, sin vegetación. El mundo sigue ya sin Kazcynski, que fue fagocitado por lo pop. Y como todo icono pop se volvió inocuo, inofensivo. Poco más que un lema en una camiseta. Ted Kazcynski tenía razón en prácticamente todo, pero su planteamiento, como él mismo dijo, exigía sangre, “Para dar a conocer nuestras ideas no nos ha quedado más remedio que matar”, y ese es el único límite que un hombre solo no puede traspasar si no es un psicópata. En El extranjero Meursault comete un crimen sin móvil. Rosado mató porque sí y su primera víctima cayó por casualidad junto a una carta que más tarde sería su sello (el asesino de la baraja). El ser humano puede matar –como decía Margarita Landi– por muchos motivos y con muchos métodos, pero de forma racional no es capaz de enfrentarse al asesinato si no es por una causa visceral o sostenida por un grupo. El único pecado que Dios no perdona es quitarse la propia vida, y el único pecado que no perdona la sociedad es quitar una vida ajena. Un libro puede cambiar el mundo con o sin derramamiento de sangre (generalmente con sangre) pero para ello es necesario que llame a la unión. Por eso el texto que nos alertó de lo que nos pasaría no pasó de ser un verso suelto en un mar de información, que es precisamente lo que llevó a Unabomber –según él– a matar.
La primera vez que la autora de este texto accedió a Internet fue para buscar el Manifiesto Unabomber. En marzo comenzó a escribirle una carta a su autor. En junio, antes de que la carta estuviera terminada y enviada, Ted Kazcynski se quitó la vida.
es escritora y guionista. Este mes se publica su novela Las palmeras (Algaida)