There is no such thing as an entitlement, unless someone has first met an obligation.
– Margaret Thatcher
A Margaret Thatcher, que salpicaba su estilo político imperioso con ironía y sarcasmo, le hubiera divertido la desmesura de muchos de los comentarios y artículos que han aparecido desde su fallecimiento el 8 de abril. Sus admiradores han eliminado toda mancha en el balance final de la carrera de Thatcher y afirmado que no se equivocó jamás. Sus detractores, por el contrario, ven sólo números rojos: no le conceden un solo acierto y la acusan de ser la causa de todos los males del planeta.
La verdad, como siempre, está a la mitad del camino. Margaret Thatcher sería la líder soñada para cualquier país que padezca vacíos de liderazgo, parálisis políticas resultado de ideologías anacrónicas y disfuncionales o necesite con urgencia un cambio de paradigma económico.
Thatcher fue una política notable. Para muchos, la mejor gobernante británica del siglo XX. Valiente hasta el arrojo –y, no olvidemos, siendo mujer en un ámbito dominado aplastantemente por hombres– manejó con astucia y notable capacidad negociadora a su gabinete, a la Cámara de los Comunes y al electorado (ganó tres elecciones generales al hilo y en 1990 fue depuesta por su propio partido, el Conservador, no por los votantes).
Margaret Thatcher tomó las riendas del poder y no perdió jamás la iniciativa política. Sus convicciones inamovibles la llevaron a cometer errores graves: se opuso, por ejemplo, a la inevitable reunificación alemana y alimentó al euroescepticismo conservador que ha redundado en una política británica ambigua y confusa frente a Europa. Pero parte de esa rigidez era también resultado de que tenía un proyecto claro de país y una estrategia para resolver los problemas de Gran Bretaña: el tan vilipendiado “thatcherismo”.
El “ismo” que le debe su nombre a Margaret Thatcher, era revolucionario en los setenta, pero ahora es casi un lugar común. Su idea central es la creencia en la superioridad económica de la empresa privada frente a la propiedad estatal. Las medidas concretas que aplicó Margaret Thatcher al tomar el poder en 1979 no deberían tampoco sorprender a nadie: la reducción del gasto gubernamental para controlar el circulante, y con él, a la inflación; la libre flotación de la libra y recortes a subsidios industriales.
Yo tuve la inmensa suerte de vivir en Inglaterra, y estudiar en Oxford, en aquellos años. En la Universidad, amenazada por el recorte a subsidios educativos, pocos la querían. Muchos celebraron de antemano su predecible derrota en las siguientes elecciones: su popularidad se había desplomado cuando Inglaterra empezó a pagar un alto precio por sus políticas –desempleo galopante, quiebras, y batallas campales entre manifestantes enfurecidos y la policía
Y muy probablemente Thatcher hubiera perdido la elección de 1983 si los argentinos no le hubieran hecho el favor de invadir las Malvinas/Falkland y le hubieran dado la oportunidad de convertirse en una guerrera tipo Isabel I: la abanderada de la grandeza británica perdida. Ganó la elección y emprendió la segunda etapa de su estrategia: privatizaciones (empresas estatales como British Telecom, British Gas y British Airways fueron vendidas a inversionistas privados) y una ofensiva frontal contra sindicatos que habían acumulado tal poder que podían paralizar –y lo hacían– la economía del país. En especial, la Unión Nacional de Mineros.
Janan Ganesh, resumió hace días en el Financial Times el mayor logro de la política económica de Thatcher: destruyó el “corporatismo” del triángulo de hierro que dominaba la política en Inglaterra. Acabó con las ineficaces componendas entre los sindicatos, empresas poderosas e híper protegidas, y el gobierno. Un modo de gobernar obsesionado por mantener el pleno empleo a costa del crecimiento económico, que había emprendido una campaña de nacionalizaciones, reducido la libertad económica y que fijaba desde los salarios hasta los precios[*]. Sentó las bases para convertir a Londres en la capital financiera de Europa y la economía empezó a despegar. El repunte del crecimiento fue más lento, pero en unos años, las políticas de Thatcher redujeron la inflación de 27% a 2.4% y los días económicamente perdidos por huelgas y paros de 29 millones en 1979 a 2 millones en 1986 (The Economist, “Freedom Fighter”, abril 13,2013.) Es cierto que Thatcher debió haber diseñado mecanismos para proteger a los desempleados en las zonas mineras del país, pero eso no borra sus logros económicos ni el hecho de que abrió las puertas al Nuevo Laborismo de Blair, que adoptaría muchas premisas del famoso thatcherismo.
Tampoco el pragmatismo que guió muchas de sus políticas. Margaret Thatcher pertenecía a la generación de la Segunda Guerra y resentía el declive del poderío británico en el mundo. Aún así negoció con China y sentó las bases para la devolución de Hong Kong en 1997, y más notable aún,–dado su enfrentamiento con los irlandeses de IRA que estuvieron a punto de matarla en un atentado en 1984– firmó el Acuerdo Anglo-Irlandés que devolvió una buena parcela de poder a Irlanda del Norte y abrió la puerta al arreglo que negoció posteriormente Tony Blair.
Cualquier balance justo de Margaret Thatcher tendrá que reconocer que sus errores palidecen frente a sus aciertos: en muchas cosas tenía razón.
(Una versión de este texto apareció en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.