Vivo en un lugar que tiene casi 600 kilómetros de frontera con Estados Unidos, por donde cerca de 100 mil hombres y mujeres intentan cruzar al año un territorio inhóspito en busca del sueño americano. Todos los días, durante mis actividades cotidianas, suelo atestiguar una historia relacionada con esta imparable ola de migración que data de tiempo atrás. La miro ya sea en la organización de una colecta religiosa para donar mochilas infantiles a los viajeros más vulnerables o en el reposo en los árboles citadinos de hombres maduros y exhaustos que van con rumbo al Gran Desierto de Altar.
Aquí hay también una planta de la Ford Company en la que se ensamblan al año 378 mil automóviles, poco más de mil por día. Buena parte de estos coches americanos producidos por obreros mexicanos cruzan igualmente la línea divisoria con Estados Unidos pero en mejores condiciones que los migrantes del Gran Desierto de Altar. Algunos cacharros no son exportados y se quedan en las calles locales. Todos los días veo por lo menos un Fusion o un Lincoln MKZ, los modelos americanos que se fabrican en la ciudad.
Esto, que es algo común, da la sensación de que va a cambiar para siempre después de que Donald Trump ganó la presidencia estadounidense.
Hasta anoche, Trump parecía una bala perdida disparada por la estupidez que no tenía posibilidades de dañarnos. Después de que vimos a esa bala perdida dar en el blanco, hoy hemos despertado del letargo limpiándonos la baba metafísica que produce la soberbia intelectual. Está claro que no será lo mismo compartir frontera con un país llamado Estados Unidos de América (algo de por sí complicado) que con esa nueva nación en ciernes, más cruel e inhumana, provisionalmente llamada Trumpland.
Se sabe que Trump es una tragedia de la democracia y un producto folclórico del capitalismo mágico, lo que nos preguntamos en lugares como en el que vivo, es qué tipo de hecatombe social y económica en concreto será la que cause su prosaico plan de crear un país más racista y más autoritario, en especial para sus vecinos. Construir o reforzar el muro fronterizo para evitar el flujo de personas, así como acabar o restringir el intercambio comercial, son medidas que transformarán este lugar del mundo de una manera que no alcanzamos a imaginarnos los que desde ahora seremos vecinos de Trumpland en lugar de la tierra del sueño americano.
Por lo pronto, acaba de pasar frente a mí un migrante con rumbo desconocido.