El modelo de Estado español desde la restauración democrática es muy descentralizado, con un amplio reparto de competencias en los niveles de gobierno (central –común–, autonómico y local), de forma que cada uno de ellos cumple con unas funciones. Las comunidades autónomas asumen la sanidad, educación y servicios sociales, aunque la lista es más larga. La tarea del Estado (AGE) se concentra en las políticas comunes (defensa, representación exterior, intereses de la deuda pública, aportación a la Unión Europea, pensiones, incapacidad temporal, prestaciones económicas por desempleo) y las de nivelación personal y territorial, que permiten a los ciudadanos recibir prestaciones similares con aportaciones parecidas (equidad) sin importar su lugar de residencia.
El modelo que nos hemos dotado es casi federal porque la distribución de competencias y la forma de financiarlas es igual para todos los territorios y las decisiones se adoptan en un espacio común. País Vasco y Navarra son la excepción al disponer de conciertos fiscales propios al abrigo de los derechos forales.
La transferencia de una política de gasto obliga a disponer de ingresos y, por eso, el actual sistema de financiación de Régimen Común (SFA RC) incluye una relación de tributos cedidos total o parcialmente a las CCAA. Pero tributos iguales –con la misma normativa– no significan recaudaciones idénticas porque los territorios con menos renta recaudan menos y tienen dificultades para desplegar servicios públicos similares a los de las comunidades con más renta, por lo que necesitan de ayuda que reciben del Estado (a partir de los impuestos que cobra de todas las CCAA excepto País Vasco y Navarra) y de las comunidades con más renta. De otra manera no podrían mantener el actual nivel de servicios públicos.
La complejidad del SFA RC, fruto de su peculiar evolución (incluido mantener el statu quo en las sucesivas revisiones), ha creado disparidad en los resultados (26,7 puntos en 2022). Esta diferencia implica comunidades autónomas maltratadas, que están hasta diez puntos por debajo del promedio (Murcia, Valencia, Andalucía y Castilla-La Mancha) y otras con índices hasta 17 puntos por encima (Cantabria y La Rioja). Cataluña y Madrid están en el promedio, por lo que ninguna de las dos puede quejarse de estar infrafinanciada, y su aportación a la caja común es la lógica en un sistema fiscal progresivo donde se aporta de acuerdo con el nivel de renta. La anomalía se localiza en País Vasco y Navarra, no por disponer de un régimen foral, sino por su articulación práctica con unas opacas fórmulas de cálculo de su aportación al resto de España, de las que resulta disponer de más del doble de euros por habitante en el primer caso y muy posiblemente superar el 50 por ciento en el segundo.
Una cuestión importante: la Seguridad Social (que incluye las pensiones) con déficit (10.030 millones de euros), a pesar de disponer de cada vez más transferencias del Estado (más de 40.000 millones de euros), no está incluida en los sistemas de financiación autonómica.
En este contexto donde la lógica señalaría una reforma para eliminar las injustificadas diferencias (con periodo transitorio de convergencia para no perjudicar inicialmente a las CCAA mejor tratadas) y así mejorar la eficiencia y la equidad –objetivos centrales de la intervención pública–, ha aparecido en escena el acuerdo ERC-PSC, en el que se amplía la anomalía anacrónica con un concierto económico para Cataluña (el 18% del PIB de España que añadir al 7% de País Vasco y Navarra), que conlleva el diseño, gestión y recaudación de todos los impuestos en su territorio (en torno a 30.000 millones de euros ahora recaudados por el Estado). Cabría engañarse pensando que su aplicación será neutral para todos al recoger una aportación solidaria, pero esta posibilidad está restringida (severamente) por la exigencia de aplicar el principio de ordinalidad (mantener la posición conseguida gracias a una capacidad fiscal superior a la media derivada de su mayor riqueza comparada). Las dudas aumentan al observar que uno de los firmantes es un partido independentista, por lo que, además de su falta de lealtad institucional, es incoherente que quiera obtener resultados similares a los actuales, y se consolidan al disponer de la experiencia de País Vasco y Navarra, donde su aportación se ha diluido con el tiempo hasta prácticamente nada.
Justificar el acuerdo aludiendo al presunto dumping fiscal de Madrid no tiene sentido. Personalmente no estoy de acuerdo con algunas de las rebajas de impuestos, pero su elección conlleva una mayor aportación en la nivelación horizontal en el SFA RC (ya elevada al ser el territorio con más renta) y menores recursos para sus políticas de gasto. Los votantes de Madrid son los que deben decidir si les gusta o no ese modelo. Pero, además, cuantitativamente estamos comparando 2.000 con 30.000 millones de euros al año.
Tampoco parece una sólida defensa del nuevo concierto aseverar que habrá dinero suficiente para todos, porque el algebra básica desmonta ese débil argumento. Si tienes una base 100 (cualquiera que sea la cantidad) y una parte se queda con más, hay menos para el resto incluyendo el importante papel que cumple el estado. Habrá menos dinero para las comunidades autónomas con menos renta incluso aunque el resto aporte más después de reducir los recursos para pagar sus políticas. El concierto apoyado en un concepto identitario (son los territorios los que pagan y no las personas) quiebra el principio de equidad a nivel estatal al reducir significativamente la posibilidad de que los territorios con más personas con menor renta accedan a niveles similares de servicios públicos.
En mi opinión, hemos asistido a la puesta en escena de una decisión premeditada con etapas planificadas: indultos, amnistía y concierto económico. Una opción esta última imbatible, según los autores, para satisfacer a los territorios díscolos con un resultado que se puede sintetizar en: tendréis vuestro dinero, aportaréis lo que consideréis oportuno a las políticas de solidaridad en el resto de España, seguramente poco, y olvidaos de pagar el déficit en pensiones (superior a 5.000 millones anuales en Cataluña) y los intereses de la deuda. Un verdadero chollo que no podrán rechazar ni siquiera los independentistas pues, como se puede comprobar en País Vasco y Navarra, es la opción financiera más favorable para quienes viven allí. El relato nos dirá: la paz social alcanzada en un conflicto histórico bien vale instalar por la puerta de atrás un modelo confederal asimétrico en tres de los cuatro territorios más ricos, aun a costa de empobrecer al resto y renunciar al concepto de equidad, desmantelando, o como mínimo reduciendo severamente, la posibilidad de redistribuir renta hacia las comunidades autónomas más pobres. La pregunta que surge es si admitirá la sociedad española tan doloso (y doloroso) intercambio que concede una situación privilegiada a territorios más ricos con un modelo profundamente regresivo. Y como curiosidad, cuál será la opinión de partidos y organizaciones que sitúan la progresividad del sistema fiscal y la redistribución de la renta como clave de bóveda de su discurso.
El acuerdo alcanzado, además de vulnerar la Constitución (Disposición Adicional 1ª y artículo 130.2), es la peor de las opciones posibles. Hay otras formas de mejorar el sistema de financiación reforzando un modelo federal con garantías de un trato equitativo para todos, a la vez que se reconocen las diferencias territoriales en la gestión de las políticas (variables adicionales a la población para la distribución de los recursos).
Una disquisición final: con la firma de este acuerdo, defendido por el Gobierno de España, el mal ya está hecho, porque si se aplica perderemos la equidad en el trato, y si no se hace se habrá creado la justificación para un nuevo procés soberanista, al grito de que España no cumple lo pactado. Otra oportunidad perdida para avanzar juntos.
Profesor economía aplicada URJC e investigador asociado Fedea.