Hace unos meses lamenté que PAN y PRD hubieran descartado, de entrada, la posibilidad de una alianza en el Estado de México. No entendía cuáles eran los incentivos para dejarle el campo abierto al PRI. Mucho menos comprendía cómo el actor más vociferante de la izquierda podía haber apoyado alianzas similares solo para rechazar ésta, la más importante, a la hora buena. ¿Por qué Andrés Manuel López Obrador le hacía la vida tan fácil a Enrique Peña Nieto? No lo entendía porque me faltaba despejar una variable fundamental: ¿quién es, para López Obrador, el auténtico rival a vencer?
Recurramos a la ficción. Supongo que López Obrador habrá tenido esta pesadilla de manera recurrente. La escena comienza en los últimos meses de 2011. Después de que la alianza PAN-PRD ha derrotado a su candidato en el Estado de México por escaso margen, Peña Nieto ha perdido algunos puntos en las encuestas. Pero a seis meses de la elección presidencial sigue siendo el gran protagonista. Aunque su ventaja ya no es de 20 sino de 15 puntos, todo el priismo sabe que Peña es su único boleto de vuelta a Los Pinos: la unidad interna no ha flaqueado ni un instante. Mientras tanto, el PAN sigue sin hallar un candidato. Ernesto Cordero no cuaja, Alonso Lujambio no ha logrado zafarse del estigma del SNTE y Josefina Vázquez Mota no ha generado el apoyo necesario. Marcelo Ebrard, por su parte, no ha dejado de crecer. Las alianzas lo han reivindicado como estratega y eso le ha ganado popularidad y reconocimiento en las encuestas. De pronto, en un acto de pragmatismo antes que de panismo, Felipe Calderón cede y promueve a Ebrard como candidato aliancista para 2012. Al Presidente le ha costado trabajo, pero finalmente ha tenido que ceder. Así, en la pesadilla lopezobradorista, Marcelo Ebrard se vuelve candidato de la alianza PAN-PRD a la Presidencia de México en 2012. Conforme pasan los meses, Ebrard se acerca a Peña. López Obrador mientras tanto, se ha postulado por el PT y apenas pinta en los sondeos. Para mayo de 2012, las encuestas no mienten: tras una campaña durísima, Peña Nieto supera a Ebrard por solo tres o cuatro puntos. Comienzan los cálculos. Toda la oposición le suplica a López Obrador que recapacite. Su obstinación, le dicen, le abrirá las puertas de Los Pinos al PRI. Pero AMLO no cree en nadie. Aunque no rebasa 8 por ciento, insiste en que ocurrirá un milagro, en que sus sondeos lo ubican mucho más arriba. Cuando llega el primer domingo de julio, Enrique Peña Nieto gana las elecciones por apenas dos puntos. López Obrador termina en el tercer sitio. Toda la oposición lo señala como el culpable de la derrota. Para 2018 tendrá 65 años: su carrera política ha terminado.
Al despertar, con sudores fríos, López Obrador entiende que en un enfrentamiento entre Peña y Ebrard, la candidatura lopezobradorista se convertirá en un lastre para el candidato de la alianza PAN-PRD. Antecedentes le sobran: si Ralph Nader, el candidato del Partido Verde, no hubiera insistido en su aspiración quijotesca, Al Gore habría vencido con cierta facilidad a George W. Bush en 2000. Antes respetado, Nader es, desde entonces, persona non grata para buena parte de la opinión pública en Estados Unidos. López Obrador no quiere el destino de Nader ni cree merecerlo. A pesar de su clara desventaja en las encuestas, cree que puede ganar en 2012. ¿Qué hacer para evitar que la pesadilla se vuelva realidad?
En ese escenario, el primer rival a derrotar no es Enrique Peña Nieto. Por eso la estrategia es clara: primero, desacreditar a toda costa la idea misma de las alianzas como estrategia electoral. Después, mover sus piezas para golpear al hombre que las promueve: su carnal, Marcelo Ebrard. Habrá que ver cómo lidia el jefe de Gobierno con la activa animosidad lopezobradorista, con el fratricidio que acaso sea su propia pesadilla o, quizá, su más anhelado sueño.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.