Foto: Agencia EL UNIVERSAL/Especial/EMG

Las lecciones del asesinato de un alcalde bueno

Las balas que mataron a Carlos Manzo también dejaron malherida la credibilidad de la estrategia de seguridad del gobierno de Claudia Sheinbaum.
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Los análisis publicados sobre la brutal ejecución de Carlos Manzo ya dejaron en claro varias lecciones.

1. El desafío del crimen organizado al Estado, mostrando su enorme poderío y su voluntad de doblegar por la vía de la violencia a quienes se le oponen. Su mensaje es claro: no está dispuesto a ceder sus rentas criminales ni perder el control de las instituciones políticas y de los territorios que ya considera suyos. La gobernanza criminal no puede ser amenazada por nadie.  Ellos mandan y para ello no renunciarán a cometer cualquier crimen, por aborrecible que sea. Para eso también disponen de jóvenes engañados, dispuestos a ser sicarios suicidas.

2. El injustificable y ominoso estado de indefensión en el que deliberadamente –sí, deliberadamente– el gobierno federal dejó al alcalde y a la población de ese municipio. En otras palabras, el asesinato expuso con toda la desnudez posible la renuncia explícita de un gobierno a cumplir su obligación constitucional de brindar seguridad a los gobernados. ¿Cómo justificar eso? Es curioso que en los análisis del crimen no se haya mencionado que Carlos Manzo nunca haya solicitado apoyo al gobierno estatal. Muy probablemente hacerlo ni siquiera le era pensable, toda vez que es vox populi que el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla –hay que nombrarlo con nombre y apellidos– llegó al poder con el apoyo de las organizaciones criminales; por ello, la responsabilidad por omisión del gobernador es igual o peor de infame.

2. La torpe reacción inicial de la presidenta Claudia Sheinbaum, que para evadir cualquier tipo de responsabilidad recurrió a las justificaciones más absurdas (calificar a los medios de “carroñeros”) y a las explicaciones más desgastadas y falsas (la culpa es de la “guerra de Calderón”). La desproporción entre la brutalidad de la violencia en contra del alcalde y la mezquina respuesta de la presidenta en su conferencia de prensa del lunes siguiente no pudo ser mayor.  ¿Cómo es posible que la Jefa del Estado ni nadie de su equipo hayan podido calibrar la magnitud de la crisis, ni imaginar una respuesta acorde a la gravedad de los hechos? Ojalá y ese garrafal error signifique el entierro del manual AMLO de manejo de crisis (negar y evadir cualquier responsabilidad, culpabilizar a los neoliberales y al expresidente Calderón, descalificar a los medios y profundizar la polarización) y de sus autores.

3. Finalmente, los análisis coinciden en señalar la conmoción social que causó, en primer lugar, el cobarde asesinato de Carlos Manzo y, segundo, la respuesta del gobierno. México lleva 20 años sufriendo violencia de parte de las organizaciones criminales a un grado que se ha normalizado; son pocos los hechos que han llegado a conmover a la sociedad. Los asesinatos de 17 jóvenes de la colonia Salvarcar en 2010 en Ciudad Juárez; la masacre de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014; el asesinato de dos sacerdotes jesuitas en la Tarahumara en 2022 y el campo de exterminio de Teuchitlán el año pasado sacudieron a la sociedad. A esa lista se añade la ejecución de Carlos Manzo, un alcalde.

No sé si el nivel de indignación social que se vive y se respira por todo el país sea igual o mayor que el de los casos mencionados y tampoco tengo elementos para afirmar si se convertirá en un punto de inflexión (ojalá), pero aventuro una hipótesis de la razón por la cual en un país donde más de cien presidentes municipales y casi un millar de funcionarios públicos de alto nivel han sido asesinados en los últimos quince años, sin que ello perturbara la vida de nadie aparte de sus familiares, el ataque contra ese alcalde desató un vendaval impredecible de tristeza, enojo, rabia, coraje, en buena medida contra el gobierno.

La hipótesis es la relación inversa entre la percepción sobre la calidad moral de los actores involucrados. Carlos Manzo logró convertirse en figura política de una enorme estatura moral en unas cuantas horas después de haber sido asesinado (antes era conocido solo localmente y en algunos círculos relacionados con la seguridad) gracias a la valentía, a la honestidad, la congruencia y la vulnerabilidad mostradas en los videos que circularon millones de veces, pidiendo, casi mendigando, el apoyo para una lucha justa (detener al crimen organizado y proteger a las habitantes de Uruapan), poniendo incluso su vida de por medio, y que tuvo como respuestas la indiferencia y el desprecio de la presidenta Claudia Sheinbaum, la burla del gobernador y migajas burocráticas de la Sedena (14 escoltas y 150 guardias nacionales por unas cuantas semanas).

¿Cómo no sentir una empatía profunda con ese alcalde desconocido? ¿Cómo no convertirlo en portavoz de nuestra impotencia frente a la violencia, cómo no hacerlo héroe frente a la arrogancia, la soberbia y la hipocresía de los gobiernos de la 4T?

Porque el contraste es brutal. Hay que hacer un poco de memoria. Si durante la campaña electoral de 2024, el señalamiento opositor de que el de AMLO era un narcogobierno estaba soportado en sospechas, después de los escándalos de Adán Augusto López con su Barredora y del huachicol fiscal de los sobrinos del secretario de la Marina (¿también de los hijos del expresidente?), las sospechas se convirtieron en certeza, no jurídica, pero sí política. El señalamiento de narcogobierno no alcanza a Sheinbaum, pero la complicidad y protección que ella le ha otorgado, cuando menos hasta el momento, a Adán Augusto y a varios gobernadores sobre los que pesan graves señalamientos de vinculación con el crimen organizado, no le ayudan a desmarcarse y tener un poco de credibilidad y de congruencia.

Hay que subrayarlo. La diferencia es ética y moral; es de congruencia y honestidad; de decencia. El gobierno actual se ufana de haber reducido 32% los homicidios. Pocos le creen y, si lo creen, no lo valoran por la contradicción de que el mismo gobierno proteja a personajes de su movimiento que son indefendibles. No hay congruencia; la voluntad política de combatir a las organizaciones criminales se disuelve en el aire en cada gira que la presidenta hace por Sinaloa, por Michoacán, por Tamaulipas, y abraza a los gobernadores, y cada vez que jura que AMLO es impoluto e intocable.

Si la política de seguridad de Claudia Sheinbaum fuera una política de Estado, no de partido, si no tuviera como límite la defensa de los compromisos inconfesables de muchos morenistas, Carlos Manzo y la alcaldía de Uruapan hubieran sido el principal aliado del gobierno federal para emprender la lucha contra el crimen organizado en Michoacán. Pero no, el alcalde tenía que rogar y vociferar para que le hicieran caso. Ya no pertenecía a Morena. ¿Cuántos alcaldes hay en el país con la voluntad y la determinación de enfrentar a los criminales que tenía Carlos Manzo? ¿Por qué en vez de convertirlo en un aliado fundamental le negaron el apoyo? ¿Después de la muerte de Manzo, dónde quedan la credibilidad y la congruencia de la estrategia de seguridad? Me temo que las siete balas que mataron a Manzo también la dejaron malherida.

Así es como se llega a otra lección de este terrible homicidio. Las políticas y estrategias de seguridad no son solo un asunto técnico, de habilidades policiales y capacidades de inteligencia. Su eficacia también requiere necesariamente de congruencia ética, de una visión no sectaria de la sociedad y de la política; de la voluntad radical de aplicar la ley; de honestidad cabal. La terca determinación de Carlos Manzo de defender con su vida a sus gobernados reveló esas carencias de la política de seguridad de Sheinbaum. Sin esos intangibles, no tendrá credibilidad ni se beneficiará de la confianza social. Y una política de seguridad que no tiene la capacidad de convocar a la sociedad para que aporte todos sus recursos, se quedará muy lejos de resolver el problema. El gobierno solo no podrá. ~


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