Veracruz de mis recuerdos, el libro de mi abuelo Eduardo Turrent Rozas, terminaba con dos adioses: el primero era el de Porfirio Dรญaz al embarcarse en el vapor Ipiranga que le cambiarรญa la vida a รฉl y a todo el paรญs. (“¡I las flores arrojadas a sus pies camino al exilio, –escribiรณ mi abuelo con sus i latinas caracterรญsticas que sustituรญan a las y griegas del resto de los hispanoparlantes– i los paรฑuelos que cual alas de blancas palomas fueron agitados en lo alto por horas i horas diciendo adiรณs al ido hasta que las sombras de la noche envolvieron todo en su manto negro, fue el adiรณs dado a un ciclo que morรญa!”). El segundo adiรณs fue a su padre: meses despuรฉs viajรณ con sus cenizas a San Andrรฉs Tuxtla para sepultar al que se habรญa ido tan a destiempo.
El Veracruz de mis recuerdos empieza poco tiempo despuรฉs, en 1914. Tres aรฑos antes del nacimiento de papรก, que vendrรญa al mundo en las postrimerรญas de la Primera Gran Guerra y junto con la Revoluciรณn bolchevique, a fines de 1917, en los altos de Arista 1, viendo al mar y al son de alguna canciรณn italiana –O Sole mio o Torna Sorrento. El Veracruz de mis recuerdos lo precede porque me lo regalรณ mi abuela jarocha.
Me contรณ la historia una y otra vez desde que tuve uso de razรณn. Los norteamericanos habรญan invadido Veracruz en 1914. Ella tenรญa prohibido salir –los soldados gringos, revoltosos y borrachos, decรญa, no respetaban a nadie. Y mi abuelo podรญa visitarla sรณlo una vez a la semana. Asรญ que los novios platicaban a diario a metros de distancia: รฉl parado en la banqueta, ella inclinada sobre el balcรณn, cuidando que el brocal de piedra que lo coronaba y amenazaba con caerse, no se desprendiera. Una noche, dos soldados estadounidenses bastante tomados, decidieron hostigar al enamorado y mi abuela no lo pensรณ dos veces: se balanceรณ sobre la orilla de la terraza que se desplomรณ completita a la calle. Los gringos se salvaron de milagro de que les cayera encima el balconazo.
El recuento terminaba siempre con la certeza inamovible de mi abuela. A pesar del escรกndalo que habรญa causado y de que el novio habรญa pasado dรญas en la cรกrcel, nunca se arrepintiรณ del balconazo. “Estaban en guerra”, justificaba papรก, cuando mamรก guardaba un silencio reprobatorio o yo expresaba alguna duda sobre la bondad de romperle la crisma al prรณjimo, masiosare o no.
Con dudas o sin ellas, 1914 me volviรณ ciudadana del puerto. Parte de los habitantes de la ciudad “tres veces heroica” que estaba poblada por patriotas tan aguerridos, valientes y aventados como mi abuela. Con el paso de los aรฑos, la pertenencia se convirtiรณ en una identidad inamovible. Mรกs allรก de los agravios y las quejas (las plรกticas de familia no dejaban lugar a dudas de que despuรฉs del gobernador porfirista Teodoro A.Dehesa, Veracruz no habรญa tenido un solo gobernante a la altura de la riqueza real y potencial del Estado), mi familia sabรญa envolvernos siempre en una atmรณsfera festiva.Una fiesta baรฑada de champolas de guanabana y aderezada con frijoles bien refritos, gorditas “negras y blancas”, pescados en jitomate, mondongo, totopostes, tamales,buรฑuelos, mole de acuyo, y bromas bastante pesadas,pero llenas de ingenio.
La fiesta no respetaba fronteras. Veracruzanas, por supuesto. Mi abuelo habรญa nacido en San Andrรฉs Tuxtla y de allรก, no sรณlo nos llegaban mangos y chinenes, sino recuentos de aventuras en la laguna de Catemaco y del telรณn siempre verde de los tabacales; relatos sobre cacerรญas en la selva –mi abuelo era cazador y pescador y le podรญa dedicar a esas actividades mรกs horas aรบn de las que se pasaba frente a su mรกquina de escribir–, embrujos, serpientes y vendettas. Y tambiรฉn, de luchas progresistas, proletarias y socialistas. Lorenzo, su hermano, escribรญa sobre obreros, camaradas, bolcheviques y utopรญas igualitarias. Y escribรญa muy bien. Es una lรกstima que haya muerto tan joven y que sus libros se hayan perdido, al parecer para siempre. A diferencia de รฉl, mi abuelo profesaba, afortunadamente, ideas republicanas, juaristas y seculares. Mรกs acordes con mis preferencias y el Veracruz de mis recuerdos.
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Varias veces al aรฑo, tomรกbamos el tren y nos รญbamos al puerto. Ahora pienso que no hubiรฉramos tenido que viajar porque mi familia nunca se fue. Jamรกs saliรณ de Veracruz. Ni siquiera papรก, que llegรณ a la ciudad de Mรฉxico a los 8 aรฑos, habรญa abandonado el puerto. Hablaba como veracruzano, pensaba como veracruzano, comรญa como jarocho, bromeaba y reรญa como veracruzano, leรญa el cielo como si estuviera parado en los muelles, se burlaba de los chilangos que hablaban de “Nortes” para atribuirles el mal tiempo en la ciudad, cuando en Veracruz habรญa tan sรณlo “Brisotes”, y plantaba acuyo en todos los jardines que tenรญa a la mano.
Pero todos necesitรกbamos tocar base y nos subรญamos al tren, religiosamente, cada tres meses. Asรญ deberรญa viajarse todavรญa a Veracruz. En un tren “pollero” –como el Interoceรกnico o el Mexicano (si la memoria no me traiciona)– que hiciera paradas a horas y a deshoras y diera tiempo para cenar largamente, dormir arrullados por el chuc, chuc, chuc, y desayunar en mesas enmanteladas. Con un cafรฉ en la mano, los viajeros podrรญan salirse en las primeras horas de la maรฑana, como hacรญamos nosotros, al espacio entre los vagones donde, ensordecidos por el golpeteo de las ruedas contra los rieles, podรญamos aspirar el viento cรกlido y hรบmedo del mar que anunciaba que pronto llegarรญamos a Veracruz.
Entrar a la estaciรณn era ingresar a un mundo digno de los 100 aรฑos de soledad de Garcรญa Mรกrquez.¿Estarรก todavรญa en pie? Pasรกbamos las maรฑanas en otro universo que anunciaba al turismo moderno: en el Hotel Mocambo. El mar no era ni azulado ni transparente, como se convierte al darle la vuelta a la penรญnsula de Yucatรกn, pero era el Mar con mayรบsculas El que habรญamos aรฑorado por meses. Papรก se tiraba en la sombra con un mint julep en la mano mientras nosotros brincoteabamos entre las olas. Y antes de subir a comer, nos hundรญamos en dos albercas oblongas, gemelas y cubiertas, de aguas frรญas a mรกs no poder, custodiadas por las altas columnas neoclรกsicas coronadas por capiteles corintios que sostenรญan el techo. El resto del dรญa lo pasรกbamos en nuestro Macondo particular. En la casa de la calle Iturbide donde vivรญa la familia de mi abuela.
Una casa que no tenรญa fondo –siempre cabรญan algunos mรกs aunque pareciera estar llena hasta el tope– y dominada por mujeres de rasgos y ojos moriscos. Mi abuela y sus hermanas tenรญan grandes ojos lรกnguidos y de todos los colores habidos y por haber: dos los tenรญan verdes, otra, ambarinos, casi gatunos, ella, almendrados y, la รบltima –la tรญa Lucha que lidiaba con la casa y sus habitantes (permanentes y flotantes)– profundamente azules.
Sรณlo los niรฑos varones tenรญan cabida en Iturbide. Los hombres no habรญan llegado nunca, habรญan desaparecido sin previo aviso, o eran cometas que iban y venรญan sin quedarse jamรกs. Uno de los cometas –el tรญo Julio– habรญa salido un dรญa comprar cigarros y habรญa vuelto cinco aรฑos despuรฉs. Entre la casa y la tienda se habรญa topado con un barco a punto de zarpar y se habรญa enrolado como carbonero. A pesar de que habรญa tenido polio y caminรณ siempre con aparatos en las piernas y con muletas, tenรญa la cara mรกs interesante de la familia y unos ojos verdiazules profundos y pรญcaros. Era el jarocho mรกs malhablado que he conocido –¡quรฉ ya es decir!– pero mantenรญa la casa de Iturbide desde cualquier latitud donde estuviera.
La casona se extendรญa en un terreno largo y estrecho. Al fondo habรญa una construcciรณn bien fea de dos pisos, donde dormรญamos las pocas veces que nos quedรกbamos en Iturbide. La casa principal, chaparra y laberรญntica, arrojaba cuartos a un patio largo y sin chiste: angosto, sin una sola planta, verdes o flores. Todas las puertas de la casa se abrรญan a ese patio donde jugรกbamos por horas. Los verdes exuberantes se refugiaban en otro jardรญn trasero que daba acceso a una pequeรฑa biblioteca penumbrosa y abandonada. Ese era el cuarto favorito de papรก-abuelo: sus hijas lo habรญan conservado tal como รฉl lo dejรณ al morir, pero lo visitaban sรณlo para sacudir libros y mesas.
Pero a papรก sรญ le gustaba y mรกs de una vez nos escapamos de la alharaca de la casa para refugiarnos en la biblioteca. Tal vez fue ahรญ, entre el aroma inconfundible a libros viejos encerrados, humedad, maderas finas y la fragancia del trรณpico, donde me contรณ de su elegante abuelo y de "justa-razรณn", el lรกtigo que blandรญa con especial destreza para corregir malos modales en la mesa. Yo tengo ahora mรกs libros que los que reuniรณ papรก-abuelo pero por mรกs que he tratado, no he podido reproducir nunca la atmรณsfera aromรกtica de esa biblioteca.
Estudiรณ Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Polรญtica en El Colegio de Mรฉxico y la Universidad de Oxford, Inglaterra.