Felizmente impura

La autora pasea por el centro de Barcelona y reflexiona sobre la integración de los inmigrantes en la ciudad y los ataques que sufren desde la extrema derecha española y catalana.
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Barcelona me lleva al mar. No llego nunca a él, pero siempre que salgo a andar tomo esa dirección como llevada por una corriente. La misma que debe de precipitar hacia el centro a la muchedumbre que la cruza todos los días: turistas, compradores venidos de poblaciones cercanas, trabajadores periféricos. El punto más concurrido sigue siendo las Ramblas ,por las que no consigo pasar nunca sin recordar una fatídica tarde de agosto de 2017 en que un hombre joven arrolló a los transeúntes en nombre de Dios. Quisiera volver a las Ramblas de cuando era estudiante y paseaba por ellas viniendo del edificio central de la Universidad de Barcelona, asombrada ante la diversidad de gentes, yo que venía de otra ciudad pequeña y provinciana a sesenta kilómetros donde los únicos “diversos” éramos nosotros, los inmigrantes. También querría que estas emblemáticas calles me trajeran el recuerdo de algunas noches de fiesta con amigas, o de los paseos familiares. Pero es mirar al suelo y recordar la sangre de los inocentes que fue tan absurdamente derramada. Y el rostro del terrorista, tan familiar para mí. Para los “autóctonos” sus rasgos denotan extranjería y, por lo tanto, debió de ser más fácil considerarlo una especie de “enemigo natural”, pero yo tengo primos que se le parecen (físicamente, quiero decir). Podría ser uno de los “míos” y, sin embargo, es radicalmente distinto de todos mis parientes y conocidos. Mis propios recuerdos personales han quedado impregnados para siempre de esa sangre vertida sobre los adoquines. Así me doy cuenta del enorme y perverso objetivo del terrorismo: llegar a lo más profundo, a la memoria misma. 

Dejo que esa tarde de agosto corra hacia el mar  para adentrarme en el Raval y llegar a la Biblioteca de Catalunya. Da a los Jardines de Rubió i Lluch, un claustro con una fuente central y un enorme tablero de ajedrez. Bajo sus soportales siempre hay chicos jóvenes que hablan árabe marroquí. Me fijo en sus tobillos desnudos: todos van enfundados en pitillos ajustados que les quedan cortos y calcetines bajos, cuando los llevan. Se diría que siguen una estética definida y pensada y esa pulcritud en la indumentaria contrasta con lo que sabemos de ellos: que viven en la calle. Hace décadas que los veo en este barrio pero siempre tienen la misma edad. Los que crecen no sé a dónde habrán ido, pero los que llegan habitan todos el espacio liminal que va de la adolescencia a la adultez. Hablan en una jerga endemoniada de la que solo consigo comprender algunas palabras.

El contraste entre el edificio Gótico de la Biblioteca, que alberga el saber acumulado (y fijado en algún soporte) durante siglos en Cataluña y los jóvenes de origen magrebí que pasan el día en los jardines se me antoja una estampa perfecta de los debates que ocupan la actualidad mediática en esta parte del mundo. La sólida institución de la catalanidad, asentada en una historia milenaria (como todas las sociedades, por otro lado) se siente hoy amenazada por la llegada de extranjeros. De extranjeros pobres, para ser exactos, porque ni los expats a los que tanto les gusta instalarse en nuestra ciudad (el mar, me dicen, Barcelona tiene mar) ni los turistas que tanto aportan a la economía local son puestos en la diana como los inmigrantes. La preocupación por la salud de una lengua minoritaria como es el catalán lleva a algunos de sus defensores a señalar a camareros latinoamericanos que atienden en castellano a los clientes, pero no a quejarse de que el entrenador del Barça sigue sin “integrarse” idiomáticamente hablando.

Cataluña es distinta a cualquier otro sitio y aquí, puestos a tener movimientos populistas iliberales no nos basta con uno sino que podemos escoger entre dos. Por un lado Vox, cuyo principal enemigo es ese moro al que se atribuyen todos los males habidos y por haber. Por el otro una formación, Alianza Catalana, que nació precisamente después de los atentados del agosto de 2017 y que también nos odia pero por razones distintas. Porque ponemos en peligro, nos dice, la identidad, la cultura y la lengua catalanas. Ese edificio recio que es la cultura dominante, que ostenta poder y tiene medios, se siente amenazado por los chavales muertos de hambre que no han venido más que a buscarse la vida. Por suerte no todo el catalanismo es excluyente, pero ahora el debate se ha decantado hacia ese delirio que pretende soluciones mágicas para problemas complejos y quema en la hoguera a aquellos que no pueden defenderse. 

Aunque he venido a otra cosa, bajo la majestuosa bóveda de la Biblioteca pienso en los chicos de los soportales pero también en todos los que llegaron antes que ellos y se incorporaron a esta sociedad. También entonces fueron señalados y relegados a los márgenes y tenidos por invasores. Pero la memoria, que se supone compartida y común, sigue siendo la de quienes han tenido el poder de contarla, de escribirla. Y la inmigración aquí ha sido relegada a los márgenes de la cultura. Y eso que si se rastrea en los orígenes familiares de los catalanes de hoy resulta que casi nadie encaja en ese sueño de pureza que tantos monstruos ha engendrado. También el terrorista de las Ramblas la anhelaba. Los que somos felizmente mestizos y sabemos que cada ser humano es único, los que no encajamos en la estrechez de ningún molde identitario seguimos andando, precipitándonos hacia el mar, el mar. 


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