Me puse enferma, así que decidí ir al cine. No fue lo más ético y responsable que podría haber hecho, pero al llegar me alivió darme cuenta de que la sala estaba llena de personas tan poco éticas y responsables como yo. Todos tosíamos y nos sonábamos en el cine del Círculo de Bellas Artes, viendo The Mastermind, la nueva película de Kelly Reichardt. Afortunadamente, la mayor parte del metraje sonaba la trompeta jazzística de Rob Mazurek, y eso hizo que el espectáculo de gargantas y narices se disimulase un poco. En cualquier otra película suya, en Wendy and Lucy, Certain women o Showing up, por ejemplo, con todas esas escenas de silencio dilatado, nuestras enfermedades habrían sido mucho más molestas.
Salí muy contenta a la lluviosa tarde otoñal, algo mareada por el calor de la sala y la fiebre, pero disfrutando de ese estado tan suave en el que me deja siempre todo lo que hace Reichardt. Unos días más tarde, tomando unos vinos en el Peyma con mi amiga Miren, me dijo que ella también la había visto. Pero, por desgracia, no le había gustado; le había parecido “una historia que se ha contado muchas veces sin aportar nada nuevo”. Mi amiga y yo no solemos coincidir nunca en gustos artísticos, ni en gustos de nada, en realidad, pero al menos siempre tiene argumentos que me convencen o me hacen reír. Este, sin embargo, el que me dio para explicarme por qué no le había gustado The Mastermind, me pareció trillado y estúpido. Y así se lo dije. ¿Acaso existe alguna historia que no se haya contado ya muchas veces? ¿Y qué demonios es eso de aportar algo nuevo?
Estuvimos discutiendo sobre ello, y nos enfrascamos en un debate bastante aburrido sobre la originalidad y el estilo. Otra vez, dudo que pueda aportarse nada nuevo en ninguna conversación sobre la originalidad y el estilo. Pero, aún así, si hay alguien que en los últimos años ha demostrado tener un estilo propio, esa es Kelly Reichardt. Y, como todo estilo propio, se alimenta de las mejores referencias. El ritmo lento de Akerman u Ozu, la sensibilidad humanista de Hal Ashby (mi amiga, por cierto, también odió Harold and Maude), el jugueteo con el western de Altman, las mujeres marginales y errantes de Barbara Loden, etc., etc.
No le convencí, nunca lo hago, así que pagamos los vinos y le pedí que me acompañase a comprar unos tornillos en la ferretería de Gustavo de la calle Embajadores. Es uno de los únicos comercios que sobreviven en esa calle convertida en el infierno del café y las inmobiliarias, y por eso, con frecuencia, voy allí y compro algo. Tanto si lo necesito como si no. Porque, lo bueno de las ferreterías, es que siempre tienen algo que tarde o temprano te resultará útil. Hace un año, por ejemplo, en un día similar, le compré una alcachofa de la ducha que no me hacía falta, pero en verano se me estropeó la que tenía y pude cambiarla fácilmente.
Al día siguiente, mi enfermedad empeoró, así que no pude ir al concierto de Bonnie “Prince” Billy, cuyas entradas había comprado hace meses, el mismo día que salieron a la venta. Me dio mucha pena perderme a ese calvo bigotudo y genial con su guitarra, porque desde que vi aquel viejo videoclip de la versión que hizo de I see a darkness supe que podríamos ser amigos y que si venía a Madrid iría a verle. Pero, como decía, no pude y me quedé en casa, lidiando con ese enfado infantil e impotente en el que me coloca siempre la gripe.
Me hice una infusión de jengibre, limón, pimienta, ajo y miel (una cosa verdaderamente repugnante que me enseñó mi hermana cuando era adolescente y en la que deposité una fe ciega que dura hasta hoy) y me senté en el salón a escuchar el álbum que sacó este año Bonnie “Prince” Billy y que no había escuchado hasta entonces, reservándome para hacerlo en el esperado concierto. Y me gustó mucho. Mi favorita fue London May, que hablaba de lo que hablan tantas canciones buenas (y, otra vez, sin aportar nada nuevo): de la soledad, de la muerte, de los días horribles y de cómo después de una mala noche siempre viene un día luminoso, un día brillante.