América Latina y el big-bang occidental

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Iniciemos estos papeles con un hurto. Robémosle una palabra a la astrofísica y llamémosla big-bang. Ahora, arbitrariamente, con el objeto de entendernos, califiquemos ese fenómeno como “occidental”, palabra siempre sospechosa cuando sabemos que estamos precariamente instalados sobre una esfera que gira vertiginosamente. En todo caso, hace varios millares de años, en la llamada Mesopotamia asiática, en un entorno cultural semítico, aproximadamente entre el Tigris y el Eúfrates, donde la Biblia sitúa el Paraíso, se produjo una singular explosión cultural que puso en marcha una todavía inacabada onda expansiva: fue el confuso inicio del big-bang occidental.

De manera espontánea, y sin que nadie lo programara o advirtiera, el destino de diferentes pueblos, más o menos vecinos, comenzó a encadenarse en direcciones paralelas. A lo largo del tiempo, de mucho tiempo, sumerios, caldeos, acadios, judíos, árabes, fenicios, egipcios, griegos, etruscos, romanos, y otra buena docena de etnias y civilizaciones, fueron mezclando mitos e informaciones, hallazgos y descubrimientos, formas de hacer la guerra, teogonías y teodiceas, éticas y estéticas, comportamientos y valores, hasta constituir de forma imprecisa el núcleo fundacional de eso a lo que hoy llamamos Occidente y en el pasado denominamos Hélade, Roma o Cristiandad, porque la definición cambiaba de contorno y sucesivamente podía afincarse en expresiones culturales de diversa entidad que iban sintetizándose y subsumiéndose en un riquísimo proceso de asimilación y mezcla.

En su momento, posteriormente, los pueblos celtas, germanos y eslavos fueron atrapados y agregados a la onda expansiva que a cámara lenta barría y, de alguna manera, unificaba el espacio europeo y buena parte de Asia Menor y África, pero el rasgo esencial de la cultura que se estaba gestando mantenía como signo básico de identidad ese carácter proteico y mestizo. Incluía a la crónica de Gilgamesh y a Homero, al Zigurat y al Partenón, a la Biblia, al Libro de los muertos y a las sagas nórdicas. Todo era asumible y provechoso. Los jeroglíficos egipcios acababan pariendo el alfabeto grecolatino por intermediación de los fenicios. Los signos hindúes, siglos más tarde, eran traídos de contrabando por los árabes para forjar un nuevo sistema de numeración. Las disquisiciones de los estoicos teñían el judeocristianismo con una nueva dimensión ética. Aristóteles y Platón, siglo tras siglo, morían y renacían con cada generación que se asomaba a sus escritos desde cualquier lengua indoeuropea. En algún momento, comparecieron Santo Tomás de Aquino, Erasmo y Descartes, heraldos que anunciaban a Kant, Husserl o a Ortega y Gasset. Copérnico y Galileo se prolongaron en Newton y en Einstein. Giotto, Leonardo y Caravaggio, tras detenerse en Velázquez y Manet devinieron en Picasso. Es fácil descubrir los antecedentes de Locke: están en el judío Zenón que predicaba en Atenas la doctrina de los derechos naturales o en los romanos que grabaron en bronce sus leyes, siglos antes del nacimiento de Cristo, prefigurando el moderno constitucionalismo. Occidente es siempre filiación, tradición y continuidad. Cambia, a veces vertiginosamente, para permanecer fiel a sus orígenes.

Europa no es el inicio del big-bang sino una de sus etapas más significativas. Alguna vez el corazón de la onda expansiva estuvo en Ur, donde acaso surgió el fenómeno. Eventualmente, se trasladó al Egipto de los faraones, a Atenas, a Cartago, a Roma, a Constantinopla o a la Aquisgrán de Carlomagno. En cierto instante de fines del siglo xv, el azar histórico y la evolución de la cartografía en el Mediterráneo, más las técnicas de navegación perfeccionadas por los portugueses, colocaron sobre el océano Atlántico, entonces desconocido, tres frágiles barquichuelos comandados por un marino visionario y terco nacido en Génova. Se llamaba Cristóbal Colón y, apoderado por la reina castellana, se empeñaba en llegar a las islas de las especias, en las cercanías de China, para enriquecerse con un cargamento de estos apreciados condimentos, entonces tenidos por medicinales, o acaso con pepitas de oro, si se lo deparaba la suerte y conseguía regresar vivo a Europa con su apreciada mercancía.

 

Aparece América

Lo que entonces ocurrió lo conocemos todos: de improviso apareció un continente, hasta ese momento insospechado desde la perspectiva del viejo mundo, y el milenario bigbang, como hacen los huracanes sobre el Atlántico, cobró un nuevo ímpetu al chocar con tierras americanas. Casi inmediatamente, un diluvio antiguo e inacabable de animales, plantas, artefactos y construcciones culturales cayó de manera incesante sobre América. El cristianismo, los caballos, el alfabeto, los libros, el románico, el gótico, el barroco, el trazado en cuadrícula de las ciudades, las lenguas europeas, la pólvora, los cañones, las catedrales y conventos, las universidades: todo llegó como un torrente incontenible que a su paso fue barriendo el perfil de los pueblos precolombinos hasta arrinconar a los supervivientes en una orilla insignificante y melancólica de la historia. Les ocurrió a todos los pueblos autóctonos: en el norte, a los comanches o a los apaches; más al sur, a aztecas y mayas, a incas y guaraníes. Eran cientos de pueblos que hablaban –dicen– millares de idiomas y dialectos.

Fue un vasto e implacable etnocidio, pero no se trataba de un fenómeno nuevo ni único: eso también había ocurrido dentro de las propias y elásticas fronteras de Occidente. Del primigenio mundo mesopotámico sólo quedaban vestigios arqueológicos y algunos rastros lingüísticos. El panteón de los dioses paganos se había extinguido bajo el peso del cristianismo sin dejar otra herencia que unas cultas referencias en beneficio de poetas y filósofos. Ciertas culturas gloriosas, como la fenicia o la egipcia, se disiparon en la bruma dejando como homenaje a sí mismas algunos monumentos misteriosos. En el espacio europeo, decenas de pueblos prerromanos desaparecieron al paso implacable de las legiones. El bigbang era así: una fuerza irresistible y ciega que con el mismo ímpetu con que derribaba pueblos y civilizaciones facilitaba el liderazgo y encumbramiento de nuevos agentes históricos.

Como Occidente, pese a la palabra, no es un concepto geográfico, sino un quehacer y una cosmovisión, la cúpula no le estaba vedada a nadie: germanos y anglosajones sustituyeron paulatinamente a los pueblos latinos como motor central de la historia. Pero luego se abrieron paso los asiáticos, comensales tardíos a la mesa de la revolución industrial. Primero los japoneses se incorporaron vigorosamente al quehacer occidental. Más tarde los imitaron surcoreanos y singapurenses. Luego, recientemente, llegaron los chinos, sabios y viejos, taiwaneses y continentales, y hoy están instalados a la cabeza del mundo, o en su proximidad, junto a europeos y norteamericanos, mientras los hindúes comienzan a asomarse en el horizonte. Todos escalaron esas cimas esgrimiendo las mismas armas desarrolladas por Occidente: racionalidad, ciencia, tecnología, comercio furioso, colaboración, competencia y culto por el progreso creciente. El proceso era obvio: primero se imitaba, luego se innovaba, posteriormente se creaba con originalidad. Así se explica la historia de Roma, construida sobre peldaños etruscos y griegos. Así se entiende la gloria de la Europa carolingia, edificada cuando los pueblos germánicos sustituyeron el liderazgo del debilitado mundo latino, abriéndole la vía a la eventual irrupción de los anglosajones.

Este atropellado recuento no es ocioso. Sirve para ilustrar el inmenso error que significa juzgar con un estrecho criterio ético los efectos del big-bang cultural occidental al otro lado del Atlántico, como suele escucharse entre los llamados enemigos de Occidente, seres permanentemente agraviados por el atropello de que fueron víctimas los pueblos precolombinos a partir de 1492. Consuela recordarlo: toda hegemonía tenía y tiene un componente avasallador. Las quejas de los indigenistas latinoamericanos poseen el mismo peso moral que si los españoles y portugueses les reclamaran a Italia, humillados y ofendidos, la extinción de las culturas prerrománicas. Por otra parte, el big-bang occidental ni siquiera era un fenómeno único aunque haya sido el más poderoso y duradero que recuerda la historia. En la propia América, a la llegada de los europeos, a otra escala ocurría algo parecido. Los aztecas, deudores de los olmecas y toltecas en Mesoamérica, y los incas en Sudamérica, fagocitaban a otras etnias y culturas americanas incorporándolas por la fuerza o la intimidación a un núcleo civilizado superior en desarrollo y organización.

Lo que sucedió a los pobladores autóctonos de América tras la llegada de los europeos no fue otra cosa que una variante de esa misma tendencia centrípeta que se observa en la permanente interacción entre los grupos humanos. Tradicionalmente, los que poseen mayor complejidad social y una base material o intelectual más sólida, imponen su modelo de civilización. Lo único acaso diferente en la trayectoria del big-bang occidental es la ininterrumpida continuidad en el tiempo, su exitosa implantación y el carácter planetario que posee, dado que ya abarca todos los continentes, aunque con diferentes grados de penetración, como podemos ver en ciertos espacios asiáticos o en África subsahariana, zonas del mundo hasta ahora escasamente influenciadas por Occidente.

 

América como parte de Occidente

Una vez hechas estas observaciones preliminares miremos a la América Latina contemporánea. ¿Qué vemos? Unas sociedades que se comunican en idiomas europeos, mayoritariamente rezan a Jesucristo, y con diversos grados de dificultad, al menos teóricamente, organizan sus Estados de acuerdo al modelo republicano liberal concebido durante la Ilustración en el siglo XVIII, luego mixturado y adulterado con componentes tomados del autoritarismo fascista, el caudillismo militarista y el colectivismo marxista. Casi todo lo que allí acontece –lo bueno y lo malo– nos remite siempre a las raíces europeas.

Las ciudades se trazaron con la cuadrícula propuesta por Vitrubio. Los templos tienen planta románica, gótica o barroca, especialmente barrocas. Las ciudades modernas están llenas de edificios construidos con el ojo del modernismo, de la Bahaus, del funcionalismo hecho de altura, acero y cristal. La mentalidad social o cosmovisión proviene del viejo continente. Incluso los excesos y disparates tienen ese origen.

¿Qué es América Latina (como Estados Unidos o Canadá) sino una deriva de Europa? ¿Qué son nuestros populistas colectivistas sino rezagos extemporáneos de Marx? ¿Qué son (o fueron) nuestros fantoches militares, o algunos civiles autoritarios, convertidos en dictadores, sino herederos del fascismo europeo? ¿Dónde, sino de una mala lectura de Keynes, tomaron nuestros políticos populistas sus ideas inflacionistas y estatistas para justificar el abultado gasto público? América Latina, pues, aun cuando en una orilla del Atlántico lo nieguen los indigenistas, y en el viejo continente o en Estados Unidos lo pongan en duda algunos escépticos, no es otra cosa que una de las zonas más vastas de Occidente, aunque sea la más pobre, atrasada y convulsa.

 

El pariente pobre

Admitamos, pues, que América Latina es el pariente pobre de Occidente. ¿Qué se hace con los parientes pobres? El primer ministro británico, Tony Blair, dijo recientemente algo con relación a España e Irlanda que vale la pena tomar en cuenta. Refiriéndose a los fondos de cohesión otorgados por la Unión Europea (ue) a estas dos naciones, llegó a la conclusión de que se justificaban por los espléndidos resultados obtenidos con el desarrollo de estos dos países. Según sus datos, las transacciones anuales entre Gran Bretaña y España alcanzaban ya los cuarenta mil millones de dólares. Blair se congratulaba del éxito de España porque sabía que la prosperidad de una nación le conviene al resto del planeta. Entendía, como toda persona inteligente e informada, que a nosotros nos beneficia la riqueza del otro.

Ese razonamiento es también válido con relación a América Latina. A laUE le conviene que desaparezca o se reduzca sustancialmente la pavorosa cifra de doscientos millones de pobres que pululan en América Latina. Si hoy China, de un plumazo, es capaz de comprar dos mil autobuses a la Volvo sueca, o está a punto de efectuar en Occidente la mayor compra de aviones comerciales de la historia, es porque las reformas económicas en dirección del mercado y de la existencia de propiedad privada han rescatado de la miseria a 300 o 400 millones de chinos que hoy tienen formas de producción y hábitos de consumo parecidos a los de Occidente.

Naturalmente, aunque fuera en beneficio de todos, no sería sensato, realista ni factible esperar una transferencia de recursos económicos desde la UE hacia América Latina para conseguir el desarrollo de la región, pero abrir los mercados europeos y hacer un esfuerzo para integrar a esta región en los circuitos económicos, tecnológicos y, de alguna manera, políticos, parecería una decisión sabia y universalmente conveniente a ambos lados del Atlántico, de la que se beneficiarían cientos de millones de consumidores y miles de productores.

Es un error circunscribir Europa a su exclusiva dimensión geográfica y circunscribir a ésta un justo trato comercial. La distancia cultural que separa a un argentino o a un cubano de un español o de un italiano tal vez es menor que la que separa a un danés de un griego o de un rumano. Las diferencias que uno puede observar entre los usos y costumbres de un británico y de un portugués son claramente mayores que las que se aprecian entre un portugués y un brasileño. Son sólo matices de una misma y vasta familia, variada y plural, que por el bien de todos debe hacer un enérgico esfuerzo por fortalecer los vínculos que la unen.

En 1993, cuando las autoridades europeas se dieron cita para fijar los requisitos mínimos que se les exigiría a los próximos miembros de la ue, aquellos que finalmente ingresaron en el 2004, se determinaron unos rasgos básicos que pueden resumirse en cuatro: comportamiento democrático plural, respeto por el Estado de derecho y los derechos humanos, incluido el rechazo a la tortura y a la pena de muerte, modelo económico abierto al mercado y a la competencia, con control de la inflación y del gasto público, a lo que se añadía una decisión clara de asumir los compromisos y responsabilidades que en materia de defensa y otros aspectos imponía la pertenencia al organismo supranacional.

A estas alturas de la historia, Europa era eso. No había en los Criterios de Copenhague, como se llamó al acuerdo oficial, una referencia religiosa o geográfica. No se hacía mención de requisitos idiomáticos ni de cánones culturales. Parecía poco, pero no lo era. Esa Europa dibujada con trazos gruesos era la síntesis última de una gran sociedad abierta y libre, basada en la racionalidad y la libertad, que sin olvidar la defensa, renunciaba al uso agresivo de la fuerza y reconocía la dignidad plena de todas las personas.

Pero esa Europa, que en la OTAN y en otras instituciones, cuando invoca los lazos trasatlánticos ya agrega a su horizonte histórico, cultural, económico y militar a Estados Unidos y a Canadá, estará incompleta o mutilada si no integra de alguna manera efectiva en ese circuito a la porción latinoamericana del planeta, así como a Australia o Nueva Zelanda, otros dos retoños del tronco europeo desovados en el Pacífico lejano.

Nada de esto tiene que ver con una visión de conquista imperial. Parece obvio que el big-bang cultural occidental, lejos de perder fuerza, continúa en expansión, como dicen que sucede con los astros y galaxias en el espacio. Pero desde mediados del siglo XX esa fuerza avasalladora ha adquirido un comportamiento significativamente diferente: la conquista de nuevos territorios y la subordinación de las sociedades a sus usos y costumbres ya no es por la fuerza, sino por la necesidad de cooperación y por la convicción moral.

En realidad, nadie forzó a los soviéticos o a Europa del Este o a los chinos a abandonar las supersticiones marxistas o la forma leninista de organizar el Estado o las transacciones económicas. Lo que los obligó a variar el rumbo fue el peso abrumador de los resultados de una competencia global que habían perdido. Es verdad que los ingleses le impusieron su sello cultural a la India milenaria, pero, tras la independencia del país, lejos de contemplar un regreso a las tradiciones, lo que observamos es una creciente y exitosa occidentalización en todos los órdenes de la convivencia hindú. En la década de los veinte del siglo pasado, nadie conminó a los turcos, bajo la mano dura de Ataturk, a
secularizar las relaciones entre la sociedad y el Estado, a cambiar el alfabeto, y a adoptar las grafías latinas, para acercar su país a las fuentes culturales europeas: fue la convicción de que ese era el camino para vencer el evidente proceso de decadencia que afectaba a Turquía desde el siglo XVIII. Si hoy casi todas las autoridades educativas del planeta, desde Kazajstán hasta Burundi, se empeñan en que los estudiantes aprendan inglés y dominen la computación, es porque hay una aceptación tácita de que esos son instrumentos de la modernidad occidental esenciales para la adquisición de destrezas y conocimientos que les permitirán desenvolverse con mayores posibilidades de éxito. Pero qué duda cabe de que con esos saberes, paulatinamente, también vendrá la creciente necesidad de adoptar el pluralismo, las libertades políticas y económicas, el respeto por los derechos humanos y el resto de los rasgos característicos de la democracia liberal.

Es posible, pues, que estemos presenciando el triunfo definitivo del big-bang occidental, con una especie humana cada vez más homogénea en sus quehaceres vitales y en sus comportamientos civiles. Pero lo extraordinario de este fenómeno es que no se trata del triunfo de una nación sobre otra, sino de la hegemonía de un modo de hacer las cosas. Si hoy la China se perfila como la segunda potencia planetaria, y quién sabe si dentro de medio siglo será la primera, ese cetro no le correspondería de manera permanente, porque el relevo del protagonismo principal está en la naturaleza misma del big-bang occidental, lo que objetivamente le abre la puerta a las esperanzas latinoamericanas. Si hace cincuenta años China era más pobre y atrasada que Bolivia o Ecuador, no hay ninguna razón para suponer que nuestros países estén inevitablemente condenados al fracaso. Todo depende de que hagan bien su tarea durante un tiempo prolongado, y nada sería más sano que esa tarea la llevara a cabo muy cerca de las raíces culturales a las que indisolublemente pertenece.~

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(La Habana, 1943) es periodista y ensayista. En 2010 recibió el Premio Juan de Mariana en defensa de la libertad. Su libro más reciente es la novela La mujer del coronel (Alfaguara, 2011).


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