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conservo una fotografía en la que aparezco pequeñito con un abecedario en las manos. La fotografía está debidamente coloreada y forma parte de una serie: en una sostengo un mapache de goma, en otra luzco una gorrita verde, en otra le sonrío al fotógrafo. Se trata de fotografías comunes y corrientes, pero no sé por qué la del abecedario me inquieta. Tal vez porque en ella me veo analfabeto y curioso, sin sospechar que en ese instante tenía el mundo en mis manos. Ese mismo mundo que ahora me empecino en abarcar con palabras. Inútilmente, además.
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entre las muchas maneras de estimular la composición en sus estudiantes, la de hacernos escuchar música era la preferida de mi profesor de quinto de primaria. A mí me gustaba ese método. Mi profesor sabía elegir las piezas y nos instaba a aprender de memoria el nombre de sus compositores. Un día nos hizo escuchar la Danse macabre de Camille Saint-Saëns. Ninguno de nosotros sabía que se trataba de la Opus 40 ni que estaba inspirada en un poema de Cazalis, el famoso amigo de Mallarmé. Yo me entusiasmé en mi composición. Imaginé esqueletos saliendo lentamente de las tumbas, parejas de esqueletos bailando vals, esqueletos asustados con el canto del gallo y la llegada interruptora de la luz. Luego de recoger las composiciones, el profesor se entretuvo leyendo en voz alta algunas de ellas sin mencionar a sus autores. Eligió la mía. A la mitad de su lectura no pudo más y empezó a reírse. Mis compañeros de clase empezaron a reírse. Alarmado frente a la posibilidad de ser descubierto, yo también empecé a reírme.
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sueño recurrente. Me encuentro en un evento social (una conferencia, una cena elegante, una reunión de trabajo) y descubro de pronto que me falta un zapato. Lo extraño del sueño es que ninguno de los presentes parece percatarse de esa falta. Adivino en su gesto una muestra de cortesía, lo que en vez de aliviarme me abochorna todavía más. Trato de no moverme, de pasar desapercibido, pero es inútil. Todos tienen algo que decirme y me abrazan deseándome buenas noches. Yo sonrío como puedo, esperando que de una vez por todas suene el despertador.
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durante años me acompañó esa imagen. Un hombre fuerte y sudoroso encadenado al remo en una galera de esclavos. Un tambor marcaba el ritmo un-dos-un-dos y un látigo de siete puntas le recordaba que no era posible cansarse. Al poco tiempo vi la película (función doble en el cine Roma) y supe que Ben-Hur lo escribió un general americano llamado Lewis Wallace. Wallace era gobernador de Nuevo México cuando tuvo el caso de un joven pistolero llamado Henry McCarty, llamado William Bonney, llamado Billy the Kid. Dicen que por andar escribiendo la novela dejó que lo mataran una noche de 1881. A esa muerte le debemos infinidad de películas, la gloria de Charlton Heston y algunas canciones de Bob Dylan.
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maneras de desaparecer. Usar audífonos es una manera de desaparecer. Escuchar música es una manera de desaparecer. Olvidar en una plaza nuestro segundo nombre es una manera de desaparecer. Llorar a solas es una manera de desaparecer. Aunque no parezca sonreír es una manera de desaparecer. Dibujar mientras los otros hablan es una manera de desaparecer. Aparecer es una manera de desaparecer. Hablar sobre uno mismo es una manera de desaparecer. Escribir poemas es una manera de desaparecer.
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nada más alejado de la infancia que la adolescencia. Todo adolescente lucha por percibirse como adulto, por construir una muralla que lo separe para siempre del niño que fue. Luego se pasa la vida borrando minuciosamente a ese niño, hasta que consigue olvidarlo. Eso es lo que cree. Pasados los cuarenta (la edad es tentativa) la muralla ha cedido a la incuria del tiempo: hemos olvidado repararla, hay tramos destruidos por la lluvia, bloques desperdigados por aquí y por allá. Despreocupado del tiempo un niño juega en los escombros. Descubrimos entonces que siempre estuvo allí, que nos estaba esperando. ~