Aquellas rosas del fango / y 4

Cuarta y última entrega de la serie sobre las cabareteras, las solitarias, las lúbricas, las imposibles protagonistas del erotismo nacional a mediados del siglo XX.
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Cerca de los años cincuenta Emilio Fernandez, consagrado como el cineasta nacionalista, el poeta visual del México pueblerino o campirano y muy frecuentemente indígena, se adentró en la turbia atmósfera citadina del melodrama cabareteril y putañero (al que apenas había abordado en1944 en Las abandonadas instalando a Dolores del Río en un fastuoso burdel de 1918, de fastuosa escalera marmórea) y filmó en 1948 Salón México, que, con argumento del fiel Mauricio Magdaleno, con fotografía del fiel Gabriel Figueroa y con edición de la fiel Gloria Schoemann, proponía unos personajes que se hubiera pensado eran totalmente ajenos al cine del emblemático “Indio” del cinemexicano: la cabaretera (Marga López) que se sacrifica fichando para que la inocente hermana (Silvia Derbez) estudie en un colegio decente, el padrote o cinturita envaselinado y de anchas solapas que la explota (Rodolfo Acosta), el gendarme intensamente popular, enamorado y redentor de la cabaretera (el extraordinario Miguel Inclán, que hacía verosímil a un muy hipotético personaje). Era un melodrama fatalista pero cruzado intermitentemente por la sensualidad gozosa, por el desfogue erótico de los cuerpos en unos actos rituales (“Nereidas”, “Almendra”, “Juarez no debió de morir”) que llamamos danzones.

 

En 1950 Fernández, que con Salón México se aficionó a filmar sabrosuras del baile (y recuérdese que en sus comienzos de “extra” en el cine hollywoodense se había desempeñado como bailarín), vuelve, con un “naturalismo” frenético y una fotogénica sordidez, al sombrío cine de cabaret danzante. Aceptando trabajar para las muy comerciales Producciones Calderón, frecuentadoras del género, se pone a los pies de la gran estrella del cine golosamente vicioso y de caderas trepidantes: Ninón Sevilla, y hace, una vez más con el equipo Magdaleno-Figueroa-Schoemann, una película de título cargadamente indicativo: Víctimas del pecado.

 

Cualquier película es mucho más que su mera sinopsis, pero en Víctimas del pecado el argumento lleva el melodrama negro y ninonesco a tal límite que es casi una apretada antología de todo el género. Lo cuento basándome en la sinopsis de Emilio García Riera en la imprescindible Historia Documental del Cine Mexicano (tomo 5, de 1949 a 1950):

 

Violeta (Ninón Sevilla) entra a trabajar de fichera y bailarina en el cabaret danzante Changoo, regentado por el anguloso, narigudo y funeral don Gonzalo (Francisco Reiguera). Las ficheras ayudan con una colecta a su excompañera Rosa (Margarita Ceballos), que ha sido despedida del Changoo tras tener un hijo del cinturita Rodolfo (Rodolfo Acosta), quien, para renovarle el favor de padrotearla, le exige que se deshaga del bebé. Rosa abandona a éste en un bote de basura, pero Violeta, justo a tiempo, lo rescata cuando se lo llevaba el camión recogedor. Don Gonzalo, que no quiere en su cabaret conflictivas ficheras con vocación maternal, la despide y ella debe dedicarse a puta callejera. El exladrón Santiago (Tito Junco), reformado, da a Violeta trabajo de bailarina en su cabaret La Máquina Loca, de clientela abundante en gente de los ferrocarriles, pues los trenes pitan y humean apenas a unos pasos del lugar (enriqueciendo un ambiente muy logrado por Manuel Fontanals). Violeta y Santiago se unen y bautizan al niño con el nombre de Juanito (el actorcito Poncianito). Entre bailes de Violeta: “La Cocaleca”, “Changoo”, “Ay José”, etc., trepidados por la Orquesta Aragón y el bongocero Chimi Monterrey, y entre boleros de Toña la Negra y Pedro Vargas, seis años transcurren, Violeta y Santiago viven felices y Juanito crece en un colegio de internos, pero Rodolfo, recién salido de prisión, mata a Santiago y La Máquina Loca es clausurada. Violeta, al ver a Rodolfo maltratando a Juanito, lo mata de un tiro y es encarcelada. En la calle, Juanito trabaja de lo que se ofrezca y logra comprar unos zapatos a la madre, que fajina descalza en la prisión. Como los guardias no lo dejan entrar, el niño se desvela a la entrada del presidio cuyo director (Arturo Soto Rangel) lo encuentra y telefonea a nadie menos que el Presidente de la República, quien ordena liberar a Violeta. Y ella y Juanito se irán de la mano mientras la voz off, ¿la del Presidente?, les dice:

 

“Sigan juntos adelante, y que la luz de la bondad les lleve lejos a pesar de la maldad y la ambición.”

 

Así, ya en un epítome de melodramas insaciables y crueles, Fernández da en 1950 una precursora puntilla al cine cabareteril y putañero, que todavía sobrevivirá un par de años, todavía permitirá a las émulas o adversarias de Ninón: a María Antonieta Pons, a Rosa Carmina, a Meche Barba, a Amalia Aguilar, a Leticia Palma, a tutti quanti, ejercer el rítmico caderazo y el destino de ángeles quemados en el triste vicio pero reavivados en el autogoce de los cuerpos rítmicos. Pero el género ya declina y en el muy próximo 1952 García Riera titulará el capítulo correspondiente de su monumental historia del cine mexicano: “El fin de las cabareteras”. Las cuales resurgirán una o dos décadas después, de otro modo, con otras figuras, en otros subgéneros, en colores y pantalla ancha, y el mismo “Indio” Fernández volverá a la carga con Fanny Cano o Meche Carreño y títulos como Zona Roja, México-Norte, Erótica

 

Y quedan las palabras entusiastas aunque quizá no muy caballerosas ni cristianas del poeta y crítico Ado Kirou en su libro  Amour, érotisme et cinéma (de 1962): “Ninon Seviya [sic] es la reina sexual, casi bisexual, del delirante melodrama mexicano. No importa si sabe o no actuar, si sabe o no bailar y cantar: es un cuerpo pura y maravillosamente bestial, un cuerpo eléctrico, al que le basta entrar en vertiginosa acción rítmica para incendiar la pantalla mental y desvirgar moralmente a millones de santurrones súbditos del Vaticano”.

Tras lo cual sólo me quedaría decir:

—¡Oh!

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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