Blaise Pacal, talibán

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¡¿Qué ha hecho Pascal para merecer esto?!, exclama una llevándose las manos a la cabeza cuando sale de ver a Josep María Flotats y Albert Triola en El encuentro de Descartes con Pascal joven. El escritor de Las Provinciales, delicioso, acalorado y divertidísimo panfleto contra los jesuitas; el inmortal autor de esa gran obra inacabada, póstuma, inconexa, impregnada de angustia existencial, que es Pensamientos… ¿Por qué perverso proceso de jibarización se ha convertido en ese pobre infeliz, fanático de tres al cuarto, talibán católico de estar por casa, que se desgañita en el escenario del madrileño teatro Infanta Isabel? Pero vamos por partes.

Según nos cuenta el programa de mano, los dos mayores filósofos de la Francia de su tiempo, Blaise Pascal y René Descartes, se vieron una sola vez, el 24 de septiembre de 1647, en el convento de los Mínimos, en París. Descartes tenía entonces 51 años; Pascal, 24. Nadie sabe de qué hablaron: ninguno de los dos dejó nada escrito sobre su encuentro, que duró varias horas. Un dramaturgo francés contemporáneo, Jean-Claude Brisville, ha imaginado la conversación entre ambos genios. Lo ha hecho tres siglos largos después, en 1985. Ahí es donde aprieta el zapato. Y es que la novela, o, en este caso, el teatro, histórico, es un campo minado del que hace falta mucha habilidad para salir indemne. No me refiero a los anacronismos materiales: ese péndulo que ominosamente da la hora fatal en el Julio César de Shakespeare unos mil trescientos años antes de ser inventado; esos catalanes que en tal o cual culebrón situado en la Edad Media comen pan con tomate cuando aún no se había descubierto América… No, hablo de los anacronismos mentales, los que se producen cuando unas traductoras de Las mil y una noches hablan de “detectives” –en el Bagdad de Harun al-Raschid– o escriben que el califa estaba “al borde de un ataque de nervios”; o cuando una pintora barroca piensa y siente como la protagonista de un libro de autoayuda; o cuando un grupo de jesuitas del siglo XVIII, al anunciárseles su expulsión de España, se quedan en silencio porque estaban, escribe el novelista, “valorando sus opciones”, como unos inversores tras descubrir que han sido estafados por Madoff…

Y sin embargo, El encuentro de Descartes con Pascal joven pintaba bien. En un escenario austero –una mesa, dos sillas, una vela, un vaso de agua…– y sabiamente iluminado, que recuerda, como ha dicho un crítico, un cuadro de La Tour, asistimos, durante una hora y media, al diálogo entre dos personajes. Es éste un formato muy propio del teatro francés de estas últimas décadas (piénsese por ejemplo en Eric-Emmanuel Schmitt) y que Flotats domina. Algunos recordamos todavía el espléndido texto de Nathalie Sarraute Per un sí o per un no, que Flotats montó en Barcelona con Juanjo Puigcorbé. Corría el año 1986, y Flotats, que llegaba de París aureolado por el prestigio de la Comédie Française, era una estrella ascendente; unos años después (1995) sería nombrado director del recién creado Teatre Nacional de Catalunya, un proyecto-faro de la era pujolista. Pero como suele pasar, el idilio entre el artista y los políticos duró poco, y en 1997 Flotats desembarcaba en Madrid, donde, por cierto, no le ha ido nada mal. Su montaje e interpretación de Arte, de Yasmina Reza, una obra parecida a la de Sarraute, sólo que con tres personajes (Josep Maria Pou y el siempre brillante Carlos Hipólito completaban el trío) resultó un taquillazo. Por cierto, yo la volví a ver hace no mucho, también en Madrid, pero ahora en un teatro más “de bulevar”, con otro director y actores de cuyo nombre prefiero no acordarme: si ya el texto original era, para mi gusto, tan resultón como superficial, en manos de esos cómicos se había convertido en una especie de manicomio de gritones… Pero volvamos a Flotats, al que las obras “de cámara” le dan buen resultado: en 2004 hizo con Carmelo Gómez otra del mismo estilo, La cena, que narra el contenido (imaginario) del encuentro (real) entre Fouché y Talleyrand. Habrán reconocido ustedes la mano de Brisville: en efecto, la fórmula es la misma, con pocos años de intervalo (La cena es de 1989), que la del Encuentro de Descartes con Pascal joven.

Que en El Encuentro Pascal-Triola aparezca como un energúmeno vociferante, un fanático que parece haber dejado sólo por un momento en el guardarropa el turbante y el kalashnikov, es, naturalmente, ad maiorem gloriam Flotatis-Descartes. Porque el Descartes imaginado por Brisville e interpretado por Flotats tiene lo que en francés se llama le beau rôle: el texto entero está concebido para permitir su lucimiento. ¿Y quién es ese Descartes concebido como un espejo de virtudes? Un hombre bonachón, amablemente escéptico (por momentos recuerda a Pla), que disfruta de su buena salud y sus diez horas de sueño, y es partidario de la mesura en todo. Los teólogos preocupados por el misterio de la Santísima Trinidad le dan risa, pero de ahí a proclamar que la religión es puro invento hay un paso que se guardará muy mucho de dar. Está convencido de que la tierra gira alrededor del sol, pero de ahí a poner en duda la autoridad de la Santa Madre Iglesia hay otro paso que tampoco franqueará. Es cierto que en la Francia del siglo XVII, un personaje ilustre como él no habría podido hacer en público –o sólo con riesgo de su libertad y hasta su vida– una proclama de ateísmo. Pero estamos en privado: ante Pascal, Descartes puede desnudarse. Y el Descartes desnudo, auténtico, que imagina Brisville, es un hombre culto, pero acomodaticio, que jamás, por principio, firma manifiestos, que disfraza de relativismo y tolerancia lo que es miedo a enfrentarse con los poderosos, y al que su carrera preocupa bastante más que la coherencia en sus ideas. En suma: un intelectual del siglo XXI. ~

 

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