Burla y desafío de Cabrera Infante
Voltaire logró convencer a Madame de Châtelet para que aprendiese inglés y así poder disfrutar de Swift, Alexander Pope e incluso el desigual Shakespeare; pero fracasó cuando quiso persuadirla de que estudiase español. Según la ilustrada señora, no merecía la pena aprender una lengua cuya obra cumbre literaria pertenecía al género humorístico. También esta convicción o prejuicio de doña Châtelet pertenece ya al humorismo, aunque al de tipo involuntario, que es el que peor sienta al autor y más divierte al público. Sin embargo, es un dictamen mucho más compartido de lo que suele reconocerse. El sentimiento cómico de la vida es tolerado, incluso celebrado en ocasiones como recreo o alivio, pero el verdadero prestigio lo recaba para sí el sentimiento trágico. Miren a su alrededor: los escritores más inapelablemente reconocidos hoy —Sebald, Coetzee, Giorgio Agamben…— son cualquier cosa menos festivos. Es más, abundan en perspectivas siniestras. La veta humorística de Thomas Bernhard ha sido subrayada por muy pocos y con cautela. Quizá el último humorista celebrado al más alto nivel fue Samuel Beckett. Y la risa de Beckett… ¡en fin!
Guillermo Cabrera Infante (desde ahora, GCI) ha cultivado en el más alto grado el sentimiento cómico de la vida: pero no como opuesto al sentimiento trágico, sino como una variante que lo agrava al purificarle del superfluo patetismo de la seriedad. El humor es una constante en su escritura, su nervio central: o sea que no aparece de vez en cuando, aquí y allá, sino siempre, sin cesar, obsesivamente. Y no es un rumor de fondo, como el mar Caribe escuchado desde la cama en un hotel confortable o como el ir y venir del basso ostinato en algunas piezas musicales: al contrario, retumba siempre, estruendoso, triunfal y subversivo, como los clarines que derribaron sonando y sonando las murallas infranqueables de Jericó. Ese humor que retumba todo lo tumba: hasta la tumba… Por cierto, en más de treinta años de amistad GCI me recomendó muchos libros pero sólo me regaló uno (fuera de los suyos, claro está): The Unquiet Grave, de Cyril Connolly, cuyo título suele ser traducido en castellano como La tumba sin sosiego.
GCI es un humorista persistente —infatigable— en su escritura y también lo fue en su vida. ¿Captan el matiz? El escritor sigue siendo humorista en la presencia repetida y duradera de sus libros; el hombre, humorista de semblante grave como Buster Keaton (Guillermo fue otro “americano impasible” y luego “inglés impasible”, sin dejar de ser cubano apasionado), ya no ha de hacernos reír más. De mí le asombraba —decía que le asombraba, muy serio— que fuese capaz de hablar riéndome; y yo me reía cuando él hablaba, severo, dirigiéndose a mí desde la guarida misma de la risa como Fu-Manchú impasible amonestaba al mundo desde su secreto refugio acorazado. El desafío de la burla, la burla del desafío… La broma perpetua de GCI ha llegado a producir vértigo a bastantes de sus lectores, que intentaron menospreciar su prosa con encomios ambivalentes: muy brillante, muy gracioso, pirotecnia. Lo que provoca la risa (lo que provoca con la risa) debe ser de segunda fila, gracias a Madame de Châtelet y demás personas de orden. ¿Cómo aceptar que uno de los mayores y mejores renovadores de la prosa en castellano, un clásico de vanguardia, sea también uno de los escritores más divertidos y gozosos, puro gozo, no sólo puro humo?
Pero que nadie confunda diversión con escapismo. Tolkien, cuando le acusaban de hacer “literatura de evasión”, respondía que no merece la misma calificación moral escaparse de una prisión que desertar del campo de batalla. GCI logró huir de la prisión cubana pero nunca desertó del combate contra el totalitarismo declamatorio, puritano e ineficaz que reina en la isla. Y precisamente el humor fue su arma incansable de destrucción masiva: contra la lengua de madera de los Pinochos comisarios políticos del régimen (por no hablar de los intelectuales conservados en la naftalina de su autosuficiencia que lo apoyan, ridículos impunes entre los que no falta alguna preciosa ridícula española). A través de retruécanos y parodias con ingenio sin desfallecimientos, GCI alanceó las formulas escleróticas de la mentira reverenciada, mientras conservaba viva, bullente, subversiva, el habla popular que dice las protestas y los amores, que denuncia y reclama, que explora todos los sonidos para no dejar sin su justicia poética a ningún sentido. Su tarea como escritor fue recordarnos, sin dejar de hacer reír o provocar la sonrisa, que son palabras las que amparan los crímenes pero también las que los descubren y las que procuran salvarnos de sus nefastas consecuencias.
Ahora te veo, Guillermo: me miras tras el vapor aromático de tu habano y disfrutas sin demostrarlo porque me estoy riendo otra vez. Has dicho no sé qué cosa, precedida por el habitual “¿Sabes, Fernando…?” y ya has vuelto a hacerme reír. A una palabra pomposa se le ha caído la tiara, un pedante o un tiranuelo se han quedado en cueros, la caverna se convirtió en taberna y el agónico “¡Felipe, me muero!” sonó irremediablemente a “¡Feliz año nuevo!” Guardas el semblante severo, pero no me engañas: veo tras el cristal de tus lentes la chispa perpetua de la amistad, risueña y contenta de contentarme. También con su puntito de melancolía, porque la amistad entre mortales siempre se está despidiendo un poco. Gracias, Guillermo, por no haber cesado de ser heroicamente gracioso, a pesar de lo que recomienden Madame de Châtelet y el lúgubre narcisismo de los expertos literarios. Gracias por tus gracias libres y liberadoras, a pesar de que —aquí entre tú y yo— maldita la gracia que tiene la cosa. –
—Fernando Savater
EL MUNDO PARA UN INFANTE DIFUNTO
En 1946, fui a vivir con la familia Cabrera Infante en el cuartucho del solar de Zulueta 408, magistralmente descrito por Guillermo en La Habana para un infante difunto. Allí leí su primer cuento y advertí su talento de escritor. Entonces le regalé, para estimularlo, Las palmeras salvajes de Faulkner, traducido por Borges.
En 1948 creamos la revista Nueva Generación y en 1950 la sociedad Nuestro Tiempo, de mayor impacto artístico y cultural.
En 1952, el cuartelazo de Batista derrocó la naciente democracia y cambió la vida de Cuba y las nuestras.
Yo me incorporé activamente a la lucha por la libertad. Guillermo, a diferencia de otros escritores y poetas que pusieron pies en polvorosa o nada hicieron contra la dictadura, y que todavía andan por allá muy bien pagaos, como servidores de la tiranía, colaboró con nosotros y fue el correo entre el Santiago de Cuba de Frank País y La Habana. Cuando, tras la carnicería batistiana después del fracaso al asalto del Palacio Presidencial, el 13 de marzo de 1957, el terror convirtió la capital en tierra de nadie, abrió las puertas de su casa como refugio de dirigentes del Directorio Revolucionario.
Al triunfo de la insurrección Guillermo fue a trabajar conmigo. Al crearse Lunes fue su director. La vida de aquel magazine cultural fue tan breve como extraordinaria. En sus páginas escribieron Goytisolo, Semprún, Valente, Ridruejos, Paz, Vargas Llosa, Fuentes, Cortázar, Camus, Sartre, Neruda, Picasso, Miró, Calvino, Moravia, alternando, para furia de los dogmáticos, la Biblia con El Capital, a Marx con Bakunin, a Lenin con Trotski, a Vallejo con Lezama y Piñera, a Marat con Orwell, y cuanto valía por el mundo en aquellos años, exaltando lo culto y lo popular, la música, el cine y la poesía, a los viejos y los nuevos valores.
Una revolución que nacía humanista, de “pan con libertad”, “pan sin terror”, “tan cubana y verde como las palmas”, se volvió en 1961, por voluntad del líder máximo, caudillista y comunista. En junio de aquel año de sectarismo y terror, Lunes fue cerrada, después de la discusión de la Biblioteca, pese a nuestra oposición y el apoyo de la mayoría de los escritores y artistas. En estos días, Lunes ha sido reivindicada semioficialmente, y considerada una de las mejores revistas literarias de América, no sin que los corifeos, en vez de condenar a su clausurador, nos acusen a Guillermo y a mí como los “culpables de su cierre”.
Al designar a Guillermo como nuestro corresponsal en Varsovia, gracias a contactos con Wajda y otros, intervino Carlos Rafael Rodríguez, oponiéndose a que Guillermo fuera a la peligrosa patria del revisionismo divisionista, del que habían sido acusados Revolución y Lunes, y decidieron enviarlo a Bélgica con el embajador Gustavo Arcos, atacante del Cuartel Moncada, en desgracia y allí autoexiliado, que, mandado a buscar a Cuba en 1965 con el pretexto de un ascenso, fue enviado a prisión, y que posteriormente fuera uno de los fundadores del Comité de Derechos Humanos de la Isla.
Ese mismo año, al regresar Guillermo a Cuba, cuando la muerte de su madre Zoila Infante, la Seguridad impidió su salida, que demoró tiempo antes de ser autorizada. La Cuba que vio entonces era ya una tiranía contra el pueblo oprimido y un desastre económico y político.
Guillermo rompió entonces con el castrismo en tiempos bien difíciles, enfrentando con su coraje y su razón las acciones de una izquierda mundial que lo difamó con furia, siguiendo la voz del amo.
Su talento literario y la razón de su ruptura fueron más fuertes que la censura del castrismo y sus lacayos. Tres tristes tigres cambió la novelística de lengua española, causó admiración y asombro y obtuvo valiosos premios internacionales. La Habana para un infante difunto revivió la ciudad destruida y fue aplaudida y premiada en Europa.
Durante cuarenta años, Guillermo escribió innumerables libros, de temática tan diferente como la música, el cine, la ciudad —en que aparecen Torchiello y Venecia—, la historia, la literatura, el tabaco, la política y la denuncia de la tragedia cubana. El director y actor Andy García está por terminar la filmación de La ciudad perdida, con guión suyo, cuya realización, me contaba Guillermo, había visto recientemente y encontrado magnífica. El cine ha sido una de sus pasiones creativas, plasmada en libros, guiones y películas filmadas por Hollywood.
La palabra de Guillermo Cabrera Infante baila como un son y tiene el humor cubano, la gracia y la originalidad que la hacen universal. Hace poco, lo encontré en su casa de Londres, ciudad en la que vivió tantos años. Miriam Gómez, su abnegada compañera, se desvivía por atender su quebrantada salud, y al darnos el abrazo de despedida tuve la triste sensación de que aquella sería la última vez que nos veríamos.
Guillermo fue durante cuarenta años uno de mi familia. La tristeza de su pérdida sólo la mitiga el saber que su obra, su ética y su cubanía son y serán inmortales. En el diálogo cervantino cuando su premio, dijo Guillermo: “Pronto se disolverá el autor, pero antes que desaparezca el maestro desaparecerá el aprendiz de Cervantes. ¿Qué es morir sino una forma de organizarse? ¿Lo dijo Cervantes? ¿O fue mi otro maestro, Martí, mártir?” –
—Carlos Franqui
CABRERA INFANTE Y LA GENERACION LIQUIDADA
En 1950, cuando Guillermo Cabrera Infante tenía veinte años y abrigaba la ilusión de convertirse en un gran escritor, La Habana era un notable centro cultural latinoamericano, pese a sólo albergar a poco más de un millón de habitantes. Era la ciudad en la que Lezama Lima, con su estética barroca y su verso culterano, pontificaba desde el grupo Orígenes, Alejo Carpentier comenzaba su extraordinaria obra narrativa, Virgilio Piñera se adelantaba al teatro del absurdo, Alicia Alonso daba sus primeros y ya gloriosos saltitos, Wilfredo Lam —síntesis brillante de chino, negro y español— exhibía sus inquietantes figuras agudas como dagas, llenas de penes, tetas y nalgas empinadas, y los jóvenes arquitectos cubanos recibían a un Gropius admirado con el perfil de un centro urbano que le pareció único y fascinante. También era, más allá del ámbito elitista de la cultura, la ciudad que en pocos años, a ritmo de trompetas y tambores, de pianos, flautas y de instrumentos inverosímiles, como la quijada de burro y el güiro, había puesto a bailar rumba, mambo o cha-cha-cha a medio sudoroso planeta.
¿Por qué ese espasmo creativo? Por un complejo fenómeno que hoy las ciencias sociales comienzan a explorar con gran curiosidad: la existencia de clusters, esos agrupamientos impetuosos de una masa crítica de creadores que compiten, colaboran, intercambian información y mantienen sus antenas orientadas a las vanguardias de otras latitudes. Lo he escrito en otros papeles a propósito del arquitecto Nicolás Quintana y ahora lo reitero: estos clusters no suelen aparecer como fenómenos aislados sino como parte de un panorama general. Las sociedades casi siempre tienen una coherencia interna que se manifiesta en diferentes campos. No existen (o son muy raros) bolsones aislados de excelencia. Donde hay una literatura apreciable, generalmente comparecen ciencia, plástica, arquitectura o filosofía de equivalente rango y calidad. Incluso, el desempeño económico general también guarda una debida correlación con el resto del entorno. No hay una vanguardia: hay un horizonte de vanguardias tras el que se mueven diferentes clusters misteriosamente emparentados.
En la década de los cincuenta la sociedad cubana vivía dos revoluciones simultáneas: una, muy primitiva, pero más vistosa, se desarrollaba a tiros en el ámbito político, y otra, mucho más prometedora y profunda, sucedía en la esfera de la cultura y la economía. Por aquellos años Walt Whitman Rostov había lanzado su teoría sobre los umbrales del desarrollo y Cuba encajaba perfectamente en su descripción: la isla despegaba rumbo al primer mundo, y no sólo por los niveles de producción y consumo o por el per cápita alcanzado, sino porque en todos los órdenes de la convivencia existían esos clusters capaces de sustentar el esfuerzo sostenido que requiere la prosperidad creciente. Cuba tenía las elites necesarias para dar el salto.
Guillermo Cabrera Infante fue un producto de ese fenómeno. Ése es el linaje al que pertenece. Lo que hay que preguntarse hoy es qué sucedió con esa explosión de talento que se percibía en el país a mediados del siglo pasado, tras 46 años de dictadura comunista. Y la respuesta parece ser bastante evidente: la rigidez del sistema, la represión implacable y el control impuesto por los funcionarios-policías dispersó y liquidó totalmente un momento estelar de la cultura cubana. Es verdad que esa brutal opresión no impidió que personas como Cabrera Infante continuaran exitosamente su obra en el exilio, pero al amputar los vasos comunicantes entre los desterrados y su país de origen, la dictadura empobreció drásticamente al conjunto de la cultura cubana.
El acta de defunción la firmó el propio Castro, tan temprano como 1961, cuando hizo censurar un documental cinematográfico dirigido por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, hermano de Guillermo, pronunciando un discurso estalinista conocido como “Palabras a los intelectuales”, en el que estableció que “Dentro de la Revolución, todo, fuera de la Revolución, nada”, liquidando con ello cualquier vestigio de libertad. A partir de ese momento, la cultura cubana fue estabulada en “talleres” literarios manejados por “cuadros” del Partido Comunista, organizaciones gremiales como la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), calcadas de la URSS, concebidas para vigilar y establecer formas de control, y revistas como Casa de las Américas, dirigida por el poeta-comisario Roberto Fernández Retamar, cada vez más comisario y menos poeta, dedicadas a establecer los cánones ideológicos. Desde entonces, cualquier signo de espontaneidad o el menor amago de crítica —Lezama, Heberto Padilla, René Ariza, Reinaldo Arenas— era extirpado violentamente de la vista de la sociedad y su autor quedaba reducido a la condición de no-persona.
La desaparición de Cabrera Infante, “sin patria, pero sin amo”, como declaró su viuda Miriam Gómez, nos precipita inevitablemente a una pregunta dolorosa: cuando llegue el momento de la libertad, ¿será posible revivir la fabulosa atmósfera creativa de mediados del siglo pasado? Lamentablemente, parece que no. Será más fácil recoger los escombros y reorganizar la economía que revitalizar un movimiento cultural que había surgido espontáneamente como consecuencia de una irrepetible coincidencia de factores fortuitos. Castro les ha infligido a los cubanos numerosos daños y perjuicios. Éste es uno de los más lamentables y duraderos. –
—Carlos Alberto Montaner
NUESTRO HOMBRE EN LA HABANA
Curioso fue el destino personal y literario de Guillermo Cabrera Infante. Hay que recordar primero que este hombre que hizo de La Habana el gran tema de su obra, el centro obsesivo y nostálgico de su imaginación, era de origen provinciano (había nacido en Gibara, en 1929) y llegó a la capital en 1941, cuando aún gobernaba Fulgencio Batista. Allí terminó sus primeros estudios, se inició en la vida periodística y literaria, descubrió la magia del cine y sobre todo se enamoró de las interminables noches habaneras, inundadas en ritmos, risas ebrias, colores vibrantes, lances furtivos y otras tentaciones sensuales. Hizo de ella su otro lugar de origen (pues allí volvió a nacer) y la convirtió en un verdadero mito personal que supo comunicar a otros que no la conocían sino por la música y las imágenes —frecuentemente distorsionadas— propagadas por Hollywood, que solía adornarla con pasodobles y bailaores españoles. Su fascinación por ella llegó a ser tan intensa que fue para él La Ciudad por antonomasia, donde tenía todo lo que él quería tener y a la que nunca abandonó, aunque se viese forzado a hacerlo.
Eso nos lleva a la otra paradoja: este habanero honorario e impenitente tuvo que vivir en el exilio, porque después de ser parte de la oposición a la dictadura batistiana y de servir brevemente como diplomático de la revolución castrista, se sumó a la diáspora cubana. Esa enorme masa de hombres y mujeres que cometieron el pecado que Fidel no perdona: no venerar su infalibilidad de líder absoluto y más papista que el papa. Fue a pasar su exilio —cuando el franquismo le cerró las puertas de España— en Londres, que puede considerarse la exacta contraimagen de La Habana, aunque en esos años la cultura popular desafiaba su molde austero y civil. Encontró allí un hogar literario bastante afín a sus gustos personales, alimentados por copiosas y tempranas lecturas en lengua inglesa. Se adaptó tanto a su ambiente intelectual que llegó a decir —usando una broma para indicar algo verdadero— que se sentía un escritor británico con la diferencia de que escribía en español o, mejor, en cubano.
Quizá esto deba entenderse como una forma de señalar que, al salir de Cuba, sentía que se había quedado sin país, que Castro se lo había robado. Hay una diferencia sutil (o brutal) entre los exiliados de otras recientes dictaduras militares y los del régimen castrista: los primeros seguían siendo, pese a todas sus penurias, ciudadanos de sus respectivos países, mientras que los cubanos expulsados por el patriarca de la isla perdían automáticamente el derecho de llamarla su patria, porque sólo él y su revolución la encarnaban; los otros eran una partida de apestados, escoria, ex nombres, nadie. No tenían cabida en el paraíso tropical vigilado por el Comandante.
Pero muchos de esos condenados a la condición de fantasmas, como Cabrera Infante, se negaron a callar, a aceptar su destino de no cubanos, como hicieron, a su modo, Reinaldo Arenas y Severo Sarduy, que conformaban con él la más visible trilogía literaria del exilio, los tres hoy muertos. Su existencia, y la de muchos otros, prueba que —además del inmenso descalabro político y económico— una grave consecuencia del castrismo es la escisión de la cultura cubana y sus creadores en dos vertientes: la de la isla (que se las arregla para sobrevivir en medio de todos los riesgos, intimidaciones y seducciones) y la de la diáspora; dos realidades que se enfrentan y no dialogan entre sí: están unidas, pero de espaldas, pese a heroicos esfuerzos en busca de la reconciliación.
Cabrera Infante trajo al sector desarraigado a la fuerza de Cuba las virtudes de la parodia, la sátira y el humor. Era un heredero de Suetonio, Bocaccio, Rabelais, Swift, Lewis Carroll y Laurence Sterne. Su mundo era un castillo de palabras a través de las cuales él recomponía la realidad y no al revés, como hacen los realistas. Era un maestro en el arte del pun, que es una forma específica del juego de palabras y una larga tradición literaria anglosajona. Practicó ese arte tanto en español como en inglés. ¿Cómo no reírse cuando llama a la masturbación “amor propio” o cuando dice que su país sufre de “Castroenteritis”? Dos de sus libros tienen estos títulos incomparables: Mea Cuba y Holy Smoke (éste sobre el tabaco cubano). Esa virtud —hay que decirlo— era un arma de doble filo: introduce un elemento artificioso que invade y afecta sus construcciones novelísticas, que tienden a ser rapsódicas e hiperconscientes; el Cabrera Infante que más recordamos es el que está en sus fragmentos, en sus textos breves, en el puro juego literario, formas en las que alcanzó un brillo inigualable. Su verdadero hogar, su verdadero universo fue el de la fantasía y el malabarismo verbal, esa pompa de jabón que no parece tener otro propósito que existir ella misma y brindarnos el placer aéreo del ingenio, como si otra vez fuésemos niños, pero con la malicia intelectual de los adultos. –
—José Miguel Oviedo
UNA EXALTACION DEL MITO LITERARIO
“A worker in words.” Esta definición de Gertrude Stein hecha por Sherwood Anderson es la que mejor le conviene a Guillermo Cabrera Infante. Para él, en efecto, la literatura era “palabras, palabras, palabras”. Y de ese fetichismo hecho materialidad nacía una relación con la escritura y con el idioma atravesada por un eros vibrante. Agitado, provocador, insinuante y en reverberación (síntomas de lo que los franceses, gráficamente, apelan titillations), ese vínculo se convertía, para nosotros, lectores inducidos a ejercer de miméticos voyeurs, en estímulo para la excitación y el regocijo. ¿Cómo no agradecer ese estremecimiento de placer sensual y de fruición intelectual que nos volvían, una vez sí y otra también, adictos ávidos y compulsivos? ¿Cómo no gozar con nuestra adhesión activa a una gimnasia volandera tan rara de encontrar en una tradición literaria latinoamericana mortalmente solemne y tremendista?
Hechos tales reconocimientos, conviene recordar que Cabrera Infante irrumpió dispuesto a ejercer una deliberada renovación de la práctica y la doctrina narrativas vigentes hasta entonces. Es verdad que, al final de los sesenta, la narrativa latinoamericana se adentraba en un periodo de discusión y replanteo de sus herencias que la llevaría a transitar por una de sus etapas más fecundas; pero no es menos verdad que, en su caso (y al igual que en los de Sterne, De Quincey y Joyce, sus genios tutelares), la voluntad de insertarse en una categoría propia, inclasificable, será una marca poderosa y recurrente dispuesta sobre todo a deshacerse de los remanentes de cualquier forma de convencionalismo y a desplegar una estrategia literaria singular. Una estrategia que, por ejemplo, pulveriza el registro documental, que no secuestra desde una perspectiva artera al lector sino que lo sitúa ante un hecho del lenguaje que se construye ante sus ojos, que cruza constantemente las fronteras entre los géneros y que busca cubrir de gloria, mediante su explotación inteligente, a incidentes que, en sí mismos, serían menos que nada. Más: allí los persistentes trazos autobiográficos (propios de alguien que es dueño de una memoria creadora y a través de ella descubre aquello que conmociona su sensibilidad y los hechos decisivos que lo condujeron a ser quien es) se fusionan con una visión poética de largo aliento, y sobre uno y otro trámites se erige, imperioso y pragmático, un sistema de conocimiento estructurador. Así, desde Así en la paz como en la guerra (1960), donde las viñetas y los cuentos se alternan en una prosa económica, violenta y sin concesiones melodramáticas para testimoniar acerca de una situación socialmente injusta y potencialmente explosiva, hasta Tres tristes tigres (1964, 1967), que es una memorable apoteosis verbal que se articula en torno a una escenografía prerrevolucionaria recortada contra las noches pecaminosas de una ciudad y su lingua franca que pronto serían difuntas, pasando por Vista del amanecer en el trópico (1974) y por La Habana para un infante difunto (1979), que regresan de alguna manera a aquellos títulos para rehacerlos, para retorcerlos y restaurarlos, su itinerario creador recorre, con denuedo impetuoso, con inteligencia polémica, las etapas de un escritor dispuesto a hacer historia, decidido a ingresar en la historia literaria. Una ambición que el conjunto de su producción llevaría a cabo con creces.
No hay libro que no sea —se sabe— la continuación, la respuesta o la consecuencia de otro libro, y más si se trata de libros que se abrazan a un empeño común. Volver a tratar temas y asuntos, visitar lo ya escrito para releerlo implica, en este contexto, una manera de establecer correspondencias y coincidencias internas en una obra que fía en la recreación permanente de la propia vida como materia prima abastecedora y en la calidad en cada trecho más transparente de una experiencia estilística vertebrada en torno a la composición serial de las palabras y a una imaginería verbal sin tasa. De esos recursos emerge, por cierto, la capacidad para desarrollar una fabulación exasperada que se sobrepone a una realidad inmediata opaca y mediocre. Es una característica que mucho vincula a los textos de Cabrera Infante con los de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, también ellos expertos —en especial en los que pergeñaron a dos manos— en buscar la redención (literaria) de un universo plano y sin relieve. La Habana que comparece aquí y también allá en la obra del cubano, esa Habana que se hamaca entre lo diurno y lo nocturno, que reúne tránsfugas de la jactancia y la picaresca, es, en gran medida, una réplica del Buenos Aires sucesivamente urbano y arrabalero, libresco y rústico de los argentinos. Se trata de unas ciudades que figuran irradiaciones espectrales de algo así como una tela de araña en las que el hombre aparece como el centro de una red casi infinita que lo aprisiona. Utopías (¿alegorías?) pesimistas que buscan remontar al lugar sagrado del origen, que asoman en principio como sitios habitados por una versión trivial del costumbrismo y que progresivamente se tornan mágicas fantasmagorías circulares y acaban, al fin, por dar testimonio indirecto de la disgregación de un mundo y de su desplome expiatorio en el vacío. En esos territorios ambiguos, que tanto disuelven los límites entre lo real y lo soñado, habitados por unas intersecciones insólitas de lo culto y lo popular, en esos territorios a un tiempo próximos y lejanos, el humor y la burla, las reflexiones extravagantes y los doubles entenders representan máscaras apenas disimuladas de una angustia tenaz, obsesiva, pesadillesca. El paso de comedia, o incluso de farsa, como modalidades formales recurrentes, que regentea algunas zonas de Borges y de Bioy Casares, y que predomina en Cabrera Infante, y que en los tres escritores contribuye a alentar un clima de elaborado elogio metropolitano, acentúa aquel hosco énfasis dramático: se obedece al criterio canónico que, desde la querella entre los antiguos y los modernos, señala que los alcances trágicos de un tema o una situación calan más hondo si los acunan unos géneros (la comedia, la farsa, justamente) tenidos por bastardos. En cualquier caso, el Londres de Thomas De Quincey, el Londres ingrato de las Confesiones de un inglés comedor de opio, el Londres vuelto sonámbulo jeroglífico, testigo adverso de las cuitas enfermizas de un visionario, reverbera, omnipresente, en los retazos de tales Habana y Buenos Aires —ahora reconvertidas, para todos nosotros, sus lectores, en símbolos míticos de nuestra memoria literaria.
Una última consideración. Cabrera Infante fue muy consciente de que debía levantar su arquitectura escritural sobre lo que habían hecho sus antecesores y de que, además, estaba obligado a efectuar una recapitulación de ese patrimonio a través de la parodia y la traducción como modalidades dislocadoras remunerativas. Parodia: el lugar donde la conmoción que se experimentó se resuelve en subversiva crítica reconciliadora. Traducción: el lugar donde el modelo que subyuga se trasmuta y se trasvasa y se vuelve escrutinio transformador, fértil antinomia traduttori/traditori —amén de pedal impulsor que reivindica el papel protagónico, material, de ese lenguaje que el escritor a su modo tan principal traduce al escribir porque, nunca como aquí, lo que admiramos es, en efecto, a worker in words. Parodia y traducción, entonces, entendidas como formas convergentes de excavar y reconstruir, como maniobras constitutivas del eco que vincula con una tradición. Y una tradición es ante todo una memoria; pero la memoria —lo comprobamos día a día— es una realidad que participa más del presente que del pasado: es un acto fundador, donante de voz. Por eso la memoria, aquella memoria creadora a que se hizo referencia más arriba, y sus plurales dimensiones (la memoria personal, la memoria local, la memoria patria, la memoria literaria, sin duda la memoria idiomática), organiza una zona central en las piezas de Cabrera Infante. Fue su manera de enlazar con el mito de la literatura, ese arquetipo que solicita que, al tiempo que lo encomiamos y lo exaltamos, lo reactualicemos y lo cantemos una vez más. –
—Danubio Torres Fierro
RÉQUIEM PARA UN HABANERO
HONORIS CAUSA
A Miriam
Es posible admirar a un escritor por su obra, por elección afectiva o por cualquier otro motivo que no venga al caso, que no es mi caso. Mi juicio sobre Guillermo Cabrera Infante, escritor, se alimenta de un prejuicio: entusiasmo ilimitado por una escritura a pleno sol que abre las puertas al humor. Una escritura que mantuvo su compromiso ineludible con la libertad.
Dos gurús literarios tengo yo: Octavio Paz y Guillermo Cabrera Infante. Nada más natural que, al preparar mi tesis de maestría sobre Vista del amanecer en el trópico, quisiera conocer en persona al autor y a su inseparable Miriam en su exilio londinense. Un día de 1979, mi esposo y yo llegamos hasta Gloucester Road. Esa misma tarde que nos conocimos, un raudo y veloz Cabrera Infante me diseñó un pun en donde se negaba el tiempo y al mismo tiempo era profético al vaticinar cierto castrismo por venir de una revista: “Nedda no tiene time para el Times“.
A mi esposo le obsequió un cumplido —en palabra suya— D’Onor: “Es el único mexicano a quien puedo confiarle un vaso con agua en el desierto; lo regresaría lleno.” Desde ese entonces, nos hicimos amigos y, a través de viajes, encuentros, llamadas y epístolas, no hemos dejado de compartir alegrías y tristezas.
Siempre me intrigó entender por qué, si en una época leí cinco veces Tres tristes tigres —y en una de esas lecturas hasta me convencí de que el libro fue escrito sólo para mí; si en una entrevista a Lydia Cabrera proclamé que si hubiese un incendio en la biblioteca y tuviese que salvar dos libros cubanos, elegiría ttt y El monte (entre Cabreras me veía); si como Caín, soy una cinéfila y/o crítica hedonista, ¿por qué entonces terminé eligiendo para mi tesis una obra tan seria como Vista del amanecer en el trópico?1
Pocas veces he leído un libro donde se enlace el ritmo furioso del mar con el proceso histórico cubano. Cierto, el vaivén se produce de manera discontinua al contar en esos textos crípticos y elípticos la historia de Cuba. Cabrera Infante consigue literaturizar esa historia, o propiamente deshistorizarla a través de estampas, grabados, fotografías, con hechos y seres conocidos o anónimos. En mi tesis postulé a la violencia como la protagonista de la obra. Nunca la publiqué. Pero, ¡cómo me conmovió ese libro! Qué profunda influencia ha ejercido en mí.
Imposible olvidar la fuerza poética que sopla al comienzo y al final de Vista: “Ahí está la isla, todavía surgiendo […] bella y verde, imperecedera, eterna […] y ahí estará.”
Es la mirada de un verdadero artista que al ver con el tacto y el olfato la isla le descubre la entraña misma de su espíritu. Es, qué duda cabe, lo que Cabrera Infante siempre ha declarado, el triunfo de la geografía sobre la historia.
La isla y La Habana, más que dos vasos comunicantes, han sido el centro de una obra pasional como la de Cabrera Infante. En ambas, el autor descubrió el cielo y el infierno. Y si hubo que decidirse por una, este orientalista nacido el 22 de abril de 1929 en Gibara, antigua provincia de Oriente, pero habanero por voluntad y elección, escogió La Habana.
Nada que ver, por supuesto, con la visión real de las actuales ruinas de una ciudad pompéyica, ni con esta Habana de los escritores (imitadores deleznables) que le han surgido al autor.
La Habana de Cabrera Infante es la ciudad misteriosa que él oye porque sabe escucharla. La recuerda a conciencia como una ciudad generadora de cultura, no de poder político, como La Habana risueña y nocturna que él amó. A ella regresa siempre.
La Habana es suya, nuestra, como también de los otros. La Habana lo llama.
Quiero pensar que el 21 de febrero de 2005, desde la otra isla, cuando dé inicio su regreso, tomará el habanero camino de Santa Fe, atravesando el Parque Central, cruzando por Prado, Neptuno, San Miguel, y podrá saludar el Rialto, el Alcázar y el Majestic, “para luego torcer una esquina redonda” y volver a deslizarse en una alfombra mágica hasta caer “libremente en un abismo horizontal”.
Éste quiere ser un réquiem —al estilo del de Jesse Fernández o de Severo— que ríe y festeja, pero no puede serlo. Y aunque “nunca es la última vez que uno ve a nadie”, es doloroso constatar que Cabrera Infante no tuvo el descanso de ver por última vez a La Habana (La Vana) libre.
Con la pérdida de este monstruo de la experimentación lingüística muere la voz más valiente, sagaz y erudita de nuestro exilio cubano. Al menos la suya, al revés de La Estrella y Bustrófedon, ha quedado consignada.
Si el siglo XIX tuvo en la palabra de José Martí un registro alto y fuerte a favor de la independencia de Cuba, en el siglo XX han sido las de Octavio Paz, Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante —entre otras más— las que han ejercido la crítica moral de una ideología castrense en su abuso sobre la forma de vivir y pensar de los cubanos. Tarea ardua la de estos intelectuales, pues no hay nada más difícil que explicar verdades a personas que prefieren vivir en la mentira.
¡Ah, ese mal incurable de los obstinados llamado castrismo! Gracioso difunto Infante que combatió dicho mal con todo su ingenio. ¿Rugiría de cólera el tirano al enterarse de que este respetado gusano del exilio se atrevió a utilizar su apellido paterno para diagnosticar la enfermedad contagiosa de nuestra época?
El único consuelo es que el sentimiento creador de su lenguaje persistirá en “este lado de la muerte”. Uno de los grandes méritos de este habanero ilustre fue haberse dado cuenta de la conexión íntima que existe entre escritura y libertad. Con aliteraciones, paronomasias y demás juegos lingüísticos, él captó como nadie la función subversiva del lenguaje. Lo que Cabrera Infante logró fue un triunfo colosal al establecer, entre lenguaje y humor, una suerte de gozoso empate.
En el registro final, nos queda el gran cántico de su obra dedicado a su patria mítica en el tiempo y el espacio. Su Habana premeditada como una realidad viviente de puro humo a la cual no pudo renunciar porque hacerlo era como renunciar a sí mismo, ha sido el mejor regalo que haya podido darnos.
La Habana, mientras tanto, lo sigue esperando. Algún año, o el que viene —no soy cuidadosa con las fechas como él lo fue—, cuando Cuba sea libre, ese polvo enamorado que fue Guillermo Cabrera Infante cumplirá su aspiración al enlazarse de forma definitiva con su querida Habana. –
—Nedda G. de Anhalt
CABRERA INFANTE, EL HABANERO PURO
Aunque era de Gibara, provincia del Oriente cubano, Guillermo Cabrera Infante fue un habanero puro. No sólo por sus recreaciones de esa ciudad que hizo en libros memorables y memoriosos como Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto (recreaciones que son, como todas en la buena literatura, búsquedas del tiempo perdido). Y no sólo fue puro porque fumaba puros de los buenos (nos fumamos unos espléndidos Upmann de su cava la última vez que nos vimos). Sino que fue un habanero puro en el otro sentido, de pureza espiritual. Prueba, si hiciera falta, fue su tristeza. Y su independencia política. Porque sólo los puros prefieren ponerse tristes antes que comprometer sus valores.
Lo conocí —y lo quise— en Londres, en sus últimos años. Solían recibirme su esposa Miriam y él en su departamento de Gloucester Road 53, un primer piso en una de esas mansiones victorianas blancas, subdivididas, donde vivió casi cuarenta años. Guillermo aparecía impecable, con unos pantalones de pana beige, una chaqueta de Harris Tweed, y zapatos de ante. Los ojitos achinados e inquisitivos brillando detrás de las gafas redondas. Moreno y casi sin canas a sus setenta y tantos. En suma, la paradoja viviente de un gentleman caribeño. Miriam nos servía el té al pie del retrato de ambos con su gato, Offenbach. Y allí, rodeados por los altísimos libreros y por su impresionante videoteca de cinéfilo, nos poníamos a conversar. O más bien, yo lo escuchaba a él. Lo escuchaba y pensaba: a pesar de lo acogedor del departamento, éste es, como tantos espacios de Londres, más bien pequeño, oscuro y atiborrado. Era inevitable pensar que estos dos cubanos del sol y de la calle habanera se habían pasado casi cuatro décadas en esta penumbra, atisbando por las ventanas el cielo encapotado y frío de esta otra isla donde vinieron a exiliar su tristeza.
La pureza de su tristeza. En una de esas ocasiones, Guillermo me contó cómo habían ido a parar a Londres, of all places. El año 1965 Fidel empezaba a purgar, al más puro estilo soviético, a quienes lo habían apoyado desde el principio pero que ahora le criticaban la falta de libertades, como Cabrera Infante. Entonces Miriam y él buscaron refugio en España. Era el lugar natural para uno de los escritores más brillantes del idioma, el sitio donde tantos autores del boom literario empezaban a hacerse famosos. Llegó a Madrid y lo mandaron al Ministerio de Asuntos Exteriores, a un despacho cuyo vidrio empavonado llevaba el insólito membrete de “Asuntos Árabes” (el ministerio de Franco escondía así su oficina dedicada a la Cuba castrista). El funcionario que lo recibió (“con el pelo planchado, igual a Mario Conde”) consultó su expediente de refugiado cubano y ofreció darle asilo sin ningún problema. Salvo una pequeña condición. “¿Cuál?”, preguntó Cabrera Infante. Y el funcionario de pelo planchado: “Cuénteme un poco de Mario Roca.” Cabrera me dijo que se quedó perplejo. Roca era un dirigente del Partido Comunista histórico de Cuba, del cual los padres de Guillermo habían sido militantes desde la primera hora. O sea, un amigo de la casa de la infancia. “No me acuerdo de nada”, respondió Cabrera. El del pelo planchado volvió a la carga pidiéndole que le contara de Fulano, y de Zutano… En buenas cuentas, el funcionario franquista le ofrecía al refugiado del castrismo la visa a cambio de hacerse delator. “Entonces”, me contó Guillermo, “me levanté y salí de esa oficina de Asuntos Árabes y me fui a decirle a Miriam que no podíamos quedarnos en España”.
Y vino el exilio en Londres. Un doble exilio: de Cuba y de España (o sea de la lengua). Y en Londres, a poco de llegar, fue el colapso nervioso (imagínese lo que habrá sido para el habanero tropical esa falta de sol). Y la salud mental que en adelante pasó a depender de las bondades gratuitas del National Health Service. Y luego los cuarenta años de nostalgia iracunda, a pesar de la anglofilia y las chaquetas de Harris Tweed.
Pero fue en ese asumir su Londres, su “tierra de nadie” —ni castrista, ni franquista—, donde estribó la esencial decencia política de este exiliado. Cuando la intelectualidad de izquierda de medio mundo cantaba loas a la Revolución Cubana —olvidando oportunamente lo policial del socialismo real— Cabrera Infante supo quedarse solo, sin pasarse al bando de ningún otro tirano. Puede parecer una opción obvia, hoy; pero seguro que no lo era tanto a mediados de los sesenta, en plena guerra fría. Y como sea, a consecuencia de ella, Cabrera, quizá el escritor más dotado de su generación (en facundia verbal incluso superior a García Márquez), asumió quedarse sin lo que otros de sus colegas ordeñaban a dos manos en la misma época: sin Cuba y sin España.
“Si cayera por fin Fidel, ¿volverías a Cuba?”, le pregunté una vez. Y su respuesta fue: “No en el primer avión, Carlos.” Otra muestra de esa independencia tan parecida al escepticismo, de esa tristeza intelectual que se vuelve una segunda piel para el verdadero exiliado. No en el primer avión. Ya no te irás tampoco en el segundo, ni en el tercero, Guillermo. Porque ya has vuelto sin necesidad de visados ni permisos, de este o aquel tirano. Habanero puro (en el sentido de pureza), ya entras en andas a tu Habana por la puerta ancha y abierta que siempre tendrás en el corazón de nuestro idioma. –
—Carlos Franz
AMISTAD Y TRADUCCION
Murió el gran escritor y amigo cubano Guillermo Cabrera Infante. Me han pedido, como traductora al inglés de sus obras novelescas —aunque él mismo discutía la categoría “novela” y prefería siempre “libro”— hablar de mi amistad y trabajo con esta figura inolvidable, este hombre tan querible y único. Como conté en mi libro sobre la traducción, Escriba subversiva, que registra minuciosamente nuestras labores con el texto, profundamente inspirado, tanto en lenguaje como en tema, en la poética y la prosa del ingenioso Cabrera Infante, una alegre amistad jocosa y afectuosa anticipó nuestras colaboraciones, gracias a nuestro amigo mutuo, el escritor y crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal. Emir se nos fue en 1985, seguido en las dos últimas décadas por otros amigos compartidos y queridos, entre ellos Manuel Puig y Néstor Almendros. Mejor no seguir la lista… y empezar por el principio.
Fue en febrero de 1969 que, jovencita yo, conocí a Guillermo y a su exuberante esposa Miriam en su acogedor flat —que todos los amigos recordamos como un recinto lleno del calor humano y la vitalidad de esta pareja tan vibrante y unida— de 53 Gloucester Road, en el barrio elegante de Kensington, cerca del bello parque adornado con las estatuas de los amados personajes de Alicia en el país de las maravillas —libro clave para TTT—, todavía en pleno swinging London. Recuerdo que Miriam, alta, glamorosa, de pelo oscuro, nos recibió a mí y a Emir y nos escoltó por el pasillo de libros y fotos hasta la guarida de Guillermo, una habitación entonces tapizada de papel rayado como piel de tigre en homenaje a esos famosos Tres tristes tigres. Ahí estaba Guillermo —el personaje de Silvestre se le parece físicamente— vestido de manera impecable, pequeño dios en cuclillas en un diván, con ese rostro de facciones a la vez delicadas y cómicas, con bigotes un poco Pancho Villa, a la vez carismático y poker faced. Enseguida nos dimos cuenta de que teníamos a Marx, es decir, a Groucho y sus hermanos, en común —y aquí permítanme que cite una vez más su frase que, après tout, lo dice todo, es decir, que yo tenía “ese sentido de humor del judío neoyorquino que se expresa en juegos verbales y en la contestación de la realidad por la estricta lógica de las palabras.”1
Aquella tarde invernal, las conversaciones con Emir, Guillermo y Miriam iban de la fatal conjunción del auge fidelista y el boicot de los intelectuales latinoamericanos contra Guillermo y Emir, que había sido director de la famosa revista Mundo Nuevo, a nuestras pasiones cinematográficas compartidas. Guillermo me hizo reír a carcajadas con sus precisas imitaciones de diálogos. Por ejemplo, el famoso intercambio entre el alto, guapo y valiente Gary Cooper y la tempestuosa actriz mexicana Katy Jurado en el legendario western High Noon, cuando sus personajes, que fueron amantes en una época anterior a la acción de la película, se encuentran en el hotel donde ha ido a refugiarse la actual novia del héroe, protagonizada por la delicada y bella Grace Kelly. El ambiente de ese momento fílmico es espeso y el gran Gary dice, en voz de Guillermo imitando el acento gringo: “Tanto tiempo sin verde.” Y ella contesta, el humo de la pasión suprimida saliendo de sus ojos: “See, lo say.”
Los chistes que compartíamos eran subversiones bilingües. Nos mofábamos de los acentos y las pronunciaciones, pero también nos dábamos cuenta de cómo se multiplicaban los significados en estos juegos deformantes. En ese momento, o quizás en otro momento posterior, me di cuenta de que, coincidiendo con la teoría cabrerainfantesca del humor de que puns hide pain —detrás del juego está el dolor—, Guillermo, en su batalla contra el estalinismo de Fidel, era también un héroe malentendido por sus compatriotas, como Gary Cooper, que en High Noon se atrevió a enfrentarse él solo contra cuatro malvados y contra la opinión (en este caso, la cobardía) del pueblo.
Durante esa visita, en febrero de 1969, nuestra celebración de una nueva amistad nos llevó a la traducción que el autor estaba preparando en aquel momento con un poeta-traductor inglés, Donald Gardner, para la editorial Harper & Row (que ahora es Harper & Collins) en Nueva York. Guillermo quería que el libro tuviera la vida hablada del original, y me dio a leer algunas páginas del borrador en inglés de “Los debutantes” y de “Ella cantaba boleros”. Me di cuenta de que el lenguaje necesitaba ser más “americano” para dar el efecto del habanero natural, rápido y juguetón que el brillante Guillermo reproducía y amplificaba en el original de la jerga callejera de esa gran ciudad del Caribe. Así se inició nuestra colaboración sobre TTT, como él llamaba a su libro, dando la impresión de una bomba, un cartucho de dinamita, que es lo que fue esa explosión verbal, ese retrato a la vez fragmentario y vasto —como lo definió el crítico Alfred MacAdam— de la multiplicidad sonora y humana que era la Habana de sus recuerdos. De TTT salió otra bomba-libro parodia de Raymond Queneau, que mejoraba los Exercises de style franceses con el título Exorcismos de esti(l)o. Uno de los libros favoritos de Guillermo, con éste concluye la exploración, iniciada con Un oficio del siglo XX y desarrollada en TTT, del “habanero, el idioma hablado de La Habana, una ciudad a cuyos habitantes podríamos llamar hablaneros”.
Recuerdo que en uno de los muchos viajes que hice a Londres para trabajar con Guillermo en TTT, en el 69 o 70, fuimos todos juntos, con Emir, otra tarde y quizás en otra visita londinense en el 69 o el 70, a un exquisito restaurante chino en el barrio —creo que era The Chinese Lantern, pero la memoria traiciona, como la traducción— donde nos sirvieron un festín delicado y ritual de diez platillos, uno tras otro, a un paso ceremonial. Ese restaurante ya no existe, pero también me digo otra verdad: Londres nunca va a ser lo mismo sin Guillermo.
De una de las visitas que hicimos, me acuerdo de la picardía de Guillermo, que intuía que Emir (quien no lo manifestaba) se ponía nervioso antes de los viajes y que siempre quería llegar al aeropuerto con mucha anticipación. Pero como también Emir era un apasionado conversador, en aquella ocasión los dos debatían sobre las virtudes de dos grandes dramaturgos norteamericanos, Tennessee Williams, el preferido de Guillermo, y el de Emir, Eugene O’Neill. Para Guillermo, Williams era el gran lírico, cuyo manejo del lenguaje lo hacía el más trascendente; Emir tenía otros argumentos y pensaba que Guillermo exageraba; en fin, la discusión siguió hasta el taxicab, con Emir tropezando con su maleta y Guillermo exclamando que la discusión no terminaba allí, etcétera, etcétera. Momentos divertidos los había en los setenta y los ochenta, a pesar del torbellino ideológico y cultural de la intelligentsia latinoamericana centrada en la Revolución Cubana, que veía como un western con sus good guys y sus bad guys. Apropos: una más de las numerosas imitaciones geniales que hacía Guillermo era de otro western legendario, El tesoro de la Sierra Madre, de John Huston, en el que el asesino capturado, ante el pelotón de fusilamiento, grita: “¿Puedo recoger el sombrero, teniente?”, a lo cual el teniente, abrupto pero cortés, le contesta: “¡Sí, recójalo!”, seguido enseguida por la orden: “¡Fuego!” ¡Paf! Para no hablar del entusiasmo de Guillermo por el conde Drácula de Bela Lugosi. Su hijita Carola le seguía en una ocasión el acento húngaro en inglés a la perfección: “I don’t drink… vine”, cuando el conde, más interesado en la sangre, naturalmente, rechaza al nervioso Mr. Renfield que le ofrece un vaso de vino.
Cuando Guillermo se enfermó y casi perdió el equilibrio mental en el 72, después de la muerte de su madre en Cuba, y con la enorme presión y el estrés causados, como dice con mucha lucidez Mario Vargas Llosa, por “la satanización de su persona y de su obra” por la izquierda fidelista, fueron tiempos grises, de preocupación, para nosotros los amigos y, sobre todo, para Miriam; fue en gran parte gracias a ella que Guillermo pudo renacer y seguir escribiendo otros grandes libros, como Vista del amanecer en el trópico, una épica concisa, a la vez paródica y trágica, un retrato punzante de la historia de la violencia política en Cuba, empezando con la llegada en el siglo XV de los españoles, pasando por las varias tiranías y hasta llegar al presente, es decir, a 1974. Otra vez, con muchísimo gusto, colaboré con Guillermo en la traducción de este libro que, al revés de TTT, era conciso y sombrío, pero escrito siempre con gran maestría.
Nuestro último proyecto a dúo, La Habana para un infante difunto, fue, para la consternación de su editor Cass Canfield, un libro aún más largo que TTT, una memoria autobiográfica y proustiana de su juventud en La Habana en que el joven protagonista descubrió a la vez el sexo y su vocación de escritor. Fue un proyecto que nos llevó cuatro años y en el que Guillermo llevaba a un extremo infernal, con ese Infante’s Inferno, sus “construcciones erigidas sobre la destrucción de una frase, de una palabra, de un fonema, llegando inclusive a considerar, como en español, los nombres propios como sujetos de experimentación lingüística.”2
En fin, ¿cómo recordarlo todo, cómo resumir una vida tan rica, unas experiencias tan complejas? Para mí Guillermo fue casi un padre de quien aprendí mucho sobre el arte y la vida literaria, un padre que a veces me hacía reproches, y a veces con razón (por ejemplo, se quejaba de que yo tenía demasiado “ego” para ser traductora). Pero por otro lado fue un padre que me animó a cumplir con mis propios proyectos, como la biografía literaria de nuestro amigo mutuo Manuel Puig. Este libro, como muchos, debe su existencia al apoyo generoso de Guillermo Cabrera Infante.3
En la última década los viajes y mis visitas eran más infrecuentes, pero me acuerdo siempre de momentos gratos como el paseo que hicimos hace un par de años Guillermo (que entonces caminaba aún más lentamente y que parecía más delicado y flaco, pero siempre elegante en su estilo, con sus bellas canas), Miriam y yo por su barrio de South Kensington, tan marcado por la historia literaria, deteniéndonos para contemplar las casas donde habían vivido escritores y artistas famosos como el tan admirado Henry James. El flat de 53 Gloucester Road ya no era lo mismo que antes, en la época glamorosa del swinging London, cuando Offenbach, su gato siamés, un príncipe también como el Infante, reinaba sobre la casa con gran dignidad y astucia, reconociendo a los que le tenían alergia (como yo, por ejemplo). Durante todas esas décadas en el exilio se habían acumuladocada vez más libros, más papeles, así que la biblioteca ahora amenazaba con invadir todo el espacio, incluida la cocina, tan cuidada por la fuerte y valiente Miriam.
Un día espero capturar más de ese pasado que huye, un pasado lleno de figuras tan especiales y amadas como Guillermo, Emir, Manuel y otros. Pero por ahora me da gusto (y dolor) participar aunque sea modestamente en este homenaje a G. Caín, a great man, a great writer and now a legend too. –
—Suzanne Jill Levine
HABANIDAD DE HABANIDADES
“Todo es habanidad”, le gustaba decir a Guillermo Cabrera Infante, el narrador cubano que asumió la escritura como prueba de amor a su ciudad. No es raro, entonces, que en la antesala de su primera novela, Tres tristes tigres (1967), encontremos una curiosa advertencia —inspirada en la recomendación de Mark Twain de que nunca los personajes de una ficción moderna deben hablar de la misma manera— en la que el autor nos aclara que su libro “está en cubano, es decir, escrito en los diferentes dialectos del español que se hablan en Cuba”. Para luego, apenas tres líneas más abajo, aclarar la aclaración y advertirnos que “sin embargo, predomina como un acento el habla de los habaneros y en particular la jerga nocturna que, como en todas las grandes ciudades, tiende a ser un idioma secreto”. Toda la Cuba de Cabrera Infante cabía dentro de la Habana y toda la Habana dentro de una noche.
La Habana de mediados del siglo XX, que aparece en la narrativa de Cabrera Infante, era cualquier cosa menos una “gran ciudad”. Según el historiador Leví Marrero, esa Habana —no la provincia, sino el municipio de entonces— tenía poco más de setecientos mil habitantes y tan sólo ciento trece kilómetros cuadrados. La segunda ciudad cubana, entonces y ahora, Santiago de Cuba, al este de la isla, tenía siete veces la extensión de la Habana, pero su población apenas rebasaba los 150,000 habitantes. Como en “La ruinas circulares”, el relato de Jorge Luis Borges, ese pequeño territorio fue convertido por el autor de Tres tristes tigres (1967) y La Habana para un infante difunto (1979) en un espacio saturado de mitos y ficciones: en un artefacto de la memoria cultural.
Cuando en 1941 Guillermo Cabrera Infante llegó con su familia a la Habana, desde el pequeño pueblo rural de Gibara, la ciudad aún estaba regida por el Plan Forestier, de 1925, que había desplazado el centro político y cultural del área colonial —la Plaza de Armas, el Palacio de los Capitanes Generales, la Catedral y el Puerto— a la zona republicana: el Paseo del Prado, el Parque Central, el Centro Gallego, el Centro Asturiano y el Capitolio. Cuba experimentaba entonces una refundación republicana, impulsada por el movimiento revolucionario de 1933 y por la Constitución socialdemócrata de 1940. Durante los veinte años que vivió en la Habana, Cabrera Infante vería desplazarse el centro de la ciudad una vez más: de aquel entorno neoclásico a la franja modernista de El Vedado y Miramar.
La nueva fisonomía urbana de la ciudad, obra del Plan Director de la Habana, concebido por el ministro de Obras Públicas del gobierno de Fulgencio Batista, Nicolás Arroyo, y diseñado por los arquitectos José Luis Sert, Paul Lester Wiener y Paul Shulz, de la firma Town Planning Associates, quedó establecida con la Plaza Cívica —una explanada fascistoide que Fidel Castro convertiría en escenario predilecto de sus manipulaciones políticas—, la línea de rascacielos del Malecón, los túneles bajo el río Almendares, que comunicaban El Vedado con el lujoso barrio residencial de Miramar, y el túnel que atravesaba la bahía y conectaba el Palacio Presidencial, Prado y Malecón con las playas del este habanero. Esa Habana de los cincuenta fue, para Guillermo Cabrera Infante, el único espacio y el único tiempo plenamente narrables.
Arsenio Cué, un personaje de Tres tristes tigres (1967), se percataba de aquel desplazamiento del vórtice de la urbe: “es curioso cómo cambia el mundo de eje… Hace tiempo que éste era el centro de la Habana nocturna y diurna. El anfiteatro, esta parte del Malecón, los parques del Castillo de la Fuerza al Prado, la avenida de las Misiones… Era que éste era el centro, sin más explicaciones. Después lo fue el Prado, como antes debió serlo la Plaza de la Catedral o la Plaza Vieja o el Ayuntamiento. Con los años subió hasta Galiano y San Rafael y Neptuno y ahora está ya en La Rampa. Me pregunto adónde irá a parar este centro ambulante que, cosa curiosa, se desplaza, como la ciudad y como el sol, de este a oeste”.
La precisión con que Cabrera Infante observaba las mutaciones de la ciudad tiene que ver con el hecho de que él mismo no fuera un habanero, sino un inmigrante que llega en la adolescencia a la capital y crece dentro de ella o, más bien, junto con ella. Esta tensión entre la Habana y el “interior” de las provincias insulares —similar a la que registra la historia literaria argentina, desde Echeverría hasta Borges— se hace perceptible en Tres tristes tigres. La carta de Delia Doce a Estelvina Garcés, al principio de la novela, trasmite el hechizo que la capital, tentadora y pecaminosa, ejerce sobre la mentalidad tradicional de los campesinos de provincia: “… como te iba diciendo esa hija tulla se ha buelto buena perla aquí en la Habana que es una ciudá perniciosa para la jente joven y sin experiencia”.
Como Batista y Castro, sus dos odiados tiranos, Cabrera Infante era un “oriental” en la Habana: eso que los habaneros de hoy, reiterando la consabida analogía de los “judíos del Caribe”, llaman un “palestino”. Pero al igual que Batista, y a diferencia de Castro, quien vivió fuera de la Habana entre 1954 y 1958, es decir, en los cuatro años decisivos de la modernización de la ciudad, Cabrera Infante sintió la transformación urbana del último tramo de la historia republicana como se siente el crecimiento del propio cuerpo. Nacido en 1929, durante el esplendor cultural de la República, el autor de La Habana para un infante difunto llegó a la adultez justo cuando la ciudad adoptaba la nueva fisonomía de la modernidad americana. El cuerpo de Cabrera Infante y el cuerpo de la Habana llegaron, así, a experimentar una correspondencia vital: “… haciendo cierto el aserto, el viejo adagio que era más bien un allegro —la Habana, quien no la ve no la ama y yo la veía tal vez demasiado, la ciudad entrándome no sólo por los ojos sino por los poros, que son los ojos del cuerpo.”
En otro momento de Tres tristes tigres, Arsenio Cué desarrolla su idea “de que la ciudad no fue creada por el hombre, sino todo lo contrario” y habla “con nostalgia arqueológica de los edificios como si fueran seres humanos, donde las casas se construyen con una gran esperanza, en la novedad, una Navidad y luego crecen con la gente que las habita y decaen y finalmente son olvidadas o derruidas o se caen de viejas y en su lugar se levanta otro edificio que recomienza el ciclo”. Cabrera Infante introduce, entonces, la analogía entre esa “saga arquitectónica” de la Habana y el ciclo de ascenso y caída que, como una trama alegórica de la civilización occidental, proponía Thomas Mann al principio de La montaña mágica, cuando Hans Castorp llega al “sanatorio, petulante, seguro de su salud evidente, de alegre visita de vacaciones al infierno blanco, para saber más tarde que él también está tísico”.
La identidad habanera de la escritura de Cabrera Infante se construyó sobre la certidumbre de que, en Cuba, sólo la ciudad de la Habana podía ostentar un devenir civilizatorio de auge y decadencia, como el descrito por Spengler y Toynbee: un devenir civilizatorio similar al que distinguía la marcha histórica de Occidente. Por eso, en un diálogo memorable entre Cué y Silvestre, ambos descubren que no son originarios de la Habana, que son del “campo”, uno de un pueblo llamado Virana, y el otro de un pueblo vecino, llamado Samas. Al pronunciar esos nombres, los personajes se percatan de que, en Cuba, da lo mismo haber nacido en cualquier lugar que no sea la Habana. Esa ciudad, cuyo esplendor modernista entrañaba, también, una decadencia espiritual, era la única que dotaba de capacidad de recuerdo a la cultura cubana. Como un Funes habanero, Cué dice al final del diálogo: “recuerdo casi todo y además recuerdo las veces que lo recuerdo… Pensé mirando el puerto que hay alguna relación sin duda entre el mar y el recuerdo. No solamente que es vasto y profundo y eterno, sino que viene en olas sucesivas, idénticas y también incesantes… Pensé que yo era el Malecón del recuerdo”.
Las dos novelas habaneras de Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, fueron ejercicios de memoria en torno a la vida de la ciudad entre 1948 y 1962. En Tres tristes tigres la evocación estuvo bastante centrada en el mundo nocturno de los bares, clubes y cabarets de La Habana Vieja, Centro Habana y El Vedado. El mismo mundo sensual y hedonista que aparece en las novelas de Hemingway y Greene y que consolidó a la Habana como fantasía de la imaginación occidental en los años previos al triunfo revolucionario. Sin embargo, a diferencia de Hemingway y Greene, Cabrera Infante narraba desde el corazón de la ciudad, rehuyendo los estereotipos al uso del curioseo exótico e insinuando claves secretas para descifrar la vida urbana. Una buena parte del impulso irónico con que su mirada captaba el torbellino habanero provenía de su ubicación en los medios letrados y artísticos de la isla. No es raro que la novela esté llena de alusiones a grandes escritores cubanos y que uno de sus mejores momentos sea el de las parodias de la muerte de Trotsky, según siete escritores cubanos: José Martí, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Lydia Cabrera, Lino Novás Calvo, Alejo Carpentier y Nicolás Guillén.
En La Habana para un infante difunto la trama, aunque enmarcada también en los años cincuenta, se remonta, a ratos, un poco más atrás, debido a que una buena parte del texto está dedicada a reconstruir la iniciación sexual del autor en la década de los cuarenta. Las lecturas pornográficas en Monte 822, las masturbaciones en Zulueta 408 y las visitas al teatro Shangai se alternaban, en aquel relato, con el trabajo periodístico en las revistas Carteles y Bohemia y con los inicios del activismo intelectual y político, junto a Carlos Franqui, en Nuestro Tiempo y Nueva Generación. Al igual que la novela previa, La Habana para un infante difunto contaba la aventura cultural de un joven escritor cubano, atrapado por el dilema entre nacionalismo y vanguardia, entre cosmopolitismo y tradición, y dispuesto a enfrentar dicho dilema por medio de equilibrios estéticos e ideológicos.
Más que en sus novelas, la modernidad de la ideología cultural de Cabrera Infante tal vez haya que encontrarla en el magazine Lunes de Revolución, que dirigió entre marzo de 1959 y noviembre de 1961, cuando fue clausurado por el gobierno de Fidel Castro. Aquella publicación, donde se reunió lo mejor del arte, la literatura, la crítica y el pensamiento cubanos de mediados del siglo XX, dedicó números a la religión afrocubana, la reforma agraria, la Guerra Civil Española, Israel, la filosofía de los derechos humanos, México, Sartre, Camus, África, Neruda, El Quijote, los poetas modernistas, el nuevo cine, Stanislavski y la Segunda Guerra Mundial. Con Lunes de Revolución, el universo abigarrado de referencias cinematográficas y musicales, literarias e históricas, que caracteriza la narrativa de Cabrera Infante, se puso a disposición del proyecto de política cultural más democrático y renovador de la historia cubana contemporánea.
A diferencia de la mayoría de los escritores de su generación (Roberto Fernández Retamar, Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, Lisandro Otero…), que subordinó la literatura al gobierno de Fidel Castro y hasta comulgó con la idea de que la Revolución era la verdadera obra de arte, Guillermo Cabrera Infante mantuvo la experiencia revolucionaria y sus constantes incursiones en la política intelectual fuera de los textos narrativos. La política de Cabrera Infante hay que encontrarla en la prosa histórica de Vista del amanecer en el trópico (1974) o en los artículos emergentes de Mea Cuba (1993), no en Tres tristes tigres o La Habana para un infante difunto. La primera de aquellas novelas ya estaba escrita en 1965, cuando Cabrera Infante se exilió e hizo pública su oposición al régimen castrista. Pero la segunda, aunque escrita plenamente en el exilio y desde la oposición, carece de posicionamientos frente al comunismo cubano. De hecho, en un pasaje sobre la manipulación comunista de la revista Nuestro Tiempo, uno de los proyectos culturales más interesantes de la época batistiana, Cabrera Infante anota: “pero no es de política ni de cultura ni aun de política cultural que hablo sino del amor y de sus formas y de las formas de mi amor, aun de las formas vacías del amor”.
Cabrera Infante mantuvo fuera de su obra narrativa la experiencia revolucionaria no sólo porque le resultara amarga o porque no quisiera contaminar de política sus ficciones, sino porque la Habana que a él le interesaba reconstruir había desaparecido entre 1959 y 1961. Aquella Habana profundamente occidental, abierta a las corrientes estéticas de la posguerra, era incompatible con el marxismo-leninismo, en tanto ideología de Estado, y con el totalitarismo comunista, en tanto orden social. La Habana como fantasía erótica de Occidente había sido reemplazada por la Habana como utopía tropical del comunismo. Los “hablaneros”, aquellas criaturas de la ciudad que articulaban una jerga única e intraducible, habían mutado y ahora, en lugar de citadinos sensuales y paródicos, frívolos y cosmopolitas, las calles, parques y plazas se llenaban de multitudes solemnes y enardecidas que coreaban consignas bajo la batuta de un joven caudillo.
Frente a esa última mutación, Cabrera Infante decidió reservar su literatura para el testimonio de la ciudad perdida. Aquella apuesta, que con los años lo llevaría a refundar la Habana en su imaginación y su memoria, demostró ser sumamente seria, casi tozuda. En una pequeña cápsula del tiempo y el espacio, los cincuenta habaneros, parecía contenerse el código genético de la cultura cubana que le interesaba a Cabrera Infante: una cultura antiautoritaria —opuesta a la dictadura de Batista, aunque reacia a cualquier totalitarismo—, liberal y democrática, universalista y patriótica, sensual y lúcida, frívola e inteligente. Esa Habana, la de Jorrín y Pérez Prado, la de Rita Montaner y Beny Moré, la de Amelia Peláez y René Portocarrero, la de Virgilio Piñera y José Lezama Lima, la de los bares del puerto y los clubes de la Rampa, la de Tropicana y Teatro Estudio, la de Bohemia y Cinemateca, era, para Cabrera Infante, una pequeña infinitud, una reserva simbólica inagotable, que siempre estaría allí, resistiéndose al presente comunista desde el pasado republicano.
Tanto en Tres tristes tigres como en La Habana para un infante difunto, Cabrera Infante fijó su atención en ciertos atributos de la ciudad, como la multitud de coches gigantescos, atestados en las calles angostas de la Habana Vieja o deslizándose veloces por las grandes avenidas de El Vedado y Miramar, o los bares nocturnos, donde, entre el bullicio irrefrenable de los habaneros, lograba escucharse un son, un chachachá, un mambo o un bolero. Sin embargo, dado que ambas novelas dibujaban la noche habanera, un personaje inevitable era la luz: no sólo la luz solar o lunar, sino la de los anuncios lumínicos, “ese baño de luces, ese bautizo, esa radiación amarilla que nos envolvía y que le prestaba a la noche habanera un sortilegio único, inolvidable”.
Paseando por el Malecón, alguna noche de los cincuenta, Guillermo Cabrera Infante llegó a percibir otra luz: la luz propia de la ciudad, generada por alguna fuente secreta de energía. Tal vez, en aquella iluminación juvenil resida el misterio de la persistencia de su memoria, de la radical experiencia de su exilio y su nostalgia: “la fosforescencia de la Habana no era una luz ajena que venía del sol o reflejada como la luna: era una luz propia que surgía de la ciudad, creada por ella, para bañarse y purificarse de la oscuridad que quedaba al otro lado del muro. Desde esa curva del Malecón se veía toda la vía, la que da al paisaje de la Habana, de día y de noche, su calidad de única, la carrera que recorrería tantas veces en mi vida sin pensar en ella como ámbito, sin reflexionar en su posible término, imaginándola infinita, creyéndola ilusoriamente eterna —aunque tal vez tenga su eternidad en el recuerdo”. –
—Rafael Rojas
— Estos textos están acompañados por portadas del suplemento Lunes de Revolución, que nos envió generosamente Carlos Franqui.
Filósofo y escritor español.