Eric Joyner, portador de tintas azucaradas

El ilustrador Eric Joyner y los motivos de su fascinación por las donas.
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Sucedió el mismo año que el desenlace de la Primera Guerra Mundial; la misma temporada en la que Babe Ruth consiguió su primer campeonato de bateo con los Medias Rojas de Chicago; la misma primavera en la que llegó al mundo Ingmar Bergman; en esa misma época, en un evento tan trágico como irónico, murió Zacharia Joyner.

En 1918, el veterano Joyner vendió todas sus pertenencias con el anhelo de fundar el primer local de donas de San Francisco. Escasos días después, una explosión provocada por un “exceso de levadura” en los hornos remataría en su fallecimiento.

Durante los setenta, un imberbe descendiente del viejo Zacharia, crecía como cualquier otro chiquillo del montañoso condado de San Mateo, California: comiendo sándwiches de pavo ahumado y leyendo historietas por montones. Nacido de una madre metodista y un padre ateo, en cuarto grado lo llevaron de paseo a una muestra de Van Gogh. Fue tal su asombro que, sin titubear, lo inscribieron en clases de dibujo. Compañeros y maestros recolectaban sus bosquejos con cierto recelo. Graduado de la Academia de Artes de San Francisco e influido por los estetas N.C. Wyeth, Frank Frazetta y J.C. Lyendecker,trabajó como ilustrador para numerosas agencias. Fue hasta el culminar de los noventa que Eric Joyner redescubrió su idilio por la pintura. Modelar las ideas de otras personas nunca terminó por llamar su atención, según él “nunca le llevó a ningún lado”.

Casi un siglo después de la explosión, el espectro panadero seguiría merodeando a los Joyner. Después de estampar con recurrencia paisajes montañosos, mascaras mexicanas y personajes de caricaturas cincuenteras, el superávit de levadura imaginaria engendraría unas muy literales donas glaseadas gigantes acarreadas por especímenes sintéticos. “Una de las razones por las que comencé a pintar donas, radica en una regla que establecí hace diez años: pintar lo que me viniera en gana”. La funesta historia de su ancestro visionario , aunada a la exploración de sus inquietudes, desenlazó en incontables bollos agujerados.

Eric Joyner comanda convoys de bombarderos Lancaster, germina clones de Robotina e incuba conspiraciones venideras empleando resinas y oleos en paneles delgados de abedul. Sus pinturas parten de una noción: investiga y a continuación fotografía robots de juguete y, en algunos casos, donas. Yuxtapone las instantáneas con imágenes de su archivo personal para, digitalmente, crear la composición. Proyecta la imagen en el panel y traza con su afilado lápiz 3B.

Distopías urbanas futuristas se dejan ver en su libro Robots & Donuts, publicado por la editorial Dark Horse. Entre los escombros de Iwo Jima, en la cima del Monte Suribachi, Robby de El Planeta Prohibido, iza la bandera del Frente Nacional de Liberación del Robot, a la par de su fiel cofradía de lacayos autómatas. Un carmesí Robo Kong se planta estoico en la cúspide del Empire State; el mismísimo gorila gigante luce diminuto a su lado; cosmonautas encapsulados contemplan despavoridos mientras donas de chocolate y garras de oso azucaradas gigantes atacan sin misericordia. Victor Frankenstein no fue quién dio vida al androide por antonomasia, fueron los robots japoneses de mediados de los cuarenta.

El eslabón entre los robots y las donas hace evidente la noción de Joyner sobre el ‘absurdo’. No existe ningún significante oculto en mi obra. A pesar de ello, en varias de mis pinturas, es posible localizar más de un concepto. Me gusta crear situaciones que transmitan a la gente lo que estoy pensando. Recuerdo haber leído un artículo sobre mi trabajo, el escritor estaba convencido de que los robots representaban al hombre y las donas a la mujer”.

Llámese bonche de seres de planetas lejanos o una secreción de su tubería interna, el pintor e ilustrador californiano está convencido del rol que juega la ciencia ficción como subgénero literario. Sus refinadas pinturas guardan consigo cualidades y conflictos narrativos, esos que las donas, en su discurso gráfico, dotan a sus coprotagonistas mecánicos una inyección de vehemencia humana. Su depurado oficio como grafista alude a su arrojada capacidad como cuentacuentos. 

Además, exijo a las autoridades federales y locales que esclarezcan el crimen múltiple en que fue asesinado Juan Francisco Sicilia Ortega, hijo del poeta Javier Sicilia.

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