Cualquier diatriba contra la televisión, en los tiempos que corren, parece surgir siempre de gargantas aguafiestas. Nada más ubicuo, más práctico, menos debatible que las pantallas y sus imágenes remotas. Pocos productos culturales están tan imbricados con el control remoto y la señal por cable como los espectáculos deportivos. En otras palabras, de las bodas de la televisión y el deporte profesional nace una versión de la destreza y las capacidades físicas que parece demasiado fácil para tomarse en serio, que se toma demasiado en serio para ser sólo un juego.
Imposibilitado por razones de logística y economía para poder ver la final del Clásico Mundial de beisbol por televisión, la única opción era buscar un radio. Encontré uno. Lo conecté. Después de varios y muy desesperantes minutos urgando entre la estática, los predicadores vueltos comentaristas y un repertorio musical que sólo puede clasificarse como “música de amplitud modulada”, escuché a un buen hombre jugueteando con la pronunciación del patronímico del bateador coreano.
–¿Sabes cuántos Lee hay en la cancha ahora?- Preguntó Fulano con una risilla atorada entre los dientes. Su compañero contestó que eran tres y los dos cedieron a la carcajada al mentar a los tres García.
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La ventaja más obvia de la televisión sobre el radio es que la primera coopta dos sentidos y el segundo está condenado a ser solamente escuchado. Cuando algo tan visual como un partido de beisbol es presenciado por radio, el asunto se pone complicado: como en cualquier otra transmisión auditiva, se apela, con cada vibración que emite la bocina, a nuestra imaginación: hemos de completar lo que se nos está describiendo, lo que no se nos está describiendo.[1] Y para lograr que la experiencia sea lo más “completa” posible, uno está obligado a recurrir a la herencia de imágenes con las que uno cuenta –de algo, entonces, sirve ver partidos por televisión; practicar el juego, incluso. Y al mismo tiempo apegarse a la amplitud léxica con la que se expresen los narradores. En esencia, se combinan estas dos actividades discretas –la escucha y la remembranza, la atención y la evocación– para dar sentido a la experiencia. En ese sentido, mi experiencia de la final entre Japón y Coréa del Sur fue bastante incompleta.
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El programa eran tres narradores, seguramente apiñados en una cabina de transmisiones en algún lugar de la ciudad de México, con varios monitores en los que veían el partido. Independiente de los micrófonos de voz, el sonido ambiente llegaba diferido[2]. Esa era la producción completa. Cortes comerciales y suficientes menciones a los patrocinadores como para ahora saberme de memoria varios jingles de productos deportivos que jamás he visto en mi vida y poder recitar las bondades turísticas del estado de Chiapas según su Secretaría de turismo. Esa era la experiencia completa.
Y mientras los tres narradores se divertían haciendo referencias al “recio espíritu de trabajo y disciplina” de la escuadra japonesa, a la dificultad para pronunciar correctamente los nombres de los jugadores coreanos -ese comentario fue tan insistente como cualquiera de los jingles-, uno sufría. A la menor provocación, las tres voces se lanzaban a hacer digresiones que generalmente transitaban por ámbitos como el recio espíritu de trabajo y disciplina de unos o los nombres tan raros de los otros. Y uno sufría por los pedazos de partido que se perdían sin ser comentados.
En cualquier otra situación sé que no lo pediría, pero mientras se iban las últimas entradas y el partido se ponía cada vez más emocionante, reconocí que extrañaba a un erudito. No necesariamente a un pedante, sólo a un erudito. A alguno capaz de hacer una digresión que valga el pedazo de partido que se pierde, a alguno que pudiera suplir nuestra mancillada imaginación con más anécdotas. Hacer de la digresión, como quería Julien Gracq, descripción.
Tal vez el desuso del radio no es que apela sólo a un sentido cuando la televisión tiene cooptados a dos. Tal vez no es que sea una tecnología envejecida. Tal vez su empolvada actualidad se debe a lo malbaratada que está la digresión en estos tiempos. En cualquier caso, la transmisión así, narrada por tres voces que apenas podían contener sus impulsos para hablar de cualquier cosa, para opinar en medio de un batazo por el jardín izquierdo con un hombre en primera, fue mejor que nada.
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–¿Sabes cuántos Lee hay en el campo AHORA?– preguntó Fulano, con asombro desmedido.
–Seis–, le contestó su compañero.
En el fondo se alcanzaba a oir el público en Dodgers Stadium, haciendo un ruido uniforme, como si se escuchara de lejos a alguien hacer gárgaras.
– Pablo Duarte
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[1]En un momento de profundidad no pedida, uno de los comentaristas detuvo la secuencia de frases que daban vida a un duelo feroz entre el relevista japonés y el bateador coreano en una de las últimas entradas, para decir: Con nuestra voz y nuestros ojos, unidos a sus oídos y su imaginación, le ofrecemos la mejor cobertura.
[2]Para aumentar el infortunio colectivo, el sonido venía adelantado: cuando los narradores apenas informaban del wind-up del pitcher, ya se escuchaba el crack distintivo del batazo y la multitud emocionada.
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.