Junto con utilitarios y mapaches, la temporada electoral es también temporada de partidos chicos. Si bien no son invenciones del momento, es durante el año electoral que florecen en plenitud y despliegan sus idearios. Es cuando terminan de trenzar alianzas y descoyuntar convicciones para dar cabida a los postulados del partido grande que los cobija. Los partidos chicos son, en más de un sentido, las guirnaldas de la fronda política.
Pero más allá de sus dotes decorativas, los partidos pequeños funcionan menos como la expresión de posturas de arrastre minoritario pero significativo, y sí como las partículas que inclinan elecciones y fortalecen candidaturas. Mercenarios microscópicos, estos partidos han corrido con la suerte de cualquiera de los componentes de la democracia que en principio parecen benéficos y positivos: terminan transformadas en herramientas de la realpolitik. Es inevitable que así sea. La política real impele a los miembros de estos partidos a cantar “Uno de tres, por Nueva Alianza”, a gritar “¡Naranja! ¡Naranja!”, como si la coreografía y la música fueran estatutos. Y cualquier esfuerzo genuinamente representativo, cualquier búsqueda de afiliación y votos a partir de idearios marginales y relevantes termina asediada por los imperativos de los usos y costumbres de nuestro sistema político. Y acaban, o asimilados, o desbandados. A manera de documentación, aquí ofrece el IFE una tabla en la que enlista los partidos que han perdido el registro de 1991 a 2010. La distancia entre las minorías desatendidas y los partidos minoritarios, pues, es abismal; es la misma de siempre. Es decir, los partidos minoritarios casi siempre sirven para que las mayorías consoliden liderazgos.
Durante una estancia por demás accidentada en una casilla electoral el pasado 2 de julio, se me atravesó una propuesta para mejorar el sistema electoral. Consideraba anular mi voto, hasta que mi desidia me obligó a acudir a una casilla especial, y toda lógica anulatoria se volvía tortuosa. Entonces, entre la tercera y la cuarta hora de espera en la fila, pensaba que los partidos pequeños no deberían perder el registro simplemente por no alcanzar el 2% de los sufragios. ¿Por qué no, en cambio, atar la continuidad de estos partidos a superar el porcentaje de votos nulos emitidos en la elección en la que participen? Es decir, el techo para conservar el registro está dado por la suma de voluntades que enfatizan, mediante la anulación de su boleta, una clara distancia de las opciones presentes. Me parece importante aparejar la continuidad de los partidos –grandes y pequeños– al voto nulo porque sin duda, una de las razones de ser de los partidos es incentivar la participación política a través de sus plataformas y sus ideas; porque sería una manera de hacer que los partidos –todos– “sientan” el descontento y asuman su responsabilidad en la crisis de representatividad que la anulación pone de manifiesto.
Esta reorganización de la cuota de votos habría dado como resultado en las elecciones recientes, por ejemplo, que tanto, Nueva Alianza y Movimiento Ciudadano, además del Partido Verde, perdieran el registro: los votos nulos totalizaron el 2.47 %; Nueva Alianza alcanzó el 2.29% y Movimiento Ciudadano, el 2.00%. El Partido Verde, el 1.91%.[1]
A fin de cuentas, en ese mundo en el que la propuesta de un amateur en temas políticos y un neófito de las operaciones legales necesarias para hacerla viable sea aceptada y vuelta práctica real, la realpolitk acabaría haciendo lo suyo: esta herramienta, en un principio bienintencionada, terminará siendo arma y moneda de cambio para el sistema partidista que todo lo trastoca.
[1] Esto tomando los porcentajes de los cómputos distritales para la elección de presidente a nivel nacional
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.