Lo vio al despertar a medio camino en el tercer autobús de la vuelta. Nunca dormía sentado, pero los dos anteriores le habían quebrado el esqueleto y en el último tramo se dejó ir.
El hombre lo miraba con simpatía, como si estuviera considerando adoptar un perrito o palmear a un niño.
—Sabroso ¿eh? Se ve que te echaste una siesta de esas que dan gusto.
Asintió con la cabeza, limpió ruidosamente su nariz con un poco de aire, se talló una lagaña.
—¿Ya de vuelta? —siguió el hombre.
Volvió a asentir. Miró por la ventana. En el reflejo del cristal vio que el hombre seguía sonriéndole. Se volvió hacia él. Era un hombre limpio. Quién sabe por qué, fue lo primero que se le ocurrió. Impecablemente rasurado, con la camisa abrochada hasta el penúltimo botón, debajo de ella se veía una cadena de oro que debía soportar un crucifijo.
—Luego se te ve que vienes de vuelta.
—¿Y eso? ¿cómo?
—Se nota de lejos que vienes de terminar algo, no que vas para empezar algo ¿qué no?
Listo el tipo, pensó. O era que se le notaban los años recientes en la cara.
—Algo así —respondió.
Miró otra vez hacia fuera, pensó en las diversas huidas que lo llevaban de un lugar a otro, que lo subían en un camión y en otro. Así había sido desde hacía mucho, tan así que ya se le confundían las razones por las que escapaba. Una mujer, una deuda, una deuda con una mujer, hombres con pinzas.
—Pero ya estás de vuelta en casita, casi pues.
Miraron por un par de kilómetros el asiento del frente, luego el hombre continuó:
—Nada como el lugar de donde uno es ¿verdad? ¿qué es lo que más extrañabas?
¿Qué? Por mucho tiempo, los primeros años, ni se lo había preguntado, estaba feliz de estar lejos. Muy apenas muy últimamente había empezado a oler platos y gente que le parecían incompletos porque venían de otro lugar, de acá, y de la nariz le subió el recuerdo. Y entonces sí le dieron ganas de regresar, para averiguar si en verdad eran tan importantes las cosas y las personas detrás de lo que evocaba. Tal vez lo que más deseaba era que sus lugares lo reconocieran, las paredes, las esquinas. Pero respondió:
—La comida.
—Claro, cómo no, una buena barbacoyita ¿verdá? Cualquiera se devuelve por eso.
—Huevo con salsa —dijo. En realidad no tenía ganas de conversar pero desde que había salido venía con antojo de unos huevos en salsa verde.
—Ah, también, cómo no, a mi jefa le quedan del uno, si vieras.
Volvieron a mirar al frente pero el hombre enlistaba por lo bajo algunos platillos: …con salsa, barbacoa, carnita asada, cómo no.
Faltaba poco, diez minutos a lo más. Le costó reconocer la cercanía porque lo que antes era campo ahora estaba sembrado de condominios, planchas de asfalto, centros comerciales.
—Y a todo esto, ni nos hemos presentado —dijo el otro, y luego dijo su nombre.
Después él dijo el suyo. No había acabado de decirlo cuando ya había cambiado la actitud del hombre: lo sintió en la mano que le tendía, súbitamente rígida, que retiró con rapidez.
—¿Suazo? —dijo, como estuviera repitiendo el nombre de una enfermedad.
Él no respondió.
—¿Suazo de cuáles?
Le dijo de cuáles.
El hombre puso las manos sobre los muslos y se los apretó como si de tanto hacerlo fuera a sacar de ahí cuchillos. No dejaba de mirarlo, le hundía los ojos con sus ojos.
—Hijos de su chingada madre, eso son los Suazo, unos hijos de la chingada. Todos.
En otra época ya habría estado haciéndole tragar los dientes a madrazos. Ahora nomás estaba cansado. De muchas cosas, hasta de los nombres. Una vez más miró por la ventana.
Por el reflejo vio que el hombre miraba hacia el pasillo. No había más asientos libres.
—Tú vienes llegando, a lo mejor eres distinto, a lo mejor ni sabes. No quería ofender.
—¿Qué? —preguntó él.
—No sabes.
—No.
—Tu primo, el Gato, es tu primo ¿no?
—Sí.
—Se chingó a mi hermana, el hijo de su puta madre, se la cogió a la mala.
Casi lloraba el hombre, apretaba los puños. El Gato. Hubiera querido asombrarse, pero recibió la noticia sin ninguna sorpresa. Sorpresa que le hubieran dicho el Gato se había vuelto buena gente. Solía andar todo el día en la calle, bisneando, cabuleando, viendo a ver qué se chingaba, qué revendía, a quién se cogía. Se le acercaba a las muchachas que pasaban frente a su casa y les decía chingaderas al oído. Le encantaba que se enojaran. Un día le dijo a él y a otros primos, todos seis, siete años menores que él:
—¿Quieren ver cómo es coger?
Y todos los primos Sí, sí, sí, sí. Los llevó a su casa, los metió en un ropero, dejó la puerta entreabierta y dijo Aquí se están, no hagan ruido. Un rato después llegó con una muchacha de la cuadra y se la empezó a coger, la acomodaba para que la vieran y al mismo tiempo él pudiera hacerles caras de triunfo: fruncía la boca en seña de ¿A poco no está buena?, alzaba un pulgar, arremetía con fuerza. Terminó, salió del cuarto con la muchacha y los primos se quedaron ahí, en silencio, hasta que él volvió como una hora después porque había tenido que ir a llevarla a su casa. Estaban aterrorizados pero en ese momento dijeron que sí, qué chingón. Luego no volvieron a mencionar el tema.
Llegaron a la Central. El hombre se puso de pie y le extendió otra vez la mano.
—Una disculpa. Y bueno, ya nos veremos el sábado.
—¿El sábado?
—Ah, sí, que no sabías nada. El sábado es la fiesta.
—¿Cuál fiesta?
—La boda. De tu primo y mi hermana. ¿Qué, pensaste que nomás iba a chingarla y lo íbamos a dejar irse así como si nada? No.
El hombre movió arriba y abajo varias veces la cabeza, como apoyando lo que acababa de decir. Luego dijo:
—Que comas rico.
Y se bajó del camión.
Por la puerta abierta entró una corriente de aire. El olor del terruño.