¡Cowabunga! Teenage Mutant Ninja Turtles: el juego de arcade

Ese verano las tortugas ninjas estuvieron en todas partes: en el cereal, en las camisetas, en las loncheras, en las figuras acción.
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Supongo que ya se es muy viejo cuando se recuerdan los arcades hechos a mano que durante la década de 1980 invadieron (en México) las mercerías y las tiendas de abarrotes, e incluso las tortillerías. Se les llamaba maquinitas y eran cajones hechos con placas de aglomerado (o triplay), un televisor en blanco y negro y una consola Atari VCS de uso doméstico. El ingenio del mexicano las dotó además con un primitivo mecanismo adaptado a las cada vez más devaluadas monedas de uso corriente. En ellas una generación que no podía pagarse una consola personal aprendió a escamotear unas monedas del cambio, después de ir al mandado, para jugar Space Invaders, Missile Comand y Pacman, entre otros videojuegos.

Pese a la cercanía con Estados Unidos, debido a la política proteccionista del régimen mexicano, las arcades originales llegaban a cuentagotas (y tal vez de manera ilegal) en la ciudad donde yo crecí, deslumbrando hasta lo indecible nuestras inocentes  y por lo tanto impresionables imaginaciones infantiles. Entre ellas recuerdo, por supuesto, Tron de Bally Midway y Popeye de Nintendo, las cuales llegaron a una farmacia a la vuelta de mi casa, misma que estaba en un lugar privilegiado, junto al teléfono público, y en una época en la que cuando uno se dirigía a la oficina de la empresa estatal de telefonía, Telmex, para solicitar una línea, se recibía como respuesta que no había disponibles. Sí, lo sé, esto parece como el inicio de una historia de terror para contársela antes de dormir a nuestros cada vez tecnologizados vástagos.

Aunque no en materia económica y social, pero sí en lo que a video juegos se refiere, esta historia tiene un final feliz. Conforme la década avanzó llena de hastío, pletórica de Siempre en domingo, malas telenovelas, crisis económicas y escándalos de corrupción; la economía se fue liberalizando y comenzaron a llegar más arcades a la ciudad. Y cada uno de ellos era un verdadero acontecimiento local, porque si Street Fighter de Capcom, el original, el de 1987, el cual ya nadie recuerda, llegaba a la tienda de Don Manolito, aquello en verdad era un acontecimiento cuya candorosa naturaleza tercermundista bien podría aparecer en una novela de V.S. Naipaul o en alguna película africana de muy bajo presupuesto. Una sola máquina junto al mostrador podía llenar la tienda en cuestión con los jugadores y los retadores, pero sobre todo con los mirones que no se atrevían a perder sus monedas de cien pesos con un niño de cinco años al cual nunca podrían vencer, pese a que los mocos que le chorreaban de la nariz dijeran lo contrario.

Y esta historia llega hasta el año de 1989, cuando la liberación de la economía era ya inminente, así como la caída del muro de Berlín. El protagonista caminaba por las calles de un barrio obrero de la ciudad de Chihuahua, bajo el sol inclemente del desierto. Su destino: la tienda, con cuatro envases retornables de refresco en una bolsa del mandado, uno para cada uno de los miembros de la familia. Una tarde apacible, la calle vacía, el olor de la comida proveniente de las casas alrededor: el chile, el tomate y la cebolla, la base de la cocina casera mexicana. Y de pronto un estruendo proveniente de una puerta cuyo interior era oscuro como la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. ¿Qué se escuchaba? Una guitarra eléctrica primero, luego el bajo, la batería y el sintetizador; es decir: rocanrol. Una canción pegajosa. La misma que (ese mismo año lo sabría) aparecería en un show animado de televisión llamado Teenage Mutant Ninja Turtles, parte de una franquicia que se convirtió en un fenómeno de masas a finales de esa década, tanto que incluso llegó a la literatura universal cuando Saul Bellow la mencionó en el prólogo a una colección de historias titulada  Something to Remember Me By. El texto se titula “As short as you can” y desde que lo leí por primera vez ha sido para mí una especie de bandera (en este vínculo se puede leer una traducción del mismo a cargo de Mauricio Salvador para la revista Hermano Cerdo). Pero volviendo al tema, lo que había al otro lado de la puerta no era un televisor sino una sala oscura, desprovista de muebles y junto a la puerta, ahí estaba la máquina, la cosa más bella e impresionante que el protagonista había visto en su vida. ¿Cómo describirla? Era simplemente enorme. Y si Street Fighter había electrizado a la concurrencia por tener dos controles, esta tenía cuatro, de diferentes colores, uno por cada uno de los antifaces de las tortugas: el control azul era para Leonardo, cuyas armas eran un par de katanas; el morado para Donatello, que bien podía defenderse de los soldados del Clan del Pie con un palo (un Bo, para los entendidos de estas cosas); el jostick con sus botones amarillos era para jugar con Miguel Ángel y sus chacos; el rojo era el de Rafael y sus dagas, llamadas Sai. Como bien se sabe, cada una de las tortugas lleva el nombre de un maestro del renacimiento italiano.

El sonido de la canción retumbaba en esa habitación vacía. La máquina estaba nueva y refulgente. Qué lejos habían quedado los arcades hechos a manos, a los que ni siquiera se tomaban la molestia de pintar. Como a los lados de una catedral, o de un arca esculpida por algún maestro del renacimiento italiano (Donatello), estaba la imagen de April O´Neil, la reportera de noticias, pelirroja y guapa,  vestida con su sempiterno overol amarillo.

—Hola —me dijo una mujer que no podía diferenciarse en nada de las madres de mis amigos.

—Hola.

—¿Te gusta la máquina?

Qué si me gusta, pensé, es lo más increíble que he visto en mi vida. En la enorme pantalla a color los gráficos simulaba la toma de una cámara que enfocaba a la luna llena y que bajaba vertiginosamente entre rascacielos para enfocar una alcantarilla de donde salían las cuatro tortugas en posición de combate. La trama era simple, y no pasaría el test de Bechdel: April O´Neil era secuestrada por el malvado Shredder y las tortugas debían de salvarla.

—Es nueva —me dijo la mujer—, me la compró mi hermano que vive en los Estados Unidos. Como me quedé sin trabajo —y esto lo dijo no muy convencida—, me dice que debo dedicarme a esto.

Y para eso había vaciado la habitación en la que estábamos, para meter la máquina, y otras que pensaba comprar después, me dijo.

—¿Cuánto cuesta? —le pregunté.

No recuerdo cuánto era el costo del juego, pero no vacilé un segundo en gastar unas monedas. La gran duda fue cuál de los cuatro jugadores debía utilizar. Por supuesto, me decidí por Donatello, y desde ese momento se convirtió en mi tortuga ninja favorita. Eché las monedas en la ranura y el crédito se cargó, y en cuanto apreté los botones la máquina emitió un ¡cowabunga! que nunca olvidaré, como una vibración en la cabeza y en mis dos manos, tal vez como una sublimación de mi reprimida sexualidad infantil. Por supuesto, mis tres vidas se fueron en un santiamén y ni siquiera logré llegar al primer enemigo. Se hacía tarde y ya se había pasado un poco a la hora de la comida por lo que salí corriendo de ahí.

—¡Dile a tus amigos! —gritó la mujer a mis espaldas.

—¿Y por qué sólo compraste tres refrescos? —preguntó mi madre.

—Es que ya no quiero —le dije—, es más sano tomar agua.

¿Y sí les dije a mis amigos? Por supuesto. Esa misma tarde después de la comida ya se había corrido la voz de un nuevo arcade en la ciudad y el lugar estaba a reventar, lo cual era bueno para una mujer que se había quedado sin empleo. En cuanto a mí, creo que no pude ni comer bien ni dormir por algunos días, así de excitada estaba mi imaginación prepubescente. Dejé de tomar refrescos por un buen tiempo. Ese mismo año se comenzó a transmitir el show de dibujos animados en la televisión pública, creo. Ese verano las tortugas ninjas estuvieron en todas partes: en el cereal, en las camisetas, en las loncheras, en las figuras acción. Fue como el final de una época y el principio de otra. Al año siguiente se estrenó la primer película live action y por supuesto estuve en primera fila; al otro año Saul Bellow las mencionó en su famoso prólogo, aunque para entonces ya había terminado mi infancia. Veinte años después Jonathan Liebesman y Michael Bay harían una horrenda película escrita y dirigida sin amor, y sin respeto por la infancia de los demás. Ah, y sin overoles amarillos. ¿Cómo explicarles a estos tipos que sin overoles amarillos ni pelirrojas en peligro no puede haber tortugas ninja?

 

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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