Cómo Pinocho aprendió a leer

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Leí Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi por vez primera hace muchos años, en Buenos Aires, cuando tenía ocho o nueve años, en una imprecisa traducción española que incluía las ilustraciones originales en blanco y negro de Mazzanti. Vi la película de Disney tiempo después, y me molestó descubrir multitud de cambios respecto del original: el asmático Tiburón que devoraba a Geppetto se había convertido en Monstro la Ballena; el Grillo-parlante, en vez de aparecer de forma intermitente, había recibido el nombre de Pepito y se pasaba el tiempo persiguiendo a Pinocho con sus buenos consejos; Geppetto el gruñón se había transformado en un viejo agradable con un pez de colores llamado Cleo y un gato llamado Fígaro. Y muchos de los episodios más memorables habían desaparecido. En ningún momento, por ejemplo, presentaba Disney a Pinocho (como hizo Collodi en una escena del libro que se me antojaba envuelta en un aura de pesadilla) siendo testigo de su propia muerte, cuando, después de rechazar su medicina, cuatro conejos “negros como la tinta” venían a buscarlo para llevárselo en un pequeño ataúd negro. En su versión original, la conversión del Pinocho de madera en un ser de carne y hueso me parecía un itinerario tan excitante como el viaje de Alicia por el País de las Maravillas buscando una salida, o el de Ulises en busca de su amada Ítaca. Excepto por el final: cuando, en las páginas finales, Pinocho se transforma, como premio, en “un lindo muchacho con los cabellos castaños, los ojos celestes”, solté un grito de entusiasmo y sin embargo me sentí extrañamente insatisfecho.
     No lo sabía entonces, pero creo que Las aventuras de Pinocho me encantaron porque son las aventuras de un aprendizaje. La saga de la marioneta es la que corresponde a la educación de un ciudadano, la antigua paradoja de alguien que quiere formar parte de la sociedad humana al tiempo que trata de averiguar quién es realmente, no como aparece a los ojos de los demás sino a los suyos propios. Pinocho quiere ser un “niño de verdad”, pero no un niño cualquiera, no una obediente versión reducida del ciudadano ideal. Pinocho quiere ser aquel (quienquiera que sea) que se esconde bajo la madera pintada. Por desgracia (porque Collodi interrumpió la educación de Pinocho a un paso de esta epifanía) nunca lo consigue del todo. Pinocho se convierte en un niño bueno que ha aprendido a leer, pero Pinocho no se convierte nunca en un lector.
     Desde el principio, Collodi establece un conflicto entre Pinocho el rebelde y la sociedad de la que desea formar parte. Incluso antes de que Pinocho se transforme en marioneta, se muestra como un pedazo de madera particularmente rebelde. No cree en absoluto en “ser visto y no oído” (el lema del siglo XIX en lo tocante al comportamiento infantil) y provoca una disputa entre Geppetto y su vecino (otra escena más eliminada por Disney). Entonces coge una rabieta cuando descubre que no tiene nada para comer excepto unas peras, y cuando se queda dormido junto al fuego y se quema los dos pies espera que Geppetto (el representante de la sociedad) le talle unos nuevos. Hambriento y lisiado, Pinocho el rebelde no se resigna a permanecer en su estado en una sociedad que debería proporcionarle alimento y cuidados médicos. Pero Pinocho, también, es consciente de que habrá de dar algo a cambio de sus exigencias a la sociedad. Y así, una vez que ha recibido alimento y pies nuevos, le dice a Geppetto: “Para poder pagar a usted lo que ha hecho por mí, desde este momento quiero ir a al escuela”.
     En la sociedad de Collodi, el colegio es el ámbito inicial en el que uno se muestra como un ser responsable. El colegio es el campo de entrenamiento donde uno se convierte en alguien capaz de devolverle a la sociedad sus cuidados y atenciones. Así es como lo resume el propio Pinocho: “Hoy mismo quiero aprender a leer; mañana, a escribir, y pasado, las cuentas. En cuanto sepa todo esto ganaré mucho dinero y con lo primero que tenga le compraré a mi papaíto una buena chaqueta de paño. ¿Qué digo de paño? ¡No; ha de ser una chaqueta toda bordada de oro y plata, con botones de brillantes! ¡Bien se lo merece el pobre! ¡Es muy bueno! Tan bueno que para comprarme este libro, y que yo aprenda a leer, ha vendido la única chaqueta que tenía y se ha quedado en mangas de camisa con este frío.” Porque, a fin de comprarle a Pinocho un abecedario (fundamental si quiere ir a clase), Geppetto ha vendido su única chaqueta. Geppetto es un hombre pobre pero, en la sociedad de Collodi, la educación requiere sacrificios.
     Así pues, el primer paso para convertirse en ciudadano es aprender a leer. Pero ¿qué significa “aprender a leer”? Varias cosas:

     * Primero, el proceso mecánico por el cual se aprende el código de escritura que cifra la memoria de una sociedad.

     *Segundo, el aprendizaje de la sintaxis que gobierna dicho código.

     *Tercero, el aprendizaje de cómo las inscripciones en dicho código pueden servir para conocernos y conocer el mundo que nos rodea de una forma profunda, imaginativa y práctica.

Este tercer aprendizaje es el más difícil, el más peligroso y el más poderoso, y el que Pinocho nunca logra cumplir. Presiones de todo tipo —las tentaciones con que la sociedad lo conduce lejos de sí mismo, las burlas y celos de sus compañeros, la fría y distante guía de sus preceptores morales— levantan ante Pinocho una serie de obstáculos casi infranqueables a la hora de convertirse en lector.
     La lectura es una actividad que ha despertado siempre un entusiasmo limitado en aquellos que detentan el poder. No es casualidad que en los siglos XVIII y XIX se aprobaran leyes prohibiendo que los esclavos aprendieran a leer, inclusive la Biblia, puesto que (se argumentaba con justeza) todo aquel capaz de leer la Biblia puede leer también un tratado abolicionista. Los esfuerzos y estratagemas diseñados por los esclavos para aprender a leer son prueba suficiente de la relación que existe entre la libertad civil y el poder del lector, y del miedo que dicha libertad y dicho poder despiertan en gobernantes de todo tipo.
     Pero en una sociedad democrática, antes de que la posibilidad misma de aprender a leer pueda ser tomada en consideración, las leyes de dicha sociedad están obligadas a satisfacer un número de necesidades básicas: alimento, vivienda, cuidados médicos. En un ensayo conmovedor (citado por Nicholas Perella en el prólogo a su traducción inglesa de Pinocho), Collodi tiene esto que decir sobre los esfuerzos republicanos para hacer efectivo un sistema de escolarización obligatoria en Italia: “Tal como lo veo, hasta ahora hemos pensado más en las cabezas que en los estómagos de las clases sociales que sufren y están necesitadas. Ahora pensemos un poco más en los estómagos.” Cincuenta años más tarde, Brecht declararía: “Primero la comida y luego la moral”. Pinocho, que no desconoce el hambre, tiene una conciencia clara de este requerimiento básico. Imaginando lo que haría si tuviera cien mil monedas y fuera a convertirse en un caballero adinerado, se fantasea en un bello palacio con una biblioteca “repleta de fruta confitada, pasteles, panettoni, tartas de almendra y bollos rellenos de crema”. Los libros, como bien sabe Pinocho, no alimentan un estómago vacío. Cuando los traviesos compañeros de Pinocho arrojan contra él sus libros con tan mala puntería que éstos caen al mar, una bandada de peces emerge a la superficie y empieza a mordisquear las páginas empapadas; pero apenas dan un bocado los peces se apresuran a escupir el papel, como si dijeran: “¡Uf! ¡Qué malo está esto! Mi cocinera guisa mucho mejor.”
     En una sociedad que no cubre las necesidades básicas de los ciudadanos, los libros son un pobre sustento; empleados de manera errónea, pueden ser mortales. Cuando uno de los niños le arroja a Pinocho un grueso y encuadernado Manual de aritmética, en vez de alcanzar a la marioneta el libro golpea a otro de los niños en la cabeza, causándole la muerte. No usado, no leído, el libro es un arma mortal.
     Incluso mientras pone en marcha un sistema para satisfacer estos requerimientos básicos y establecer un sistema educativo obligatorio, la sociedad le ofrece a Pinocho distracciones y formas tentadoras de entretenimiento que no exigen un esfuerzo mental. Primero bajo la apariencia del Zorro y el Gato, que le dicen a Pinocho que la escuela les ha dejado ciegos y cojos; luego en la creación del País de los Juguetes, que Espárrago, el amigo de Pinocho, describe en estos términos tan atractivos: “Allí no hay escuelas; allí no hay maestros; allí no hay libros […] ¡Ese es un país como a mí me gusta! ¡Así debieran ser todos los países civilizados!” Los libros, como es lógico, están asociados en la mente de Espárrago a la dificultad, y la dificultad (lo mismo en el mundo de Pinocho que en el nuestro) ha adquirido un significado negativo que no siempre tuvo. La expresión latina per ardua ad astra, por las dificultades alcanzamos las estrellas, es casi incomprensible para Pinocho (y para nosotros), pues esperamos que todo se pueda obtener con el mínimo gasto posible.
     Pero la sociedad no alienta esta búsqueda necesaria de la dificultad, este aumento de la experiencia. Tan pronto como Pinocho ha padecido sus primeras desventuras y ha aceptado el colegio y se ha convertido en un buen estudiante, los otros chicos lo atacan por ser lo que hoy llamaríamos “un empollón” y se ríen de él por “prestar atención al maestro”. “¡Has hablado como un libro”, le gritan. El lenguaje puede permitir que el hablante permanezca en la superficie del pensamiento, voceando eslóganes dogmáticos y lugares comunes en blanco y negro, transmitiendo mensajes más que significados, trasladando el peso epistemológico al oyente (como en “ya sabes lo que quiero decir”). O puede intentar recrear una experiencia, dar forma a una idea, explorar en profundidad y sin quedarse en la superficie la intuición de una revelación. Para los demás niños, esta distinción es invisible. Para ellos, el hecho de que Pinocho hable “como un libro” es suficiente para etiquetarlo como un forastero, un traidor, un recluso en su torre de marfil.
     Finalmente, la sociedad interpone en el camino de Pinocho una serie de personajes que deben servirle de guías morales, como Virgilios en su exploración de los círculos infernales de este mundo. El Grillo-parlante, a quien Pinocho aplasta contra la pared en un capítulo temprano pero que milagrosamente sobrevive para ayudarle más adelante; el Hada Azul, que se le aparece primero a Pinocho como la hermosa niña de los cabellos azules en una serie de encuentros oníricos; el Bacalao, un filósofo estoico que, una vez que han sido devorados por el Tiburón, le dice a Pinocho que “es preciso aceptar la situación, y esperar a que el Tiburón nos digiera”. Pero todos estos “maestros” abandonan a Pinocho a su propio sufrimiento y no se muestran dispuestos a hacerle compañía en sus momentos de oscuridad y extravío. Ninguno de ellos instruye a Pinocho sobre cómo reflexionar sobre su propia condición, ninguno le alienta a descubrir lo que en verdad significa su deseo de “convertirse en un niño”. Como si se limitaran a recitar libros escolares sin extraer de ellos una lectura personal, estas figuras magistrales están meramente interesadas en una versión académica de la instrucción según la cual, a fin de que la “enseñanza” tenga lugar, basta con atribuirse el papel correspondiente (en este caso, maestro versus estudiante). Como maestros son inútiles, pues, a su juicio, sólo han de rendir cuentas a la sociedad, no al estudiante.
     A pesar de todos estos obstáculos —diversión, burla, abandono—, Pinocho logra escalar los dos primeros peldaños de la escalera social del aprendizaje: aprender el abecedario y aprender a leer la superficie de un texto. Al llegar ahí se detiene. Los libros, así, se convierten en lugares neutrales en los queejercer este código aprendido, a fin de extraer a su término una moral convencional. La escuela le ha preparado para leer propaganda.
     Dado que Pinocho no ha aprendido a leer en profundidad, a entrar en un libro y explorarlo en el marco de sus límites a veces inalcanzables, nunca sabrá que sus propias aventuras tienen profundas raíces literarias. Su vida (no lo sabe) es, de hecho, una vida literaria, un compuesto de viejas historias en las que tal vez podría (si aprendiera de veras a leer) reconocer su propia biografía. Y esto es cierto para todo lector formado. En Las aventuras de Pinocho resuena una multitud de voces literarias. Es un libro sobre el viaje de un padre buscando a su hijo y el de un hijo buscando a su padre (un argumento secundario de La Odisea que Joyce descubriría más tarde); sobre la búsqueda de uno mismo, como en la metamorfosis física del héroe de Apuleyo en El asno de oro y la metamorfosis psicológica del príncipe Hal en Enrique iv; sobre el sacrificio y la redención tal como se muestran en las historias sobre la Virgen María y en las sagas de Ariosto; sobre los ritos de iniciación arquetípicos, como en los cuentos de hadas de Perrault (que Collodi tradujo), y en la muy terrenal Commedia dell’Arte; sobre los viajes a lo desconocido, como en las crónicas de los exploradores del siglo XVI y en Dante. Puesto que Pinocho no tiene a los libros por fuentes de revelación, los libros no le devuelven el reflejo de su propia experiencia. En sus clases sobre Kafka, Vladimir Nabokov señalaba a sus estudiantes que el insecto en el que se había transformado Gregor Samsa era, en realidad, un escarabajo alado, una clase de insecto que disponía de alas bajo el caparazón y si sólo Gregor las hubiera descubierto, habría podido escapar. Y entonces Nabokov añadía: “Muchos crecen como Gregor, sin darse cuenta de que también tienen alas y pueden volar”.
     Todo esto Pinocho también lo ignoraría si en sus manos cayera un ejemplar de La metamorfosis. Todo lo que Pinocho puede hacer, una vez que aprende a leer, es repetir como un loro el discurso de su libro de texto. Asimila las palabras de la página pero no las digiere: es incapaz de hacer suyos los libros porque incluso al final de sus aventuras se muestra incapaz de aplicarlos a su experiencia de sí mismo y del mundo. Aprender el abecedario le lleva, en el último capítulo, a renacer con una identidad humana y a contemplar con divertida satisfacción la marioneta que ha sido. Pero, en un volumen que Collodi nunca escribió, Pinocho tiene aún que enfrentarse a la sociedad con un lenguaje imaginativo que los libros podrían haberle enseñado por medio de la memoria, la asociación, la intuición, la imitación.
     La superficial experiencia lectora de Pinocho se opone frontalmente a la de otro héroe (o heroína) ambulante. En el mundo de Alicia, el lenguaje recupera su rica y esencial ambigüedad, y es posible (según Humpty Dumpty) que cualquier palabra diga lo que el hablante quiere que diga. Aunque Alicia refuta suposiciones tan arbitrarias (“pero ‘gloria’ no significa ‘un argumento bien redondeado’, le dice ella”), esta epistemología libertina es la norma en el País de las Maravillas. Mientras que en el mundo de Pinocho el sentido de una palabra impresa carece de ambigüedad, en el mundo de Alicia el sentido de jabberwocky, por ejemplo, depende de la voluntad del lector. (Puede ser útil recordar aquí que Collodi escribía en un momento en que el idioma italiano estaba siendo fijado de manera oficial por vez primera, tomando como punto de partida diversos dialectos, mientras que el inglés de Lewis Carroll estaba “fijado” desde hacía tiempo y podía ser explorado e interrogado con relativa seguridad.)
     Cuando hablo de “aprender a leer” (en el sentido más pleno que mencioné antes), quiero decir algo que se mueve entre dos estilos o filosofías. Pinocho responde a las constricciones de la escolástica que, hasta el siglo XVI, era el método oficial de enseñanza en Europa. En el aula escolástica, el estudiante debía leer según el dictado de la tradición y los comentarios fijos que se habían aceptado como autoridades. El método de Humpty Dumpty es una exageración de las interpretaciones humanistas, una perspectiva revolucionaria según la cual cada lector debe entablar contacto con el texto en sus propios términos. Umberto Eco limitó en la práctica esta libertad al señalar que “los límites de la interpretación coinciden con los límites del sentido común”; a lo que, por supuesto, Humpty Dumpty podría responder que lo que es sentido común para él puede no ser sentido común para Eco. Pero, para la mayoría de los lectores, la noción de “sentido común” posee cierta claridad común y compartida que debe bastarnos. “Aprender a leer”, pues, es hacerse con los medios lo mismo para apropiarse de un texto (como hace Humpty Dumpty) que para compartir las apropiaciones de otros (como le habría gustado al maestro de Pinocho). En este territorio ambiguo entre posesión y reconocimiento, entre la identidad impuesta por otros y la identidad descubierta por uno mismo, se mueve, en mi opinión, el acto de la lectura.
      Hay una paradoja feroz en la médula de todo sistema escolar. Una sociedad necesita impartir el conocimiento de sus códigos a sus ciudadanos, de modo que puedan desempeñarse activamente en ella; pero el conocimiento de ese código, más allá de la simple habilidad para descifrar un eslogan político, un anuncio o un manual de instrucciones básicas, permite a esos mismos ciudadanos cuestionar esa sociedad, desvelar sus males y tratar de remediarlos. El mismo sistema que permite funcionar a una sociedad ofrece el poder para subvertirla, para bien o para mal. Por lo que el maestro, la persona designada por la sociedad para descubrir a sus nuevos miembros los secretos de sus vocabularios compartidos, se convierte de hecho en un peligro, un Sócrates capaz de corromper a la juventud, alguien que debe, por un lado, seguir enseñando sin temor y, por otro, someterse a las leyes de la sociedad que le ha asignado ese puesto; someterse incluso hasta el extremo de la autodestrucción, como fue el caso de Sócrates. Un maestro está preso una y otra vez en este dilema: enseñar a fin de hacer que los estudiantes piensen por su cuenta, pero enseñar, también, según una estructura social que impone un freno al pensamiento. La escuela, en el mundo de Pinocho como en el nuestro, no es un campo de entrenamiento para convertirnos en niños mejores y más plenos, sino un ámbito de iniciación al mundo de los mayores, con sus convenciones, requerimientos burocráticos, acuerdos tácitos y sistema de castas. No existe algo parecido a una escuela para anarquistas y, sin embargo, todo maestro ha de enseñar anarquismo, debe enseñar a los estudiantes a cuestionar las reglas y normas, a buscar explicaciones en el dogma, a enfrentarse a las imposiciones sin caer en el prejuicio, a exigir autoridad de quienes detentan el poder, a encontrar un lugar desde el que expresar sus propias ideas, incluso si ello significa enfrentarse con, y en última instancia desembarazarse de, su maestro.
     En algunas sociedades en las que el acto intelectual tiene prestigio por sí solo, como en muchas sociedades primitivas, al maestro (anciano, chamán, instructor, guardián de la memoria de la tribu) le es más fácil cumplir con sus obligaciones, puesto que la mayor parte de las actividades de tales sociedades está subordinada al acto de enseñar. Pero en la mayoría de las sociedades, el acto intelectual carece de todo prestigio. El presupuesto que se destina a la educación es el primero en ser recortado; la mayor parte de nuestros líderes no pasan de tener una cultura básica; nuestros valores nacionales son puramente económicos. Se alaba retóricamente el concepto de cultura y los libros son objeto de celebración pero, en la práctica, en las escuelas y universidades, por ejemplo, las ayudas económicas van destinadas casi siempre a invertir en equipamientos electrónicos (gracias a las fuertes presiones de la industria) y no en papel impreso, con la excusa errónea pero voluntariosa de que este equipamiento es más barato y duradero que el papel y la tinta. En consecuencia, las bibliotecas escolares a lo largo y ancho del mundo están perdiendo rápidamente un territorio fundamental. Nuestras leyes económicas favorecen el continente sobre el contenido, dado que aquél puede ser mercadeado más productivamente y tiene un aspecto más seductor, de modo que nuestro impulso económico se centra en esta tecnología electrónica. Para venderla, la sociedad publicita dos cualidades principales: su rapidez y su inmediatez. “Más rápido que el pensamiento”, reza el anuncio de cierto sistema operativo, un eslogan que la escuela de Pinocho, sin duda, habría aprobado. La oposición es válida, ya que el pensamiento requiere tiempo y profundidad, las dos cualidades esenciales que caracterizan el acto de la lectura.
     La enseñanza es un proceso lento y difícil, dos adjetivos que nuestra época considera carencias y no términos elogiosos. Parece casi imposible convencer a nadie hoy día de los méritos de la lentitud y el esfuerzo deliberado. Y, sin embargo, Pinocho sólo podrá aprender si no tiene prisa para ello, y sólo se convertirá en un individuo pleno gracias al esfuerzo que requiere aprender lentamente. Ya en la época de Collodi, con su énfasis en el discurso de la autoridad, ya en la nuestra, con sus datos infinitamente regurgitados en la punta de los dedos, es relativamente fácil tener una cultura superficial, seguir una comedia televisiva, comprender el chiste de un anuncio, leer un eslogan político, usar un ordenador. Pero si queremos ir más lejos y más adentro, tener el coraje de enfrentarnos a nuestros miedos y dudas y secretos ocultos, cuestionar el funcionamiento de la sociedad en relación con nosotros mismos y con la sociedad, necesitamos aprender a leer de otra manera. Sólo así aprenderemos a pensar. Pinocho puede haberse convertido en un niño al término de sus aventuras, pero, en última instancia, todavía piensa como una marioneta.
     Casi todo lo que nos rodea nos empuja a no pensar, a contentarnos con lugares comunes, con un lenguaje dogmático que divide el mundo limpiamente en blanco y negro, bien y mal, ellos y nosotros. Éste es el lenguaje del extremismo, que brota por todas partes hoy día, recordándonos que no ha desaparecido. A las dificultades que entraña reflexionar sobre las paradojas y las preguntas abiertas, sobre las contradicciones y el orden caótico, respondemos con el grito milenario de Catón el Censor en el Senado de Roma, “Carthago delenda est!”, “Cartago ha de ser destruida”: la otra civilización no ha de ser tolerada, ha de evitarse el diálogo, la ley ha de imponerse por medio de la exclusión y la aniquilación. Éste es el grito de Putin sobre Chechenia, de Bush sobre Afganistán e Iraq, de Sharon sobre Palestina. Éstos son los argumentos de Haider en Austria, Castro en Cuba, Gadaffi en Libia, Le Pen en Francia, Berlusconi en Italia. Se trata de un lenguaje que finge comunicar pero que, con distintos disfraces, simplemente amenaza; no espera otra respuesta que el silencio obediente. “Sé bueno y sensato”, le dice el Hada Azul a Pinocho al final del libro, “y serás feliz”. Muchos eslóganes políticos pueden reducirse a este consejo infame.
     Dar un paso fuera del vocabulario constreñido de lo que la sociedad considera “sensato y bueno” y acceder a uno más vasto, más rico y, sobre todo, más ambiguo, es algo que nos aterroriza, porque este nuevo ámbito de palabras no tiene fronteras y constituye una equivalencia perfecta del pensamiento, la emoción, la intuición. Este vocabulario infinito está abierto a nosotros si nos tomamos el tiempo y hacemos el esfuerzo de explorarlo, y a lo largo de muchos siglos ha forjado palabras a partir de la experiencia a fin de devolvernos el reflejo de nuestra propia experiencia, a fin de permitirnos comprender el mundo y a nosotros mismos. Es más vasto y más perdurable que la biblioteca ideal de Pinocho, repleta de dulces, porque la incluye, metafóricamente, y puede llevarnos a ella, de manera concreta, al permitirnos imaginar formas de cambiar una sociedad en la que Pinocho se muere de hambre, es explotado y torturado, ha sido despojado de su estado infantil, debe permanecer obediente y feliz en su obediencia. Imaginar es disolver barreras, ignorar fronteras, subvertir la visión del mundo que nos ha sido impuesta. Aunque Collodi fue incapaz de conceder a su marioneta este estado final de autoexploración, intuyó, me parece, las posibilidades de sus poderes imaginativos. E incluso cuando afirmó la importancia del pan sobre las palabras, era muy consciente de que la crisis de una sociedad es, en última instancia, una crisis de la imaginación. ~

— Traducción de Jordi Doce

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