No es inusual que dos pensadores enardecidos por la posibilidad de que sus ideas generen un cambio de paradigma decidan unir fuerzas para explorar el potencial de su trabajo. El famoso artículo sobre Los gatos, de Baudelaire, escrito a cuatro manos por Jackobson y Levi Strauss ofrece uno de los más hermosos ejemplos. No menos significativos son los duetos formados por Adorno y Horkheimer, Deleuze y Guattari, Ortega y Gasset y, por supuesto, Enrique Cuenca Márquez y Eduardo Manzano. En este espíritu, el Doctor Johnson Martínez y Boris van Jörgen han decidido fusionar sus poderosos intelectos para producir la primera gran monografía de la llamada “crítica de vialidades”: Muerte sin fin en el Periférico. En ella expanden las ideas propuestas en numerosos artículos y colecciones de ensayos. Este clásico instantáneo ofrece, además, una refrescante lectura de uno de los mayores poemas del siglo veinte. La monografía promete incitar al lector más iniciado en la crítica vial, así como generar nuevos lectores de poesía. A continuación algunos fragmentos:
Sitiado en mi epidermis
No he dormido suficiente y se me va a acabar la gasolina. El auto es otra parte de mí, mi piel en este tránsito de fantasmas. Está lleno de mí, tose como yo y le cruje el chasís. En los días desesperados le llueve caca de paloma; solo la primera es de buena suerte, la lluvia es el destino; que te cague, vas a llegar tarde. Entre arrancón y arrancón, de pronto parece que el deseo despierta y promete un futuro interminable. No es más que un espejismo, la onda calurosa del deseo que creyeron sentir los miles de autos frente a ti. Tal vez tú, alguna vez, fuiste el espejismo de alguien, vacío de ti.
por un dios inasible
Ni la mística ni la escolástica, ni el racionalismo voraz ni la planificación urbana, vislumbran los motivos de este embotellamiento.
-peces del aire altísimo-
los hombres
Desde los confines del carro que nos amolda el alma perdidiza, uno difícilmente llega a criatura de ciénaga, mucho menos pez del aire, mucho menos altísimo. Apenas hombres presos en la estéril repetición. Los aviones atraviesan el coagulado azul de lontananza; cuanto más hacia lo eterno.
El camino…
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura
Murió Elizabeth Taylor y a nadie parece importarle, ya nadie le teme a Virginia Woolf. La radio habla de la situación en Medio Oriente y África del Norte. Los tiranos han caído como dominós bajo el impulso de la rebeldía popular. Primero la República Tunecina y Egipto, le siguen Yemen y el Reino de Bahrein. Ahora los buenos del mundo se vuelcan contra el opresor de Libia. Trípoli, puerto que alguna vez rindiera tributo a la emperatriz Cleopatra, interpretada por Elizabeth Taylor, es blanco de bombas inteligentes. El periférico es un arma inteligente, de efecto retardado. Es decir, hoy muero de Observatorio a San Jerónimo, mañana de Ingenieros Militares a Indios Verdes. Un morir a gotas, de tres o cuatro horas al día, entre lo que respiramos y lo que dejamos de vivir. Morimos sin Elizabeth Taylor. Por si fuera poco, el gracioso del coche adyacente, ostenta una máscara de Muammar Gadaffi.
¡oh impalpables derrotas del delirio!
La mujer que me espera no usa Wonderbra. Tengo sed y no tengo una Pepsi. Si tuviera un Audi sentiría el placer de conducir y saldría de aquí de volada.
¡ Ilusión, nada más, gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Tal vez pasando San Antonio se libere el tránsito.
desde el gusto que tomamos en morirla
por una taza de té
por una apenas caricia
Al encontrarnos en un embotellamiento –vuelta de rueda, suela desgastada- la vista de un espacio vacío, la posibilidad de un breve desplazamiento a la izquierda o a la derecha, para volver a detenernos, para volver a lamentar el tiempo que se nos escapa, ahora desde dos metros más adelante adquiere importancia ontológica. Es como si al estar detenidos, escuchando por séptima vez la misma cinta, no estuviéramos realmente vivos. Y si estamos vivos no estamos completos, somos apenas el vestigio de una completud primaria, un tránsito materno, un flujo armónico, un don de palabra por siempre perdido. Muchos conductores que se jactan de su civismo vial, no ven con buenos ojos a aquellos que, al percibir la posibilidad de traspasar las lindes enemigas, se cambian de carril, echando lámina sin siquiera señalar con la direccional. Estos son algunos de los argumentos utilizados por los detractores: uno debe elegir su carril oportunamente; no sirve de nada puesto que los carriles se compensan; dichos movimientos solo aumentan el riesgo de accidentes. Pero estos conductores, al asumir lo que únicamente se puede describir como superioridad moral, eluden la agónica profundidad de la situación. El espacio vacío despierta nuestra conciencia de ser, ofreciendo la posibilidad de reunirnos con el tránsito materno, aquel espacio intangible donde todo circula libremente, donde el camino es vida propia de lo que nos espera y la muerte esconde su ojo lánguido. Resalta, de este modo, nuestra condición de demediados. Por lo tanto, la importancia de cambiar de carril no yace en la ventaja que le podamos sacar a este u otro conductor. Tampoco importa que, habiendo cambiado de carril, el tráfico se estanque una vez más. Si nos volvemos a quedar atorados, sabemos que hemos vivido en plenitud, aunque solo haya sido por un instante y al levantar los ojos, vuelva a acechar la muerte.
Antropólogo. Doctorando en Letras Modernas. Autor de dos libros de poesía. Bongocero. Nace en 1976. Pudo ser un gran torero pero...