Entre los muchos términos políticos de difícil traducción en la discusión pública en Estados Unidos está la etiqueta de “libertarian”. En el mundo hispanohablante, una persona que se autodefine como “libertaria” generalmente está bien a la izquierda del espectro político. Muchos activistas formados en la filosofía anarquista o anarcosindicalista prefieren el término “libertario” para evitar las connotaciones nihilistas y hasta violentas que con frecuencia se le endosan al anarquismo. Sin embargo, persiste el énfasis en el combate a la coerción en las relaciones sociales, la construcción de sujetos colectivos con base en la libre asociación y la solidaridad, así como una profunda desconfianza en el Estado.
En comparación, en Estados Unidos a los “libertarians” se les ubica muy a la derecha del Partido Republicano, como núcleo ideológico del “Tea Party”, representados por extremistas como el texano Ron Paul y por una devoción fanática al libre mercado. Por ello, para las personas en el ala izquierda del mainstream liberal, empeñadas en defender el papel del Estado en la redistribución del ingreso y el combate a la desigualdad social, las posibilidades de una interlocución, mucho menos entendimiento, con los “libertarians” son prácticamente nulas.
No pocas veces me he ganado miradas de extrañeza y silencios incómodos de mis amigos estadounidenses progres cuando digo que hay algunos elementos del discurso “libertarian” que me resultan familiares y hasta atractivos, especialmente el rechazo a lo que podemos llamar la “pulsión” autoritaria del Estado: esa tendencia a regular espacios de la sociedad civil que termina por burocratizar y jerarquizar relaciones sociales que en teoría serían horizontales y equitativas (¿Ha intentado el lector mexicano crear o formar parte de una Asociación Civil? Entonces sabe a lo que me refiero.) Pero afortunadamente apareció Ron Woodroof, el personaje protagonista de la película Dallas Buyers Club, y por fin tuve un ejemplo claro de lo que quiero decir.
Dallas Buyers Club cuenta la historia de Woodroof (Matthew McConaughey, en una actuación que se recordará por décadas), un macho texano que en 1985 se entera de improviso de que es seropositivo. Hasta entonces, Woodroof ha sido un estereotípico redneck como los que abundan en las canciones country y los partidos de los Dallas Cowboys. Vive de sus magros ingresos del rodeo, su empleo en un mísero pozo petrolero, y alguna que otra transa menor. Bebe hasta caer y se mete lo que le pongan en frente. Exhibe un sexismo estándar de los años 80, pero es tan burdamente homofóbico que su primera reacción es ofenderse hasta la locura por la insinuación de que padece una “enfermedad de jotos”.
Frente a la realidad de que le quedan pocos días de vida y la imposibilidad de participar en una prueba controlada sobre la efectividad del entonces experimental AZT, Ron convierte su desesperación en inventiva y, con el último aliento de vida, sigue una pista clandestina hasta dar con un médico gringo refugiado en México, con quien inicia un tratamiento a base de otro antiviral (DDC) y cierta proteína. Repuesto, Ron se entera de que el gobierno estadounidense le ha asegurado un virtual monopolio a la empresa farmacéutica que produce el AZT, poniendo a su disposición miles de pacientes con quienes puede experimentar sin restricciones y rehusándose a certificar medicamentos alternos.
Ron inicia entonces una enorme operación internacional para contrabandear DDC y proteínas y establecer un mercado clandestino para los portadores del VIH que literalmente están agonizando en las calles. Ya que por sí sola la posesión de los fármacos no es ilegal, Ron y sus asociados ponen en marcha un ingenioso sistema mediante el cual establecen un “club” cuya membresía requiere el pago de una “cuota” de 400 dólares que garantiza el acceso a los medicamentos. El club tendrá altas y bajas, pero eventualmente se consolidará como un espacio autónomo con una fuerte carga simbólica, en el que los portadores del VIH y los enfermos de SIDA recobrarán parte de la dignidad arrebatada por el estigma, el abandono y la inhumana intervención del gobierno y la industria farmacéutica.
El relato hollywoodense se enfoca en destacar las transiciones personales de Ron, quien de ser un homófobo irredento termina forjando amistades verdaderas con su socia, una mujer transgénero, y una pareja gay benefactora del club. Asimismo, el otrora macho insaciable que intercambia mujeres con los amigos de parranda madura al punto de abstenerse de tener relaciones sexuales con una prostituta que ignora su condición.
Políticamente, sin embargo, el desarrollo del personaje conlleva una crítica y una promesa que vale la pena destacar. Woodroof muestra claramente cómo el rechazo de la acción gubernamental solo tiene sentido en el contexto de un aparato estatal capturado por intereses privados. El discurso “libertarian” es tan efectivo en Estados Unidos porque su brújula moral aprecia la capacidad individual de valerse por sí mismo y deplora la dependencia del gobierno, a la cual señala como una invitación a la tiranía. En un país cuyo imaginario que se forjó en las fronteras, adonde la acción del Estado llegaba esporádicamente y los pioneros quedaban a la buena de Dios, libertad y self-reliance van de la mano. Pero el truco ideológico “libertarian” es emplear la defensa de las libertades individuales como un tren en el que se monta la pretensión de liberar a los grandes consorcios empresariales de la regulación y supervisión gubernamentales. Su mayor triunfo son las tesis legales de la Suprema Corte de Justicia que establecen la equivalencia entre empresas y personas.
En Dallas Buyers Club, sin embargo, la equivalencia que establece el personaje de Ron Woodroof es entre el interés del gran capital y el Estado. A diferencia de los “libertarians”, como los multimillonarios hermanos Koch, Woodroof lucha contra la excesiva intervención gubernamental en la vida de las personas (los portadores del VIH y enfermos de SIDA, en este caso) no en representación embozada del interés empresarial, sino precisamente porque el gobierno está representando tal interés.
La tiranía de la empresa omnipotente al mando del aparato del Estado es un tema común en el cine estadounidense, sobre todo el de ciencia ficción, con ejemplos clásicos como Blade Runner, Robocop y Total Recall. Ron Woodroof, sin embargo, es un “average Joe”, el heroico tipo común estadounidense: individualista, ingenioso, autosuficiente, y hasta ahora patrimonio casi exclusivo de la derecha. A pesar de ello, su “buyers club”, un laboratorio de solidaridad humana frente a la devastadora adversidad, se asemeja más al ideal de una comuna anarquista que al negocio exitoso de un insensible emprendedor texano. Woodroof podría ser un ícono “libertarian”, pero yo felizmente lo reclutaría para mi causa libertaria.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.