La comedia intelectual de Enrique Krauze
Es un honor inesperado ser el recipiente de un ensayo de trece páginas y más de diez mil palabras redactado por el heredero directo de don Octavio Paz. (Y digo “recipiente” porque a pesar de su aparente objetividad académica el artículo de Enrique Krauze sobre mi biografía de García Márquez, titulado “A la sombra del patriarca”, fue también un mensaje muy personal a este servidor, como después veremos.) Primera pregunta: ¿Por qué este historiador conservador de México ha dedicado más páginas a mi libro sobre un novelista colombiano que cualquier otro comentarista en el mundo ancho y ajeno? Han salido más de sesenta reseñas, sindicadas muchas de ellas a decenas de otros periódicos, y casi todas positivas (puede que se hayan equivocado todos, naturalmente, no digo que no), pero a ninguno le ha importado tanto como le importa –aparentemente– a Enrique Krauze. Debe haber dedicado semanas enteras de su tiempo precioso a un libro que –aparentemente– no le ha impresionado.
Interesante.
Me habría gustado escribir una respuesta de trece o aun muchas más páginas –hay tanto que decir– pero mañana me embarco en un viaje de cinco semanas y la redacción me informa que tengo un plazo de tres días si quiero aparecer en el próximo número de Letras Libres y confieso que me es muy importante hacerlo. Aquí va, entonces, una respuesta de unas 2,500 palabras.
No es que piense que el ensayo de Krauze, dentro de todas las reseñas que han salido en casi todos los periódicos importantes del mundo occidental, es tan significativo, porque no lo es –o por lo menos, no es importante como reseña de mi libro. De hecho, no es una reseña (si fuera una reseña yo no estaría respondiendo). Lo que sí es, a diferencia de la mayoría de las otras reacciones (positivas o negativas), y en esto quiero insistir, es previsible: me desconcierta y me sigue desconcertando que, año tras año, un historiador de la talla de Enrique Krauze siga publicando exactamente las mismas cosas, desde exactamente los mismos puntos de vista, citando exactamente las mismas “autoridades”, pase lo que pase en el mundo externo. Krauze es una máquina de escribir y, especialmente, de traducir: entran pluralidades y pluralismos por una puerta y sale siempre lo mismo por la otra. A Krauze uno lo lee para ver una versión exquisita y autoritativa del veredicto de los conservadores mexicanos sobre lo que pasa en el mundo –pero no para descubrir ideas o análisis nuevos.
Pero bueno, la explicación es sencilla. Enrique Krauze, el bien conocido caudillo cultural, jefe de Letras Libres, no es, cuando escribe en Letras Libres, un historiador, ni mucho menos un crítico: es un ideólogo. Su misión es limitar y redefinir el cambio, negar la legitimidad de las izquierdas políticas y culturales y –bueno, todos somos seres humanos– aumentar y pulir su propia vanidad. Es, literal y literariamente, un biógrafo del poder.
En este caso, repito, Enrique Krauze no ha reseñado un libro sobre la vida y obra de Gabriel García Márquez: ha escrito un ensayo –exactamente como toda la clase intelectual mexicana habría podido prever– sobre la relación entre Gabriel García Márquez y Fidel Castro. Porque Castro es una de sus grandes obsesiones. (Es interesante, y a primera vista sorprendente, constatar la hostilidad muy particular y especialmente virulenta de la derecha intelectual mexicana, dentro del contexto latinoamericano en general, hacia Fidel Castro –semejante, de una manera intrincada y muy sutil, a la relativa indiferencia del establishment mexicano hacia la figura de Bolívar, a quien llegaremos, si bien indirectamente, a su debido tiempo.) Resumen, entonces, de este ensayo de Krauze: Gabriel García Márquez es lacayo de Fidel Castro (al igual que La Jornada, supongo, que todas las semanas publica las columnas de Castro); y yo –no lo dice pero es el tema de su artículo, es su estrategia para deslegitimarme– soy lacayo de García Márquez. ¿Y de quién o quiénes es lacayo Enrique Krauze? Los mexicanos lo saben.
Plural: ¿pluralismo? ¿Letras realmente libres? Sinceramente, es para reírse. (A ver si publican este ensayo.) ¿Vuelta y vuelta y vuelta, siempre a lo mismo?: eso sí. Utilizando el método consabido de los que no están convencidos de sus propios argumentos, pese al tono de suficiencia –y sí, “autoridad”– con que los propone, Krauze cita casi exclusivamente a sus correligionarios conservadores. Mi compatriota Malcolm Deas, primero en la cola, es un historiador excelente y muy distinguido, pero todos sabemos dónde está colocado políticamente. (Aunque con Deas, para hacerle justicia, nunca se sabe exactamente cómo va a reaccionar o qué va a decir, porque le gusta documentar sus ensayos con hechos muchas veces desconocidos para sí mismo antes de investigar un asunto: él los descubre. Krauze finge descubrir lo que ya sabe.) Y después de Deas vienen las otras citas inevitables, si bien monótonas en su absoluta previsibilidad, de sus colaboradores en el viejo y el nuevo testamento del profeta Octavio (Zaid, Rossi, Vargas Llosa) y de los superestrellas conservadores (esta vez no sale Berlin pero está Borges, ese conocido experto político y, nuevamente, Vargas Llosa), y no puede faltar, obviamente, el mismísimo don Octavio, para quien (Krauze lo cita y el mismo Paz me lo dijo personalmente) García Márquez y su amigo mexicano (bueno, no tan mexicano) Carlos Fuentes “no son escritores serios”. Pero citar siempre a las mismas autoridades es una forma de sectarismo y suele ser, además, una forma de corrupción intelectual. Como mínimo es una demostración lamentable de debilidad y aridez.
Persiguiendo su obsesión, Krauze me recomienda leer el libro Gabo y Fidel de Ángel Esteban y Stéphanie Panichelli. No dice, quizás porque no lo sabe (o quizás porque no quiere saberlo, o porque no quiere que otros lo sepan), que ese libro no ofrece un solo detalle significativo que no haya salido en los periódicos. Ese libro es un refrito. No importa: él lo recomienda porque piensa que será políticamente eficaz hacerlo. (Porque de refritos ideológicos sabe mucho Enrique Krauze.)
Krauze también, de manera más siniestra, me dirige unos guiños personales. ¿Quién más va a comprender el significado oculto cuando él pregunta (es verdad que ha investigado diligentemente su tema pero no tanto), aparentemente al aire, “Y ese viaje [el que emprendió García Márquez con su madre para vender la casa familiar en Aracataca]…, ¿ocurrió realmente en 1950 y fue tan crucial para su obra como sugieren las memorias?”?
Sí, Enrique Krauze, ese viaje ocurrió en 1950 y sí, siento decepcionarle, fue tan crucial para su obra como sugirieron sus memorias. (Podría prestarle cien páginas sobre el tema pero a usted no le interesarían mucho, me temo.) Me parece curioso que usted, en este caso, no cite la fuente de esta curiosa pregunta. Como acabo de reconocer, usted investigó diligentemente su ensayo pero no tan diligentemente como para desafiarme en cuanto a detalles, a primera vista, esotéricos. Usted sacó este detalle del libro de Dasso Saldívar, Viaje a la semilla, y sin informarles al resto de sus lectores (no hay nota a pie de página en un ensayo que sin embargo tiene otras notas), me está enviando un mensaje secreto e incluso una especie de advertencia implícita, casi diría una amenaza. “Yo sé”, me está diciendo (es su tema), “y yo podría exponerlo si me diera la gana” (es su método). Pero en este caso (y en muchos otros) usted no sabe.
Volvamos a la tercera persona. Enrique Krauze no sabe mucho de literatura tampoco. (Aclaramos: no sabe porque no quiere saber. Ha dicho cosas muy brillantes sobre, por ejemplo, Joyce: pero sólo para ganar una batalla. Krauze es, innegablemente, de una inteligencia temible –repito, temible; mis lectores mexicanos saben de qué hablo–, pero toda ella subordinada a sus fines ideológicos: es un pensador, en este sentido, positivista.) No comprende –es decir, no ha querido asimilar– los cambios que el modernismo, en la acepción angloamericana del término, significó en la primera mitad del siglo XX y sigue significando en la actualidad. Pluralismo, entre otras cosas. Como otros conservadores, él odia los años veinte del siglo pasado como también odia los años sesenta. (Su punto de referencia novelístico favorito es plenamente decimonónico: ¡Balzac!) Modernismo, posmodernismo, qué va: su visión de la contemporaneidad –de toda contemporaneidad– se organiza desde el Porfiriato, con sus intelectuales sobrios y decorosos, amigos o beneficiarios del poder, esa época mexicana que coincidió con la Gilded Age de Estados Unidos, a la cual volvimos (y repetida no como farsa sino como doble tragedia ) hace veinte años a partir de la caída del famoso muro cuando, piénsese lo que se piense del comunismo o del socialismo (por hoy no es mi tema), el neoliberalismo pudo seguir su camino histórico sin rival político o ideológico, con los resultados –previsibles– que vemos globalmente y, muy específicamente, en México: los resultados, seamos sinceros, que son el fruto del sistema político, económico y social apoyado y deseado por Enrique Krauze.
Sigamos. Una de las estrategias favoritas de Krauze es utilizar datos sacados de los libros que está reseñando como si fueran percepciones suyas sin revelar que esos son, precisamente, los datos que matizan los textos de aquellos adversarios. Sólo leyendo mi libro (y lo que Krauze quiere es que nadie lea mi libro: su ensayo ha sido escrito para que nadie tenga la menor idea de lo que hay en mi libro y por eso él, su sombra, se interpone, como ha hecho tantas veces, entre sus lectores y el libro que está reseñando), sólo leyendo mi libro, repito, se darán cuenta los lectores cuidadosos del ensayo que se discute aquí que más de la mitad de lo que Krauze utiliza en mi contra son datos que yo utilizo “en contra” de García Márquez. (En el mejor de los casos susurra que son datos que Martin “desliza” o que “se le escapan”.) Para decirlo en los términos más corteses, esa no es la manera de acometer una tarea intelectual. Si Enrique Krauze estuviera seguro de su propia posición (si no estuviera defendiendo una posición), si estuviera dispuesto a pelear cara a cara, les habría dado a sus lectores, en sus trece páginas, una idea de lo que yo digo, de lo que yo logro, antes de explicar mis supuestas debilidades (las tengo, por supuesto) y atacar mis supuestas maniobras retóricas e ideológicas.
Pero a Krauze no le interesa mi libro, ni en lo más mínimo: lo quiere utilizar. En el fondo, con toda su brillantez, es un historiador aferrado –o quizás amarrado– a una concepción muy limitada de la vida y de la historia, es decir, a una ideología (que es lo que él les achaca a los historiadores que no le gustan, como Hobsbawm). Pero imponer una sola visión ideológica a la interpretación y la narración de la historia es ser, a final de cuentas, ahistórico. Y la ahistoricidad de su perspectiva es extraordinaria. Quiere llegar a sus conclusiones sin considerar las emociones y los deseos y las experiencias reales vividas por los hombres y las mujeres realmente existentes en nuestra época. Él no quiere saber cómo la vida le puede parecer a un hombre joven nacido en la tercera década del siglo veinte, sin muchas ventajas materiales, en un pequeño pueblo colombiano, exactamente como no quiere saber cómo la vida le puede parecer al equivalente mexicano de nuestros días y cómo ese joven mexicano va a ir escogiendo entre las diferentes alternativas políticas y morales que se le presenten en el camino.
No: para Krauze la única cosa realmente importante –ejemplar, diríamos– en la vida de García Márquez es su relación con Fidel Castro. (Aclaramos: esa relación es muy importante, como yo demuestro –aunque no solamente por las razones en que Krauze insiste– pero también son importantes muchos otros temas.) Repito: Krauze, con una alusión permanente pero nunca definida a un ideal abstracto llamado “democracia”, que utiliza para desacreditar a todos los que él considera adversarios ideológicos, no tiene el menor interés en cuáles han sido las contradicciones y perplejidades reales de la abrumadora mayoría de los latinoamericanos de su época, quienes no han disfrutado las ventajas que él ha tenida en la vida. No le gusta en lo más mínimo la extraordinaria popularidad de Gabriel García Márquez entre los pueblos latinoamericanos (“la simpatía popular que ha sabido concitar alrededor suyo”) ni mucho menos quiere aceptar que esa popularidad se base en valores diametralmente opuestos a los suyos. Debe haber alguna explicación perversa (o pervertida). Y a eso va su artículo.
Krauze critica a García Márquez por su “obsesión con el poder” pero esto, nuevamente, es risible: lo que a él no le gusta es el tipo de poderosos que García Márquez busca (sin añadir el hecho, muy conocido pero no mencionado por Krauze, de que son los poderosos los que buscan a García Márquez, porque él también es un poderoso). ¡Seamos enteramente francos: quién no sabe que el mismo Krauze ha querido siempre estar cerca del poder! Miren su curriculum vitae. Miren sus intereses.
Krauze dice que, con respecto a los artículos periodísticos de García Márquez, “Martin los hojea apenas, lo cual es una omisión lamentable en su biografía”. Sin embargo Antonio Saborit en Nexos esta semana dice: “Sin lugar a dudas la reconstrucción de la actividad periodística de García Márquez ofrece algunos de los mayores aciertos de Martin.” Saborit, pobre iluso, dedica casi la mitad de su reseña al tema. No sabe que la verdad está en otra parte (es decir, en otra revista).
Krauze también distorsiona –tiene que distorsionar– no solamente lo que hago en el libro sino las cosas que digo (lo que digo sobre el sistema político colombiano, por ejemplo). Su versión de lo que narro sobre el famoso incidente del duelo entre el coronel Márquez y Medardo Pacheco es, para decir lo menos, inexacta. García Márquez nunca ha enviado a sus hijos a colegios americanos pero a Krauze le conviene afirmar que fue así. Dice que mi biografía es “oficial” cuando debe saber perfectamente que no es verdad. (Yo sé que lee los periódicos para desinformarse de lo que pasa en el mundo pero esta cuestión se ha discutido en muchas partes.) Alega que “los archivos literarios a la mano no fueron consultados” cuando no puede tener la menor idea de si es verdad o no lo que afirma (no lo es). Distrae a sus lectores con comentarios selectivos sobre El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, comparándolo favorablemente con El otoño del patriarca, sin mencionar (¿o sin darse cuenta?) de que yo mismo fui el autor de la edición crítica de esa novela publicada por la Colección Archivos en 2000.
Me acusa de muchas omisiones. Bueno, Enrique Krauze sí sabe de omisiones. Entre muchas otras hay una especialmente interesante y, quizás, reveladora. El ideólogo obsesionado con el Fidel Castro leninista también está obsesionado, desde luego, con el bolivariano Hugo Chávez. Es más: le ha dedicado todo un libro. Y en mi libro yo señalo que, curiosamente, García Márquez no es muy amigo de Chávez con todo y ser Chávez el mejor amigo de Fidel Castro. Uno (yo, por ejemplo) habría pensado que este dato le interesaría a Krauze pero lo suprime (perdón, lo omite). ¿Por qué? Pues obviamente matizaría un poquito una historia que se quiere unívoca. Krauze acusa a García Márquez de “escuchar sólo la versión de los poderosos, contrarrestar (escamotear, atenuar, distorsionar, falsear, omitir) toda información que pudiera ‘hacer el juego al imperialismo’”. Pero quien hace todo esto, para no hacerle el juego a las ideas progresistas, es, precisamente, Enrique Krauze. Es lo que Freud llamó proyección y es la historia secreta de la carrera ensayística de Krauze. (Es interesante notar que sólo ahora se decide a atacar a García Márquez de manera realmente frontal cuando hace veinte años atacó sin vacilaciones –iba a decir “sin escrúpulos”– a Carlos Fuentes. Es que el precio en el caso de García Márquez será mucho más alto. Pero parece que Krauze ha concluido que, con la publicación de una biografía supuestamente “oficial”, ya no hay otra.)
Pero esta, a final de cuentas, es la comedia mexicana de Enrique Krauze: finge ser crítico desinteresado e independiente cuando lo que es, realmente, es un propagandista cuyo objetivo es evitar que el país progrese y que sus multitudes sean beneficiarios de sus propios esfuerzos; finge escrutar la realidad para sacar conclusiones objetivas e ilustradas cuando –en realidad– saca las conclusiones a priori y después hurga en la realidad, selectivamente, para que la evidencia se amolde a sus conclusiones.
Y le ha ido muy bien. ~
– Gerald Martin
10 de octubre de 2009
Las iras del tío Jéral
En las 2,762 palabras que componen la “respuesta” del profesor Gerald Martin hay irritadas, confusas y paranoicas descalificaciones, pero no un desmentido de los hechos que señalo porque constan en su libro:
Martin documenta la verdad falsificada por García Márquez cuando presenta como un acto de honor ofendido el homicidio cometido por su abuelo, el coronel Nicolás Márquez Mejía, irritado por las reclamaciones del joven hijo de su amante (pp. 17-20 y 555 de la edición en inglés).
Martin informa sobre la desgracia que fue para la familia del coronel que la United Fruit se retirara (pp. 52-54), sobre el empleo de García Márquez en dos agencias de publicidad norteamericanas (p. 276) y sobre los colegios anglosajones de sus hijos (p. 321).
Martin dice que escamoteo mencionar lo que escribe “en contra” de García Márquez, pero el entrecomillado lo delata: aunque alude a la servidumbre política de García Márquez, lo hace con un tono de piadosa complicidad, como si la hallara a un tiempo reprochable y enternecedora. Leyendo su respuesta, entiendo mejor por qué: al profesor la democracia le saca ronchas.
No soy el único que ha encontrado hagiográfica la que él mismo llama una “biografía tolerada”: allí están las reseñas adversas publicadas en esos perversos órganos del pensamiento “conservador” que son The New York Times Book Review y The New York Review of Books. Pero me interesaron especialmente las contradicciones internas del libro: los hechos documentados por él mismo y sumergidos bajo nubes de incienso.
El profesor sostiene que no estoy “dispuesto a pelear cara a cara”. La histeria que le provocó mi ensayo demuestra lo contrario. ~
– Enrique Krauze