A grandes e insospechadamente ágiles zancadas, Ptolomäus Wagner subió la escalera, seguido por Irena Milogova. Al pasar el rellano, sin embargo, ésta se detuvo en seco, mientras que el anciano irrumpía, desbocado, en la habitación donde flotaba un siniestro vaho de pólvora negra.
-¡Viktor! -aulló en su críptica lengua, al ver a su hijo tendido en el suelo con un rictus de inequívoco dolor- ¡Por todos los cielos!
-¡Padre! ¡Detrás de ti! -fue la desesperada respuesta.
Antes de poder reaccionar, una mano uñosa emergió a espaldas del anciano y se le enroscó aviesamente en el cuello. Una voz rugosa retumbó:
-¡Señorita! Sea lo que sea que esté haciendo, déjelo y venga, si no quiere que su vetusto amigo sea víctima de la asfixia.
Como en una imploración involuntaria, Viktor elevó un brazo en dirección a su padre, mientras que, apoyándose en el otro, intentaba en vano de incorporarse. En el momento en el que el universo se oscurecía para el anciano, la criptóloga atravesó el umbral con paso derrotado.
-¡Entrégueme su móvil! -la urgió el atacante, encañonándola.
Al ver la línea abierta que mostraba la pantalla del uPhone, su sobrecejo se crispó.
-¡Con un demonio! -berreó, cortando la comunicación.
Con dedos nerviosos revisó el historial pero, al ver la duración de la última llamada, sus facciones se distendieron, al igual que el rigor de su mano sobre el indemne gollete del anciano.
-Veo que no ha tenido tiempo de hablar con la policía -dijo, ya vacío de emociones.
La criptóloga lo encaró sin decir nada, mientras que Wagner, liberado de la garra, se abalanzaba entre toses hacia su hijo.
-¡Viktor! ¡Qué te han hecho!
Sobre la tela de su camisa una nube roja se dilataba.
-No es nada, padre -trató de calmarlo, sin poder evitar que en su voz se colara un eco de agonía.
-¡Es usted un monstruo! -vociferó el progenitor.
-¡Permítanos, al menos, llamar una ambulancia! -intervino Irena, al tiempo en que se acuclillaba para examinar la herida.
El atacante, visiblemente incómodo, repuso:
-Nadie gana nada si Viktor muere, así que cuanto más rápido me entreguen el libro, más pronto podrá ser atendido.
-¿Un libro? -se indignó la experta-¿Todo esto es por un libro?
-Pero no un libro cualquiera -la atajó el intruso-. ¡Wagner! -y le escupió unas palabras en su recóndito idioma.
-Para eso la había llamado -murmuró el viejo, con las manos teñidas de escarlata-, para que nos ayudara a descifrarlo.
-¿Yo? ¿Descifrar? ¿Un libro suyo? -el estupor le impidió formar una frase coherente.
-Se trata de un manuscrito en alfabeto Voynich recién descubierto, que ninguno de nosotros ha sido capaz de desentrañar.
-¡Y así es como debe ser! -farfulló el agresor-. No podemos permitir que sigan metiendo sus narices en lo que no les incumbe.
-Un manuscrito Voynich cifrado… -aquilató la chica- ¡Vaya! Eso sí que no me lo esperaba -Instigada de pronto por el enigma, preguntó a Wagner-. ¿Y quién es él?
-No lo sé -le dirigió un mirada de fundada rabia al aludido-, pero seguramente es la explicación a la reciente serie de desapariciones de nuestros hermanos.
El nefando visaje del extraño se alteró al escuchar esas palabras, pero, antes de que pudiera decir nada, la chica le inquirió:
-¿Y bien?
El ávido brillo en sus ojos no pasó desapercibido para el atacante.
-No me diga que no lo adivina -la desafió.
Durante unos segundos, las premisas circularon, desaforadas, por la mente de la criptóloga, inundándola con el vértigo del silogismo.
-¡Increíble! -exclamó avasallada por la conclusión.
-Sí -profirió Wagner, llegado a idéntico resultado-. También para mí es una sorpresa -Había algo de disculpa en sus palabras.
Viktor, desde el fondo de la obnubilación, gimió:
-Pero ¿quién es?
-Si ninguno de ustedes lo conoce a pesar de que habla su idioma -resumió Irena-, y está dispuesto a matar por un libro misterioso, además de usar el plural de la primera persona para referirse a sus motivaciones, no hay más que una explicación lógica -Viktor la seguía con respiración febril-. Si no me equivoco, este señor debe de ser miembro de algún tipo de sociedad secreta que opera dentro de tu sociedad secreta. Me figuro que estarán encargados de velar algún arcano, o algo así, contenido en ese libro que busca.
-¿Cómo? -se resistió a creer.
-Una deducción acertada -comentó el anónimo-, si bien, de hecho, elemental.
-Eso sin mencionar el anillo -continuó la joven, apuntando hacia el huesudo anular- con el símbolo iniciático obligatorio. Al parecer no soy la única que pierde su tiempo leyendo thrillers.
Debieron transcurrir algunos segundos antes de que su escarnio surtiera efecto.
-¡Ya basta de perder el tiempo! -interjectuó el hombre, exasperado- ¡Wagner! ¡Entrégueme el libro de una vez por todas, si no quiere que Viktor acabe por desangrarse!
-Por supuesto, por supuesto -El anciano se incorporó apresuradamente y se encaminó hacia uno de los nichos vacíos que corroían la pared, mientras murmuraba-: Pero ¿qué necesidad había de todo esto? Se lo habría dado sin chistar. Sólo era cosa de pedirlo.
-Toda la culpa es de su estúpido hijo -su contrariedad era palmaria-, a quien le dio por querer hacerse el héroe.
-Yo únicamente quería impedir que le hiciera daño a la señorita Milogova -balbució el abatido.
La chica le ofreció un gesto de comprensión, mientras Wagner, tras una serie de manipulaciones, extraía un legajo de una cavidad oculta en la base del nicho.
-Aquí lo tiene -se lo tendió-. Y, ahora, váyase.
El hombre tomó el atado de papeles en cuya portada figuraban inscripciones inconfundibles y, apoyándolo sobre la mano con la que sujetaba el revólver, comenzó a hojearlo ansiosamente. Una mueca, acaso una sonrisa, se dibujó en su rostro, al momento en que lo guardaba con cariñoso cuidado en la bolsa de piel que colgaba de su hombro.
-¿Ven cómo todo era tan sencillo? -para sorpresa de todos, añadió-: Y por Viktor no se preocupen, la bala le atravesó limpiamente la carne sin dañar ningún órgano. Lo sé por el color de la sangre. Se pondrá bien.
El azoro del trío aumentó cuando el armado, adoptando una actitud de paternal demiurgo, en la mejor tradición del showdown, comenzó a exponer la historia de su fraternidad, su filosofía y su misión, sin omitir un excurso sobre la singularidad de su lengua y sin arredrarse frente a los cuestionamientos de los presentes. Era como si el solo contacto con el libro anhelado le hubiera trastocado el alma. Sin embargo, su alocución quedó repentinamente mutilada por el ulular de una sirena avecinándose. Con el escuálido cuerpo endurecido y los ojos desorbitados de asombro, exclamó:
-¿La policía? ¡Pero, cómo!
-Qué mala suerte que tan sólo haya revisado la última llamada del historial de mi móvil -respondió secamente Irena- y no la penúltima.
-¡Me tendió una trampa! -chilló.
-No me diga que no se lo esperaba -lo retó la joven.
-Ah, mujer taimada… -la asestó con la pistola-. No se imagina cuánto lo lamentará.
-¡No! -gritó Viktor, logrando levantarse a un palmo del suelo, aunque sin alcanzar a incorporarse.
Como en un acto de prestidigitación funesta, el hombre introdujo la mano libre en uno de los bolsillos interiores de su gabán y volvió a extraerla, con un artefacto asido entre los dedos.
-Esperaba no tener que hacerlo -anunció en tono impenetrable-, pero no me dejan otra salida -Y activó el temporizador del artilugio.
Antes de que nadie atinara a reaccionar, elevando una rodilla y formando una cruz con los brazos delante de la cara, saltó a través de la ventana, en medio de una bruma de astillas cristalinas.
-¡Una bomba! -se horrorizó Wagner al contemplar las verdosas pulsaciones de la cuenta regresiva en el display.
-¡Y tan sólo quedan tres minutos! -se empavoreció Irena, computando, entre ráfagas de adrenalina, las alternativas.
Antes de que ella pudiera tomar ninguna decisión, luego de intercambiar una rauda mirada con su hijo, Wagner retornó atropelladamente al nicho con el compartimento secreto y extrajo de su interior un manuscrito de idéntica apariencia al que hacía unos minutos había entregado al intruso.
-Éste es el auténtico -dijo depositándolo en manos de la criptóloga-. Cuídelo bien, por favor. Y ahora, le ruego me disculpe, pero… -y, tras girarla con una inesperada maniobra, la empujó en dirección a la ventana para arrojarla al vacío.
* * *
Irena Milogova contemplaba a la distancia los desamparados chorros de agua recortándose contra los rojos infernales de las llamas que abatían el azul de las sirenas. Entre sus manos, cuajadas de magullones y arañazos, aferraba un libro imposible.
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Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.