Sacrificio y antropofagia

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Querido Pablo:

Horst Kurnitzky ha mostrado que el Estado mexicano surgido de la Revolución de Independencia, primero, y de la Revolución mexicana, después, fundamentó parte de su legitimidad en una “mexicanidad” proveniente de un supuesto México prehispánico, lo cual ha impedido estudiar de manera consecuente el mundo prehispánico e indígena. Los indios se volvieron un sitio “impensable” de la realidad mexicana, de la memoria mexicana, inaccesible a la racionalidad. Uno de los temas así oscurecidos ha sido el de los sacrificios humanos y la antropofagia, que se niegan, olvidan o minimizan, se exaltan o normalizan acudiendo a las buenas razones y a los sistemas religiosos que se dieron las sociedades que los practicaban, o se relativizan remitiendo a otras sociedades que practicaban sacrificios.

Habría que reconocer, en primer lugar, que la práctica de los sacrificios humanos, muchas veces asociada a la antropofagia, estuvo presente no sólo entre los mexicas, o en Mesoamérica, incluyendo los mayas, sino que existió en casi todos los pueblos americanos, desde los esquimales en el norte hasta los araucanos en el sur. Sabemos también que la práctica existió desde la época de los cazadores recolectores, y puede suponerse que se intensificó con la agricultura y la preocupación por la fertilidad de la tierra, y aún más con la aparición de las formaciones estatales, con las ciudades, con la civilización, y aún más con su creciente militarización, hasta llegar a la extrañamente fácil conquista española.

Si bien se registran los sacrificios humanos y la antropofagia en muchas sociedades del Viejo Mundo (Europa, Asia y África), su práctica más sistemática parece haber sucedido durante la época de las primeras civilizaciones, después de lo cual declinó y ha tendido a aislarse y a verse como algo reprobable y castigable. Pero en América los sacrificios continuaron hasta que llegaron los conquistadores españoles, que se horrorizaron.

Si la práctica sistemática de los sacrificios ha sido particularmente intensa y generalizada en el tiempo y el espacio en América, la cuestión se puede formular, como lo hizo Octavio Paz en 1986 en sus muy informadas y lucidísimas “Reflexiones de un intruso” (reseña de The Blood of Kings de Linda Schele y Mary Ellen Miller; Obras completas, t. VII, pp. 132-145), vinculando la cuestión del “encuentro de dos mundos”, del tardío poblamiento de América, hace algunas pocas decenas de miles años, y del subsiguiente aislamiento de la población del Nuevo Mundo respecto a la del Viejo, hasta 1492. Durante este aislamiento se produjo un desfase tecnológico y bacteriológico que resultó determinante en la conquista española. Tal vez esta peculiaridad del desarrollo americano sea el ámbito en el que se pueda entender la práctica sistemática del sacrificio humano.

Debe reconocerse que aún no tenemos respuestas probadas o aceptables y que debemos ensayar varias posibles causas que pudieron coincidir de manera diferencial. En primer lugar, debe recordarse que el tardío poblamiento humano de América por el estrecho de Bering explica que la agricultura haya comenzado en el Nuevo Mundo miles de años después que en el Viejo y que también las grandes civilizaciones (Mesoamérica y los Andes) comenzaran aquí miles de años después. Esto permite entender por qué los sacrificios humanos seguían existiendo en América en una época en la que ya habían sido abandonados en el Viejo Mundo, aunque sustituidos por la ferocidad política y judicial de las formaciones estatales y por la presencia omnipresente de las guerras.

Pero todavía falta explicar por qué fue tan sistemática la práctica de los sacrificios en toda la historia americana. Una clave puede ser no tanto la inferioridad tecnológica del Nuevo Mundo como la peculiaridad cualitativa de su desarrollo tecnológico, que privilegiaba el trabajo colectivo, las grandes obras públicas, hidráulicas y arquitectónicas, y que exigía la subordinación del individuo a la colectividad, la disposición de los individuos a sacrificarse por el grupo. Varios autores han señalado el bajo sentido de individualidad de los indios, que vino a trastocar la conquista con el cristianismo y las relaciones mercantiles. Para explicar esta subordinación del individuo al grupo se ha apelado a una organización socioeconómica comunitaria, a un fuerte sentimiento religioso, a una peculiar constitución mental o aun cerebral, pero ninguna explicación parece suficiente. Tal vez más bien habría que destacar el papel de las formaciones estatales teocráticas y militaristas en la creación de esta integración del individuo a la colectividad, a través del control del calendario, de la escritura, de la educación, de la propaganda y de las ceremonias. Los sacrificios humanos, ligados a la antropofagia y la tortura, pueden ser considerados como una forma de terrorismo estatal. Y de manera más peculiar, las grandes ceremonias en las grandes plazas frente a las pirámides, en las que se practicaba el ayuno, el autosacrificio y el consumo de drogas (o de “enteógenos”, como decía Gordon Wasson), en las que se bailaba y cantaba durante horas, y se presenciaban sacrificios sangrientos y representaciones rituales-teatrales, con los sacerdotes ataviados como dioses (tal como eran representados en múltiples imágenes), ciertamente estas ceremonias fueron alterando las mentes de la gente. Un resultado fue que los dioses, sus historias y sus exigencias fueron interiorizados por la mente. Pero esta interiorización de los mandatos de los dioses y de los sacerdotes no parece suficiente para explicar el que una madre esté dispuesta a entregar a un hijo o una hija para ser sacrificada en los cerros a los dioses de la lluvia, ¿o sí?

Otras posibles causas deben ser consideradas. Una de ellas es que la agricultura se desarrolló en el Nuevo Mundo sin ganadería, lo cual habría generado una escasez de proteínas que favoreció el sacrificio y la antropofagia. Michael Harner calculó un promedio de 250,000 seres humanos sacrificados cada año en el México central. Si aceptamos, por comodidad, la cifra de la población de 25 millones que dieron Sherburne F. Cook y Woodrow Borah para 1519, en términos muy aproximados tendríamos que una de cada cien personas era sacrificada al año. La proporción varía si se considera que la mayor parte de los sacrificados pertenecía al estrato superior, noble, de la sociedad. Son muchos los sacrificados, pero no suficientes como para darle una importancia muy grande a la explicación proteínica de la antropofagia ritual.

Otra causa puede ser la mencionada diferencia epidemiológica del Nuevo Mundo, que provocó en el siglo que siguió a la conquista española una mortandad indígena de cerca del 95%, debido a la ausencia de anticuerpos contra las enfermedades infecciosas traídas por los conquistadores. La ausencia de grandes epidemias en la época prehispánica ciertamente debió aumentar la importancia de los sacrificios y de las guerras como medio de control cuantitativo de la población. Pero, otra vez, la cuestión está en cómo hacerse una idea de la importancia relativa de esta posible explicación.

Me doy cuenta de que la mayoría de las posibles causas concomitantes que he mencionado puede vincularse a los siglos anteriores a la conquista española. Puesto a buscar causas remotas, hay una que me parece que debe ser considerada, y aquí me permito citar, Pablo, tu ensayo sobre “El México antiguo” de la Nueva historia mínima de México, de 2004. Allí escribes que durante el primer poblamiento de América todavía no concluía la coexistencia de nuestros antepasados Homo sapiens sapiens con la desaparecida subespecie Neanderthalensis. Se han discutido varias hipótesis sobre la desaparición de los neandertales y parece predominar la razón de que no se pudieron adaptar a los cambios climáticos, pero no se han podido desechar las posibilidades de un mestizaje y de un genocidio, con antropofagia masiva, practicados por nuestros antepasados. No sabemos de qué manera el primer poblamiento de América incidió sobre este proceso, y si desde entonces nació, de diferentes maneras en ambos mundos, la afición humana por la antropofagia. Aclaro que no es que yo crea en esta posible causa de la intensa práctica de la antropofagia en América, pero por el solo hecho de poder ser formulada, los historiadores nos tenemos que hacer cargo de investigar esta posibilidad, para aceptarla, rechazarla o completarla.

– Rodrigo Martínez Baracs

 

 

 

Querido Rodrigo:

Coincido contigo en que existe una disposición muy arraigada en nosotros a vetar los intentos de racionalizar a los indios como sujetos históricos. Podemos estudiar las “culturas”, redondear algunos datos sobre los “imperios”; es aceptable incluso especular sobre los lazos entre las “etnias” de hoy y las culturas arqueológicas de ayer, pero la historia de la etapa indígena rara vez se mira como historia. O más exactamente, rara vez los hombres y mujeres del pasado prehispánico y de las sociedades indias supervivientes son vistos como hombres y mujeres similares a los de otras etapas históricas. Los indios deben ser, según el prejuicio de distancia con que se les aborda, diferentes al resto de los seres humanos de la historia de México: más místicos, o más conscientes del medio ambiente, más valientes, más bárbaros. Pero lo cierto es que sus prácticas se explican en relación con la identidad preconcebida que les atribuimos. La historia indígena necesita ser justificada; y el apremio por hacerlo nos quita objetividad y detalle. Sin duda esto afecta, específicamente, a la explicación del sacrificio humano, también de la antropofagia.

Un primer punto en el que estoy de acuerdo contigo, y con otros autores invitados para este número de Letras Libres, es en el de la importancia de reconocer el sacrificio humano como una práctica universal, que aparece en diferentes momentos de la historia humana. Parece ser un rasgo propio de sociedades en las cuales el valor del individuo frente a la comunidad es muy pequeño; y las exigencias de la comunidad son, literalmente, voraces. Pero inmediatamente, como lo haces tú mismo, parece inevitable abordar el caso específico de América: la evidencia disponible –testimonios materiales y escritos– indica que en América la práctica de los sacrificios humanos fue más frecuente, más variada, más importante para la cultura. Hay cierto alarde del sacrificio, lo mismo entre los mochicas de los Andes que entre los tupíes del Paraná. En Mesoamérica el sacrificio está presente en muy importantes espacios públicos, pero además se lo representa con frecuencia, y algunos de los aditamentos y despojos relacionados con el sacrificio se exhiben en lugares muy visibles: el guerrero cuelga en su casa los fémures de quienes han sido sus víctimas en la guerra, así como la ciudad exhibe las cabezas de esos mismos prisioneros en la plaza central. Las partes del cuerpo cercenadas, la sangre que fluye de las heridas y los corazones… toda esta violencia es tratada con cierta belleza en bajorrelieves, murales, vasijas. Los ritos de sangre tienen un lugar importante en la plástica mesoamericana.

Sin duda, uno de los desafíos más grandes para la imaginación histórica es la explicación de las diferencias que se producen entre desarrollos que podrían ser similares. Si la historia está transcurriendo, por así decirlo, simultáneamente en el continente euroasiático-africano y en América, por qué produce resultados tan distintos en ambas áreas; por qué, por ejemplo, el sacrificio humano se vuelve más importante de este lado del Atlántico. Coincido contigo en la importancia que pueden haber tenido algunos factores tecnológicos. Ante la ausencia de norias y bombas, de poleas y carretas, de hierro, de arados, de bestias que proporcionaran fuerza motriz y abono, la agricultura mesoamericana cifró su productividad en la aplicación de grandes cantidades de fuerza de trabajo organizada en cuadrillas: era el trabajo colectivo, provisto por los barrios, el que aseguraba la productividad. Además, los reinos mesoamericanos nunca llegaron a disolver los lazos gentilicios de las parcialidades o clanes que los constituían. Todo ello reforzó un orden fuertemente colectivista.

Los estados mesoamericanos no podían proveer de novedades tecnológicas a la población porque tales novedades no existían. E incluso el comercio funcionaba con cierta autonomía, gracias a las tribus de mercaderes como los acxotecas, los pochtecas y otros. A lo sumo, la urbanización del espacio auspiciada por el poder político mejoraba las condiciones de producción artesanal y de comercio. Pero lo mejor que los estados mesoamericanos podían ofrecer a la población, a través de sus reyes, era la mediación en la relación con lo sobrenatural. Administraban la vida religiosa. Los monarcas mesoamericanos y sus sacerdotes eran capaces de convertir el esfuerzo colectivo en templos tan extraordinarios como la pirámide del Sol en Teotihuacán,* y en festejos que permitían a los hombres actuar con reciprocidad hacia los dioses.

Cabe pensar en otros factores que quizá matizaban y reforzaban la persistencia del sacrificio. La práctica de la agricultura de roza –que implica cortar y quemar la vegetación seca cuando se prepara el terreno para una nueva siembra– parece haber motivado el desarrollo de mitos y ritos en los cuales ocurre el arrastramiento de cuerpos o de partes del cuerpo, previo a la aparición de nuevos brotes. El principio religioso de la muerte que genera vida estaba muy arraigado. Por otro lado, la fuerte dependencia de las lluvias para lograr las cosechas, especialmente en la altiplanicie central, debe haber instalado la noción del goteo sagrado con funciones de fertilización, noción que daría sustento al rociamiento de sangre que se produce tras varios tipos de sacrificio. Esta expresión, la sangre que se rocía o llueve, es muy importante en la pintura de Teotihuacán, y aparentemente en Cacaxtla.

Me llama la atención que menciones la ausencia del ganado. Creo que es un asunto que se debe tener muy presente cuando se ponderan las diferencias entre los desarrollos continentales. Influye muchísimo en el medio ambiente, en la salud, en la propagación de epidemias, en la tecnología; así que no es sólo la curiosidad de si había o no había vacas: estamos hablando de sistemas totalmente distintos. Pero me llama la atención que lo menciones porque la ausencia del ganado es una de las cosas que había yo meditado, a propósito del sacrificio, sólo que pensándolo de otra forma. En muchas sociedades, por lo menos de Asia y Europa, se practicó el sacrificio ritual del ganado: se sacrificaron corderos, cabras, toros, bueyes… Es interesante que en los Andes, única región de América en la que había una modalidad de ganadería, los sacrificios de llamas fueron frecuentes, y probablemente más importantes que los sacrificios humanos mismos en la etapa incaica. Posiblemente, si hubiera habido ganados en Mesoamérica, se habrían sacrificado cabras o bueyes, y un menor número de hombres.

No veo sustento suficiente a la hipótesis de la deficiencia proteínica porque parece que los gusanos y las culebras, los conejos, las algas, muchos pescados y otros productos vegetales y animales que los indios recolectaban y consumían los alimentaban adecuadamente, complementaban bien su dieta agrícola. Pero el hecho de que no pueda explicarse el frenesí en la práctica sacrificial de algunos periodos por una necesidad urgente de proteínas, no obsta para reconocer que el sacrificio derivó en un asunto culinario. Comer carne humana en México-Tenochtitlán debe haber sido bastante común, bastante frecuente para muchas familias. Cuando los guerreros del ejército mexica intercambiaban gritos con sus adversarios durante la batalla, les decían: “Nuestras mujeres los cocinarán con chile.” Advertían a sus enemigos que se los iban a comer, y además con chile, guisados sabrosamente. Allí está una vez más el alarde del sacrificio. Nada más lejos de una práctica vergonzante.

– Pablo Escalante Gonzalbo

 

 

 

Querido Pablo:

Sí, es cierto que los indios han tendido a ser vistos como “diferentes al resto de los seres humanos”, como escribes. Esta separación está presente aun en el medio universitario y se ha expresado, entre otras formas, en la división entre “historia” y “etnohistoria”, como si la historia de los indios fuera intrínsecamente diferente a la de los españoles, franceses o chinos. Ahora, si se considera que la etnohistoria es una historia con una perspectiva antropológica, no debe olvidarse que Heródoto, el primer gran historiador europeo, hacía historia de los griegos y de los “bárbaros” por igual, escribía una historia narrativa y costumbrista, una historia consciente de las limitaciones de las fuentes y de los argumentos. La especificidad de la historia india de América no es esencial sino histórica, exige la búsqueda de explicaciones históricas.

En cuanto al esfuerzo por dar cuenta de los sacrificios humanos y la antropofagia en México y América, coincidimos en la aceptación de la excepcional intensidad de los sacrificios en América y, por lo tanto, en la necesidad de buscar una explicación, o conjunto de posibles explicaciones, que involucre a todo el continente americano. Coincidimos en la importancia que atribuimos al periodo de miles de años de separación de América con respecto al resto del mundo, durante el cual se produjo un desfase tecnológico y, más aún, una especificidad cualitativa de la tecnología americana, cuya productividad depende de “la aplicación de grandes cantidades de fuerza de trabajo organizada en cuadrillas”.

Sobre este punto quisiera introducir un matiz: haces depender ese trabajo colectivo de los barrios, parcialidades y clanes que las formaciones estatales no han disuelto. También aceptas que la urbanización misma, auspiciada por el Estado, pudo aumentar la productividad de los artesanos y comerciantes. Pero en cuanto al Estado mismo, le dejas el papel de mediador en la relación de los hombres con “lo sobrenatural”, de administrador de la “vida religiosa”, como si esta se pudiera aislar del conjunto de la sociedad. Me parece, más bien, que habría que aceptar el papel del Estado (de los reinos, ciudades-Estado, señoríos o altépetl, en lengua náhuatl) en la organización toda de la reproducción de la sociedad, y que la organización de la vida religiosa juega un papel esencial en la organización productiva de la sociedad, en su reproducción toda. Piensa en el control estatal del complejo y esotérico sistema calendárico (en el que el calendario solar de 365 días se combinaba con el adivinatorio de 260, para dar lugar a los “siglos” repetitivos de 52 años), con sus fiestas y sus sacrificios, todo íntimamente ligado a los ciclos agrícolas y otras actividades productivas, que regulaba el ritmo todo de las vidas.

De cualquier manera, coincidimos en que el resultado es un “Estado voraz” que exige el sacrificio de lo individual a lo colectivo, y que este sacrificio se expresa de manera privilegiada en el sacrificio humano y la antropofagia. Yo destaco el papel de las grandes ceremonias rituales que organiza el Estado teocrático y militarista en la aceptación de la subordinación de los individuos a los gobernantes, disfrazados de dioses, que se meten en las cabezas de la gente. Probablemente estás de acuerdo en el hecho de que las formaciones estatales intensificaron la práctica del sacrificio. Pero veo en los ejemplos que das que buscas explicar la presencia de los sacrificios humanos desde sus orígenes propiamente agrícolas, con la importancia que atribuyes a la agricultura de roza y a la dependencia de las lluvias (aunque se acepte que hubo sacrificios en América antes de la agricultura). En estas condiciones agrícolas reconoces el “principio religioso de la muerte que genera vida”. Es posible, pero debe reconocerse que las formaciones estatales retomaron e intensificaron la aplicación de este principio: la muerte que genera vida, la muerte del individuo en aras de la vida del Estado teocrático militarista. Esta ideología religiosa, asociada a los sacrificios, nos debe hacer reflexionar sobre nuestras propias ideologías, que si bien no aceptan ya los sacrificios humanos como tales, sí promueven el mismo principio de la muerte para mantener la vida, de la muerte y el sufrimiento de los individuos en vida en aras de una verdadera vida después de la muerte.

Me parece muy importante que enfatices que en América se hacía “alarde” del sacrificio y que se representaba “con cierta belleza”, y que además la carne humana se cocinaba sabroso. El sacrificio, por lo mismo, era tanto un valor ético como estético y aun culinario. Aceptemos que esta ética y estética de la muerte tienen antecedentes propiamente agrarios, pero que se intensificaron con el desarrollo de las sociedades teocráticas y militaristas. Esto nos debe llevar a cuestionar nuestra propia ética y estética de la muerte, valores y sensaciones íntimas que no sabemos ver en nosotros mismos y que nos llevan a otras formas de sacrificio de nuestras vidas, como el “amor cortés”, que se paga con la muerte de los amantes, y el “ser para la muerte” heideggeriano.

Me parecen de muy grande interés tus reflexiones sobre la ausencia de ganado mayor y menor en América (salvo las llamas en los Andes). Es cierto que la falta de proteínas no se puede aceptar como explicación única o central de la antropofagia ritual en América, pero tengo la impresión de que de cualquier manera debe intentarse valorar su incidencia, sobre todo si se tiene en cuenta que la gran mayoría de los consumidores de carne humana pertenecían a la clase alta o noble de la sociedad, que era también la clase militar y víctima privilegiada de los sacrificios. (Los nobles no vivían de comerse a los macehuales…)

Pero me parece muy importante la relevancia que le concedes a la ausencia de ganado en la conformación cualitativa del sistema tecnológico y social todo del mundo americano prehispánico, y particularmente en lo tocante al sacrificio humano mismo, pues encuentras que tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo, donde había ganado, había más sacrificio de ganado y menos sacrificio de seres humanos.

Habría que agregar que varios autores han formulado la hipótesis de que la ausencia de ganado pueda estar vinculada con la ausencia en América de muchas de las enfermedades infecciosas del Viejo Mundo, que se desarrollaron allí debido a la convivencia de los hombres con los animales. Esta ausencia de enfermedades infecciosas en América, y de los anticuerpos contra ellas, fue el factor decisivo de la catástrofe demográfica americana de los siglos XVI y XVII, pero también fue uno de los factores que incidieron en la reproducción social americana prehispánica, donde tal vez la ausencia de epidemias le dio mayor importancia a las guerras y los sacrificios en la regulación demográfica de las sociedades.

Finalmente, para regresar al tema del peculiar sistema tecnológico social que se desarrolló en América, quisiera mencionar la ausencia aquí de una escritura propiamente fonética capaz de transmitir todos los matices de la palabra hablada. Su ausencia reforzó el saber transmitido por la oralidad, cuyo énfasis está en la conservación, en el mantenimiento de los saberes y las memorias que se van acumulando con el paso de las generaciones. La escritura fonética permite conservar estos saberes y al mismo tiempo enriquecerlos, cuestionarlos, desarrollarlos, crear saberes nuevos a partir de los antiguos. La escritura ideográfica y la oralidad obligan a enfatizar el mantenimiento, la repetición del saber antiguo. Esta es una clave del carácter cíclico de la historia americana, enfatizado por Octavio Paz en la prevalencia del Dos repetitivo, y de la importancia atribuida al sacrificio en el mantenimiento de la vida.

– Rodrigo Martínez Baracs

 

 

 

Querido Rodrigo:

Me parece correcta tu precisión sobre cómo el control de las actividades religiosas es necesariamente parte de la intervención estatal en otros aspectos de la vida de los pueblos y barrios sujetos a su poder. En efecto, el manejo del calendario, la organización de las fiestas “mensuales” y la búsqueda de cautivos para el sacrificio son prácticas que inciden profundamente en la vida económica de las comunidades. La sola convocatoria a construir pirámides es un acto de una trascendencia económica indudable. Lo que me gustaría subrayar, sin embargo, es que el prestigio religioso de los reyes era, seguramente, uno de sus mejores argumentos para gobernar. La obediencia a los reyes, de Teotihuacán, Cholula o Tikal, era, seguramente, una obediencia sagrada.

Es cierto, encuentro en la agricultura de roza, en la dependencia del régimen de lluvias y en la ausencia de ganado y pastoreo posibles explicaciones para la intensidad con que se practicó el sacrificio humano en algunas partes de América y en especial en México. Ahora bien, la práctica del sacrificio y la antropofagia, ¿creció o disminuyó conforme se transitaba del orden tribal al orden político? Hay casos, como el de los pueblos tupíes de Sudamérica, en los que sociedades tribales practicaron el sacrificio y el canibalismo de manera sistemática hasta la época de la conquista europea. En Mesoamérica el despliegue de la civilización, o el progreso de las ciudades y de los órdenes políticos, lejos de mitigar, fortaleció –o al menos oficializó– la práctica del sacrificio, tal como tú lo sugieres. Pensemos, por ejemplo, en el valle de Oaxaca de los últimos quinientos años antes de nuestra era: la consolidación de un poder político centralizado vino acompañada de guerras, cuyos sacrificios, evisceraciones y decapitaciones quedaron registrados en las piedras de San José Mogote, de Dainzú y Macuilxóchitl, y del propio Monte Albán. También la etapa fundacional de Teotihuacán se acompañó de numerosos sacrificios; hace mucho que se conocen los de la pirámide del Sol, y hace algo menos que se han estudiado los de la pirámide de la Luna y el templo de Quetzalcóatl.

Pero además, cuando pasa la etapa teotihuacana, las guerras se agudizan y la práctica del sacrificio también. Más decapitaciones, más representaciones de huesos e individuos descarnados; más y más detalladas escenas sacrificiales, ya en Cacaxtla, ya en Tajín (ambos con un apogeo entre el 600 y el 900). Entre los rasgos sobresalientes de Tula (900-1200) se encuentran la escultura del chacmool –que representa a un sacerdote sacrificador con un plato de ofrendas en su pecho– y el tzompantli, un altar de cráneos ensartados. Sobre la plataforma más alta de la ciudad, están las esculturas de los guerreros, gigantescos, ayudando a Quetzalcóatl a sujetar el techo del templo, y en la base de dicha plataforma desfilan jaguares, coyotes y águilas; estas últimas mastican corazones: son representaciones del sol alimentado por los sacrificios rituales.

En resumen, el sacrificio se vuelve más frecuente en el Posclásico de lo que había sido antes; aparece ahora claramente ligado al militarismo desbocado y también a alegorías reiterativas de la confrontación de las fuerzas opuestas por medio de pares dialécticos como el águila y el jaguar. Pero hay algo más que no hemos comentado y que rara vez se mira como un problema que debe ser explicado: entre estados contemporáneos, hay algunos más dedicados que otros al sacrificio humano. Así, por ejemplo, en el Posclásico, los señoríos mixtecos no parecen haber dado al sacrificio ritual un papel tan importante. Precisamente una de las diferencias entre las cerámicas policromas y los códices de los mixtecos y de los nahuas es el énfasis que estos últimos ponen en temas sacrificiales, mientras los mixtecos prefieren narrar alianzas políticas y rituales cortesanos. Ambos grupos de obras, cercanos en el estilo, difieren en ese sesgo iconográfico. No está ausente el sacrificio en la Mixteca, pero no se lo representa tan frecuentemente.

En el repertorio nahua, en Tlaxcala, en Tenochtitlán, en Cholula, se pinta con gran frecuencia el esqueleto, o bien algunas de sus partes, tibias y cráneos, por ejemplo; y se los representa con una convención pictográfica bastante realista, que nos permite ver los trozos de carne aún adheridos al hueso. Son frecuentes las representaciones de manos cortadas, junto a corazones, aunque la práctica de amputar las manos no está bien documentada en los textos. Y luego están las imágenes de grandes ollas de barro por cuyo borde asoman brazos y piernas: se trata de los pozoles de carne humana, esos sí bien descritos en las fuentes.

Estos pozoles se hacían en grandes banquetes que no parecen haber sido exclusivos de la nobleza. Es cierto que entre los mayas del clásico las víctimas sacrificiales más destacadas parecen ser los nobles; ellos capturaban o caían prisioneros. También los nahuas exaltaban la valentía de los jóvenes nobles capaces de tomar prisioneros en la batalla, pero igualmente podían realizar capturas los plebeyos. De hecho, hay una interesante “comunión” entre nobles y plebeyos en el episodio de la antropofagia tal como la practicaban los mexicas. Cuando se arrojaba escaleras abajo el cuerpo del guerrero cuyo corazón se había extraído en lo alto de la pirámide, esperaba abajo el guerrero responsable de la captura. Se arrancaba una pierna al cuerpo, ya descoyuntado tras la caída, y esta se reservaba para ser guisada en las grandes ollas de palacio; el resto del cuerpo era entregado al captor, que lo llevaba a su barrio para ofrecer un gran banquete. Así se consumaba en la realidad lo que parecía una bravuconada de los guerreros mexicas, “nuestras mujeres los cocinarán con chile”. Es interesante observar que, mientras en el barrio los parientes y vecinos comían ese pozole, lo mismo hacían, con la pierna, los nobles que eran alimentados en palacio. Si, después de una jornada sacrificial, había, digamos, doscientas casas en las cuales las familias de los jóvenes valientes celebraban un banquete con sus allegados, en el palacio había otro gran banquete con doscientas piernas.

En fin, es por esta razón que cada fémur colgado en la casa de un hombre que había participado en la guerra equivalía a un prisionero, pues el otro fémur pertenecía a palacio, donde podía ser usado para hacer un güiro, una flauta u otra artesanía u ofrenda.

– Pablo Escalante Gonzalbo

 

 

 

Querido Pablo:

Es tremenda y escalofriante la secuencia de casos de sociedades americanas sacrificiales y antropófagas que reconstruyes, desde los pueblos seminómadas y agrícolas hasta la sistematización y legitimación religiosa de la práctica que se dio con la aparición del Estado, de la “civilización”, siglos antes de Cristo, y su intensificación durante el dominio del “sol azteca”. Y es un alivio encontrar un aparente relajamiento de la práctica entre los mixtecas tardíos.

Es particularmente esclarecedora tu referencia a la creciente participación de los estratos no nobles, de los macehuales, en las guerras, uno de cuyos principales objetos era la captura de guerreros para ser sacrificados y comidos. Me parece notable la expresión que usas de “comunión” entre nobles y plebeyos que se daba en las batallas y en las subsiguientes ceremonias seguidas por festines de carne humana en los barrios de la ciudad de México y otros señoríos.

Como se ve, muchos, tal vez la mayor parte, de los seres humanos sacrificados a lo largo de la secuencia americana son enemigos, personas de otras etnias o señoríos capturadas en guerras verdaderas o “floridas”. Como lo destaca Inga Clendinnen, eran considerados diferentes, distinguibles aun por marcas físicas y culturales. La gente se debió ir acostumbrando a presenciar sus torturas, sus sacrificios y a comérselos porque eran otros. Tal vez sentían nuestra misma indiferencia cuando vamos al mercado y vemos los pollos desplumados y los grandes trozos de carne de res y de puerco –aunque, como se ha dicho muchas veces, podemos comernos la carne, pero no somos capaces de asistir a los sacrificios de los animales en los rastros, salvo en su forma ritualizada en las plazas de toros.

Esta indiferencia frente a la muerte de los “otros” es notable en las guerras y matanzas de hoy. Recuerdo una película sobre el drama yugoslavo en la que un hombre mata con total indiferencia y abyección a un grupo de mujeres, hombres, niños y ancianos, y momentos después acaricia con naturalidad un gatito. Y la película Apocalypto sobre los mayas, de Mel Gibson, puede tener todos los defectos e imprecisiones que uno quiera, pero se salva por la verdad que transmite de la mirada cruelmente indiferente, rutinaria, de los sacerdotes sacrificadores al realizar su tarea en lo alto de las pirámides que hoy visitamos con alegre admiración y mística new age.

Pero en la América antigua también se sacrificaba a personas de la propia comunidad: delincuentes y transgresores, niños escogidos recién nacidos por los sacerdotes por las fechas de su nacimiento según el calendario ritual o por los remolinos de su pelo; mujeres y sirvientes que debían “acompañar” a sus maridos y señores al más allá; voluntarios espontáneos en los trances de las fiestas, entre otros.

Respecto a los delincuentes, debe recordarse que sus ejecuciones eran muy abundantes en Europa y fueron un espectáculo público muy apreciado por chicos y grandes hasta el siglo XVIII y aun después. Pero los sacrificios mexicas de niños son más difíciles de asimilar. Eran escogidos recién nacidos pero eran sacrificados años después, y no queda claro quién (sus familias o el Estado) se hacía cargo de ellos durante ese tiempo. De cualquier manera, su ejecución generaba grandes llantos, supuestamente buenos para fertilizar con lágrimas la tierra y traer lluvias. Es imaginable, o inimaginable, el estado de angustia en que vivían las mujeres, para no hablar de las esposas y concubinas de los reyes y señores.

Pese a la indiferencia frente a lo muchas veces repetido, los estados teocráticos ciertamente buscaban generar un efecto, impresionar en las ceremonias a los individuos, trastornarlos, como cuando salían con fuerza y abundancia los chorros de sangre de los pechos de los sacrificados al romper el afilado y pesado pedernal la aorta y la vena cava.

Y aunque podamos buscar entender las condiciones de los sacrificios en tiempos pasados, debemos preguntarnos sobre las condiciones de su resurgimiento en nuestros tiempos convulsos y enfermos. Basta recordar la ritualización de la violación, tortura y asesinato de mujeres en ciudad Juárez, o los autosacrificios musulmanes hechos para matar judíos, cristianos y musulmanes y obtener un rápido paso al Paraíso. Hay muchos más casos, y en todos interviene la religión y el ritual. No sé si nuestra reflexión sobre el pasado pueda servir para entender y remediar en algo nuestro presente.

– Rodrigo Martínez Baracs

 

 

 

Querido Rodrigo:

Al referirte, en tu último correo, a la aparición del Estado y de la civilización en Mesoamérica, entrecomillas la palabra “civilización”; la palabra Estado, no. ¿Tenemos dudas sobre el uso del concepto de civilización para caracterizar la suma de los procesos históricos de Mesoamérica y los tipos de sociedad que dichos procesos generaron? Nos faltaría espacio ahora para discutirlo pero… ¿Podemos hablar de la civilización mesoamericana en el mismo sentido en que hablamos de la civilización occidental? ¿Hay civilización sin los conceptos de persona y de ciudadanía, sin pensamiento especulativo y sin el género de la tragedia? Lo que nos importaría ahora, en todo caso, es si esto tiene algo que ver con el tema del sacrificio humano. La tiranía del Estado sobre los individuos, la subordinación de los destinos de la gente a la decisión de las curias sacerdotales, ¿son compatibles con la idea de la civilización? No lo sé.

Te haces una pregunta que es inevitable cuando se piensa unos minutos en el tema del sacrificio: ¿se habría acostumbrado la gente a mirar con indiferencia los cuerpos mutilados, la carne expuesta de los sacrificados? El sacerdote que mecánicamente da un tajo y saca veinte o treinta corazones en un día, o más. El que corta las cabezas, el que las ensarta en el tzompantli. Los miles de mexicas que ven esas cabezas… o que ven al valiente guerrero caminar hacia su barrio cargando el cuerpo decapitado y cojo de su cautivo para llevarlo a su mujer que tiene el caldero preparado. Todos ellos.

Entre otros fantasmas y apariciones, los nahuas creían en una criatura que deambulaba por los caminos atemorizando a la gente, a la cual llamaban “hacha nocturna”. La criatura tenía figura humana, pero carecía de cabeza y tenía una abertura en el pecho. Esta creencia nos indica que la imagen de los sacrificados (la mayoría por una incisión en el pecho y buena parte de ellos decapitados) había tenido un impacto profundo en la imaginación colectiva. Era como si los espectros de las víctimas del sacrificio deambularan por Tenochtitlán y sus alrededores, espantando en plena noche.

En el ciclo anual de las fiestas religiosas se intercalaban episodios chuscos, pequeñas comedias: actores disfrazados de abejorros o escarabajos que se dejaban caer de lo alto de las cornisas; comparsas de cómicos que se fingían enfermos y caminaban tosiendo. Había juegos como aquel en que los jovencitos correteaban a las muchachas para zumbarles con unos costalillos que iban sacudiendo por las calles. Parece que en la organización de las fiestas públicas estaba contemplado también el alivio, la catarsis de risa y tontería para aliviar la tensión de los días más sanguinarios del ciclo.

El temor a los fantasmas y la necesidad, a intervalos, de la risa dirían que no había tal indiferencia, que los gallardos guerreros comedores de hombres y los sombríos sacerdotes con el pelo pringado de sangre impresionaban a la gente. Que la sangre salpicada producía zozobra, quizás histeria.

Nos quedamos con muchas dudas sobre el sentido, el impacto, el dolor, la necesidad de los antiguos sacrificios humanos. Pero tomamos un respiro: han pasado cientos de años. Ya no nos comemos los unos a los otros, ya no ponemos en picas las cabezas de los enemigos, ya no asesinamos para satisfacer un procedimiento ritual, y tampoco hacemos del asesinato un espectáculo…

La verdad, sin embargo, es otra. Es impresionante la cantidad de casos denunciados de canibalismo en los últimos veinte años en el mundo, incluidos algunos en México, como el de aquel hombre que fue sorprendido por la policía mientras asaba en un comal los genitales de su amigo, para comerlos, por cierto, con chile. Las decapitaciones son tan frecuentes hoy como en el Posclásico. Si se piensa en los últimos veinte años, se encontrarán bastantes casos de linchamiento en el país: asesinatos consumados en la plaza pública, a la vista de todos, siguiendo, tengo la impresión, algunos de los pasos aprendidos en las representaciones de la pasión de Cristo. Ha desaparecido la compleja estructura religiosa que les daba una función y una consecuencia sagradas a todos aquellos hechos. ~

– Pablo Escalante Gonzalbo

 

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