¿A dónde llega el tiempo en la ciudad de México, esa gran señora gorda que todo lo devora y crece y crece sin parar, prolongando sus límites indefinidamente? También sus habitantes mantienen el curso de las cosas en el mismo estado, indiferentes al paso del tiempo, a la llegada de la modernidad o de aquella posmodernidad que ya es pieza de museo: todo aparato, todo invento llegado del futuro resulta ser una pieza más de aquel rompecabezas folclórico, sincrético, extraño desde siempre, expresión él mismo de eterna extrañeza ante el mundo.
En realidad, por si ustedes no se habían dado cuenta, el teléfono sirve para comunicarse con Jesús de manera más expedita y los feroces hell angels mexicanos son ángeles custodios de la Virgen de Guadalupe; sus Harley Davison son el vehículo de la más acelerada devoción.
La tan temida muerte —aquella calavera prehispánica, anacrónica y azucarada— es una luchadora de ring ansiosa por llevarse a los que tienen sida; las alas de Batman, frente a la Catedral, se han vuelto tan virreinales como la capa de terciopelo de un corregidor, y los partidos políticos, esos representantes de la democracia moderna, son sólo unos trapitos ya anacrónicos, símbolos tan religiosos como un Jesús con su corona de espinas, o tan enhiestos como el monumento a la circunspección, perdón, a la revolución.
En esta ciudad, la modernidad es una inocente estampa modernista.
¡Ay, ciudad, señora gorda, causas fascinación pero también das miedo! Todo lo vuelves antiguo y obsoleto, y en ti lo antiguo no pasa nunca, nunca es del todo antiguo: tienes el don de convertir a la piedra en plástico verde y al plástico en peine Pirámide; los más modernos cohetes, para llegar a la estrella más lejana, terminarían en una de tus azoteas, trocados en alegres tendederos.
No hay un linde que diga: aquí está lo de ayer, aquí está lo de ahora; el ahora está borrado. Lo devora ese caldo alegre y extraño, materia de folclor, de máscaras en los altos y monigotes de colores en los mercados, que da la impresión de tener, por lo menos, otro sentido.
Es como si dijeras: allá está el mundo y nos llegan sus cosas, pero nuestra vida y nuestra muerte están aquí, en esta mezcolanza eterna y mística, y en el fondo bien melancólica. No paras de mezclar y de mezclar, y luego lloras y te preguntas, ay Señor, ¿pero de qué estoy hecha? Que si Cortés, dices, que si la Malinche, mientras aumentas la velocidad de la licuadora.
Licuas y licuas compulsivamente, y no es raro que tus esquinas estén llenas de puestos de licuados de leche y fruta: son el primer alimento sincrético, orgullo de nuestro superhéroe Pancho Pantera.
Ciudad, señora gorda que todo lo trastoca y no para de expandirse, por favor levántate la falda y busca entre tus hilos y tus tijeras: dinos dónde está ahora, dónde está mañana, dónde quedó ayer.
No los puedes perder todo el tiempo, algún día tendrás que parar. ¿O piensas crecer y crecer, y devorarlo todo, llegar hasta Nueva York, hasta Alaska, hasta el antiguo imperio de los soviets, convertir al Distrito Federal en el Mundo Federal? Avísanos, señora gorda, si esos son tus planes. Para rezarle a nuestros santos de piedra y de plástico, para lavar con jabón Zote nuestras ropas espaciales, para resignarnos piadosamente por el internet, y avisar al mundo que allá vamos, que ya dejen de procurar la tan mentada modernidad que quién sabe qué sentido tiene.
Pero eso sí, señora gorda tan fascinante como peligrosa: no nos desampares ni de noche ni de día, ni dejes que el orden de los tiempos acabe con la rara diversión de ver tus travestismos. Por los siglos de los siglos, y amén. –