Los matices del miedo

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Albert Sánchez Piñol, La piel fría, Barcelona, Edhasa, 2004, 284 pp.

 
     Hay que coincidir con José María Nebreda cuando señala, en el prólogo de Mares tenebrosos. Una antología de cuentos de terror en el mar (Valdemar, 2004), que por desgracia los escritores españoles “han vivido (escrito sus obras) de espaldas al mar, a ese mismo mar que nos rodea por los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía […] ¿Y qué vamos a decir del género sobrenatural o de terror? Durante años las narraciones de fantasmas y las novelas de horror han sido, y siguen siendo, despreciadas, relegadas a un estadio inferior por los ‘brillantes’ autores de ‘literatura seria’. Difícil sería pues que lográsemos aunar ambas ramas de la literatura en nuestras letras”. Las pruebas, para no ir más lejos, están en la excelente compilación realizada, traducida y anotada por el propio Nebreda: de los diecinueve textos seleccionados, catorce son de escritores anglosajones (entre los que destacan clásicos como William Hope Hodgson, Robert E. Howard y H.P. Lovecraft), tres de españoles (Vicente Blasco Ibáñez, Julio F. Guillén y Óscar Sacristán) y dos de franceses (Michel Bernanos y George G. Toudouze). El mismo antólogo admite, sin embargo, que el panorama ibérico parece estar abriéndose poco a poco al empalme de esas dos corrientes literarias dizque subterráneas que la recopilación vuelve a sacar a flote, y como ejemplo de dicha apertura cita La piel fría, debut novelístico de Albert Sánchez Piñol.
     Nacido en Barcelona en 1965, este antropólogo consagrado de lleno a la escritura no es nuevo en el medio editorial: así lo ratifican Pallassos i monstres (2000), ensayo satírico sobre dictadores africanos; Compagnie difficili (2000), libro en colaboración con Marcelo Fois, y Les edats d’or (2001), volumen de relatos, un género que practica con soltura según evidencia “Cuando caían hombres de la Luna”, cuento publicado por El País Semanal en agosto pasado. Con todo, no fue sino hasta la aparición de La piel fría que Sánchez Piñol empezó a ser reconocido en el ámbito hispanoamericano; la novela fue la revelación de las letras catalanas en 2002, obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa en 2003 y debido al éxito de crítica y público está siendo traducida a varios idiomas. No es para menos: nos encontramos frente a uno de esos insólitos especímenes que la actual literatura española suele engendrar de vez en vez, un anfibio —similar a las criaturas que asolan sus páginas— capaz de moverse con elegancia entre la aventura y el terror, un vástago digno no sólo de Conrad, Lovecraft y Stevenson —así se ha subrayado—, sino también de Conan Doyle, Defoe, Melville, Poe, Schwob, el Verne de El faro del fin del mundo y La isla misteriosa, el Wells de La isla del Dr. Moreau, el Golding de El Señor de las Moscas e incluso el Tournier de Viernes o los limbos del Pacífico.
     Pero como ocurre con las buenas novelas, en el momento de la lectura las referencias salen sobrando y hay que apelar ante todo a la suspensión de la incredulidad preconizada por Coleridge en su Biographia Literaria de 1817. Incrédulo, efectivamente, se muestra al inicio el narrador sin nombre de La piel fría, que avanzada la trama recibirá el mote de Kollege (colega): “El problema no era tanto lo que había como lo que no veíamos.” Huérfano irlandés criado en la Institución Blacktorne, empeñada en convertir a sus alumnos en “proletarios inofensivos y sumisos”, el protagonista adquiere el grado de Técnico Logístico Marítimo sólo para canjearlo por el de Técnico Logístico Subversivo —activista clandestino— al servicio de los republicanos durante la ocupación inglesa: “Querían embarcarnos como marineros, mientras Irlanda entera naufragaba. Querían que miráramos el cielo como hombres del tiempo, mientras nos robaban nuestro tiempo y nuestra tierra.” Harto de las convulsiones y contradicciones de su país, huye al continente hasta recalar en Amsterdam, donde una corporación naviera lo contrata como oficial atmosférico. Su labor: registrar, por espacio de un año, “la intensidad, dirección y frecuencia de los vientos”. Su destino: una isla en forma de “L” que no rebasa el kilómetro y medio, ubicada en el Atlántico sur en las proximidades antárticas, a la que le vienen como anillo al dedo estas palabras del prólogo de Mares tenebrosos: “No es extraño examinar los viejos mapas y ver escrito, con los distintos caracteres de las distintas lenguas, esa frase evocativa que nos advierte: más allá hay monstruos.” En ese más allá insular definido como “una maceta perdida en el océano menos frecuentado del planeta [que] comparte latitud con los desiertos de la Patagonia”, el narrador de La piel fría entra en contacto antes que nada con una naturaleza ominosa, de otro orden —según dice Cormac McCarthy en Meridiano de sangre—, que terminará siendo personaje central:

Por fragmentos, el cielo sufría una triste coloración de plata sucia o, aún más oscuro, de armadura oxidada. El sol no era más que una naranja suspendida a media altura, pequeño y cubierto por nubes perpetuas que filtraban la luz con pesadumbre. Un sol que a causa de la latitud nunca llegaría al cenit. Mi descripción no es fiable. Eso es lo que yo podía ver. Pero el paisaje que un hombre ve, ojos afuera, acostumbra a ser el reflejo de lo que esconde, ojos adentro.

Captar la equivalencia entre paisaje físico y paisaje psíquico, rasgo que caracteriza a la literatura de horror, es una de las mayores virtudes de la novela que nos ocupa. Ojos afuera, el protagonista debe convivir con seres bautizados como emblemas: Batís Caffó, el alemán a cargo del faro del fin del mundo que preside el extremo norte de la isla, llamado así por el batiscafo, aparato diseñado para explorar el fondo del mar; Aneris (sirena al revés), la hembra anfibia a la que Caffó adjudica el papel de criada y fetiche erótico y a cuyos encantos bestiales sucumbe aun el narrador (“Uno fornicaba con aquello, con aquella mascota sin nombre, y se le revelaba una verdad grotesca, trascendente y pueril a la vez: Europa ignora que vive en la castración perpetua. Su sexualidad estaba libre de cualquier lastre. Ni siquiera podía apreciarse en ella ningún refinamiento amatorio especial. Sólo fornicaba, fornicaba con todo su cuerpo”); los carasapo o citauca (acuático al revés), la raza de monstruos carnívoros a la que pertenece Aneris y que surge de las simas oceánicas al cobijo de la noche no sólo para suspender sino para derruir la incredulidad del protagonista. Ojos adentro queda el pánico ancestral a lo desconocido: “Ni yo mismo tenía conciencia del peso que había supuesto el miedo persistente y sistemático. Durante meses enteros, noche y día, día y noche, experimentando miedo, todos los matices del miedo, siempre el miedo por compañía.” Al igual que el enclave donde se desarrolla, La piel fría se sitúa entonces en un curioso cruce de coordenadas, pero literarias; a diferencia de la isla, la novela no se oculta bajo una intersección de tinta en un mapa sino que sobresale justo donde confluyen latitud (género de terror) y longitud (narrativa de tema marítimo).
     Hábil tanto en el manejo de la tensión como en la construcción de escenas cargadas de una belleza mórbida —el descenso submarino que emprende el narrador para rescatar la dinamita de un barco portugués hundido ante la isla mientras en la superficie cae una tormenta de nieve; el encuentro y la posterior compenetración con las crías de los monstruos; el brutal ataque de los citauca que culmina con la detonación de tres cargas de explosivos repartidas en las inmediaciones del faro—, Albert Sánchez Piñol ha logrado elaborar una criatura cuyos hechizos son equiparables a los de Aneris: “Es imposible observarla y mantener las distancias. Cuando la toco, me involucro […] Uno de nuestros instintos más primarios es aquel que relaciona el contacto humano con el calor; no hay cuerpos fríos. Su temperatura hiere. Recuerda la frialdad de un cadáver.”
     Una hermosa frialdad que atrapa al lector desde el principio y lo sumerge despacio en los diversos matices del miedo. –

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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