El artista está (omni)presente

El documental sobre Marina Abramović revela lo que hay en ella de artista y de actriz. 
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Entré al cine a ver The Artist Is Present, un documental que sigue a la artista Marina Abramović durante su retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 2010, sin quitarme el abrigo, segura de que saldría de la sala a los quince minutos. No habían pasado cinco cuando Abramović estaba ya explicando cuánto había marcado su vida el que su madre la disfrazara de diablo cuando tenía seis años. Me puse la bufanda y preparé mis cosas.

Como estudiantes de arte a finales de los 90, el body art nos quedaba muy cerca y, por lo mismo, lo asumíamos menos y lo cuestionábamos más (aun si en cada carpeta artística de la época hay un penoso homenaje a Ulay y Marina). En lo personal, el body art, la idea del cuerpo, del artista mismo elevado a Obra de Arte me era anacrónico e insoportable. La crítica Judith Thurman llama al trabajo de Abramović (y al de Valie Export, Gina Pane, Chris Burden, Vito Acconci) Ordealism (que alguien subtitula como The Art of Suffering) para distinguirlo del performance más cerebral (Fluxus).

Abramović reaparecía en mi «radar» solo para ahuyentarme más: la encontraba de repente frente a Jan Fabre (el hambre y las ganas de comer) enfundada en una armadura en el Palais de Tokyo o como personaje involuntario en Sex and the City (en una referencia al performance en el que pasó doce días expuesta en una galería). El público parecía servir a Marina Abramović únicamente para validar su experiencia, como accesorio a su obra. Un rol que me interesaba poco. En 2009 se me apareció en una New Yorker que hablaba de los preparativos para su retrospectiva en el MoMa; el artículo de Judith Thurman revisaba la vida de la artista y concluía en la fiesta de sus 63 años. En un momento de la fiesta Abramović lleva a Thurman hacia una criatura pálida, enorme y frágil: «Este es Antony quien cantará en mi funeral».

La resistencia del cuerpo de Abramović es el tema central de su obra y su instrumento principal; es inevitable pensar en su agotamiento y finalmente, muerte. Una de sus múltiples biografías se llama When Marina Abramović Dies y la puesta en escena operística de su vida, Vida y muerte de Marina Abramović. «Cuando muera, si todo sale bien, Antony cantará My Way en el funeral; habrá tres ceremonias, una en Ámsterdam, otra en Belgrado y en Nueva York. Las tres con ataúdes. Nadie sabrá en cuál está el cuerpo».

Marina Abramović se ha tomado siempre tan en serio que no parece haber necesidad de que yo lo haga. Sin embargo, este documental de/para/por/según/sobre/tras Abramović me ha hecho reconsiderar mi aproximación a su obra. Quizá la he malinterpretado.  

Entre lo que Marina Abramović reivindica está la incomprensión de sus coetáneos (un par de ellos reconvertidos de guerreros del body art a arquitectos de salón), Ulay incluido. Vito Acconci, por ejemplo, no entiende qué separa el trabajo de Abramović del teatro. Ver a Abramović como actriz (sin que esto implique que lo que hace es ficción, aunque no lo excluyo) me ayuda a revisitar su trabajo.  Bajo esta perspectiva, la seducción como moneda de cambio, su megalomanía y hasta su autenticidad cuestionable, adquieren congruencia y ceden paso a la obra.

Días antes de su exposición, Marina artista-actriz conoció a David Blaine (otro ordealist, según Judith Thurman), quien, mientras mastica una copa de vino, le propone un performance en colaboración para el MoMa. La idea es tan mala, como inmediatamente se lo hace notar su galerista, que uno se pregunta si no es una pequeña farsa: muestra la fragilidad del artista y su necesidad de guía y, sobre todo, permite colar la frase: «Blaine es un ilusionista, lo que tú haces es real».

El reencuentro con Ulay merece un artículo aparte. Su presencia en un buen porcentaje del documental sirve de parte aguas entre la Marina artista y la Marina actriz; entre la Marina que teje su propia ropa y la Marina que mira París desde el balcón de Chanel. Ulay es un buen accesorio de contraste en la vida/obra de Abramović y no queda totalmente claro si el documental lo reivindica o lo expone en su patetismo. En todo caso, Ulay se presta encantado: «Como artista he sido flojo, Marina ha conseguido todo lo que tiene trabajando duro –dice Ulay admirando su casa de campo. Pero no importa, ahora no tengo más que casarme con ella». Y uno, como en una comedia romántica, no sabe si sentir lástima por el uno o por la otra.

Ulay y Marina despidiéndose en la Muralla China; Ulay y Marina atribuyendo esta despedida a la infidelidad del otro; Ulay y Marina viendo la destartalada camioneta Citroën en la que recorrieron la utopía setentera; Ulay en el MoMa, sentado frente a Marina, en silencio, sosteniendo la mirada ante el aplauso del público –you had me at (              ). Entre tantos momentos conmovedores, mi favorito pasa desapercibido: cuando se reencuentran por primera vez, Ulay entra tímidamente al piso de 3,2 millones de dólares de Marina e inmediatamente baja la cabeza y se disculpa por llevar Crocs.

Con la exposición en el MoMa, Abramović renueva y redefine su obra en dos aspectos importantes: al dejar a jóvenes artistas reinterpretar sus performances, les quita el aspecto efímero, impredecible y, sobre todo, centrado en el artista. El Performance se vuelve, como el resto del arte, representativo (una herejía, según Acconci). Da igual quién realice los performances de Marina y Ulay, lo importante es la acción y lo que provoca. La documentación, perenne problema del body art, encuentra su salida idónea en la re-presentación.

Luego está el rol del público en el Performance. Con la obra principal de su exposición, 736 horas inmóvil mirando fijamente a la persona sentada frente a ella (700,000 en el transcurso de tres meses), el público es imprescindible para la obra y no simplemente accesorio. Es irrelevante hasta que punto Marina está o no realmente presente en este intercambio y debemos resistir este juicio, aunque ella nos lo ponga tan difícil. Lo significativo es lo que representa para el público; Abramović somete por primera vez su cuerpo a una tortura que complace a los demás: lloran, se conmueven, viajan desde Australia para verla, acampan afuera del museo. La gente quiere catarsis, Abramović les da lo que quieren cueste lo que cueste. Auto-mutilación sacrificial manipu-complaciente. Popstar in extremis.

Uno olvida que hay un director detrás de este documental, uno que no es Marina Abramović. ¿Es The Artist Is Present un documental, una docu-ficción o un docu-performance? En varias ocasiones, como al escribir esto, me es difícil saber de qué estoy hablando, si estoy analizando la obra de Marina Abramović, su vida, su retrospectiva en el MoMa… ¿Es The Artist Is Present una escenificación cuidada meticulosamente por Abramović, una especie de Exit Throught the Giftshop? Ojalá. De serlo me ha reconciliado, quince años después, con el Performance. 

 

 

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Ejerce la polivalencia diletante, vive entre México y París y, cuando no le queda otro remedio, trabaja como artista.


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